La descripción no podía ser más ajustada, ya que a pesar de que el armazón metálico de las piernas era digno de un androide, los andares que permitía el ReWalk recordaban a los de un jubilado.
– Muéstrame cómo funciona -le dijo Perdomo, y Charley dedicó los minutos siguientes a enseñarle al inspector las características técnicas de su exoesqueleto. El invento permitía a su usuario subir y bajar escaleras, sentarse y volver a levantarse, y era relativamente fácil de colocar.
– En cierta forma, soy afortunado -reconoció el agente-. Las chicas, en la calle, jamás se habían fijado en mí, y ahora, con esto, me van a mirar más que si fuera un modelo de pasarela.
En ese momento llegó Villanueva, acompañado de una mujer cuyo rostro a Perdomo le resultó vagamente familiar. El subinspector también había acudido a visitar al agente Charley y se mostró algo cohibido al encontrarse con su jefe.
– Os presento a Guadalupe -dijo, momento en el cual Perdomo recordó dónde había visto antes la cara de la muchacha. Era la mesera del restaurante mexicano que había puesto en su sitio, de manera admirable, a un cliente maleducado y xénofobo, el día en que tuvo su primer encuentro con Amanda.
Cuando Perdomo le recordó el incidente, la chica contó que el restaurante era de su madre y que ella (que en realidad se ganaba la vida con una pequeña tienda de telefonía móvil) echaba una mano de pascuas a ramos, cuando alguna de las camareras tenía que ausentarse por causa de fuerza mayor. Tras unos instantes de charla intrascendente, Perdomo hizo un aparte con el subinspector.
– Voy a acercarme a ver a la viuda -le dijo a su ayudante-, para informarle de que tenemos identificado al hombre que mató a su marido. No estaría mal que, ya que estás aquí, vinieras conmigo.
Villanueva hizo un gesto con la cabeza, en dirección a su novia, y preguntó:
– ¿Te importa que la dejemos de camino?
– En absoluto. Perdona un segundo. -Perdomo se disculpó al ver que le llamaban por el móvil. Era la viuda del músico asesinado y estaba tan alterada que le costó casi un minuto comprender lo que trataba de decirle por teléfono.
– ¡No están! -exclamaba una y otra vez entre sollozos-. ¡Alguien se las ha llevado!
– Cálmese, señora -dijo Perdomo-. ¿Qué es lo que se han llevado?
– ¡Las cenizas de mi marido! ¡Han robado la urna con los restos de John!
75 Ashes to ashes
Anita necesitó de dos comprimidos de clonazepam -un ansiolítico que se les administra a veces a los epilépticos en crisis de pánico- para poder calmarse. En latower suite del hotel ME, les contó a Villanueva y a Perdomo que la urna con las cenizas de su marido había permanecido un par de días a la vista de todos, sobre un gran aparador de color morado del salón principal.
– Una mañana -continuó diciendo- me tropecé con las camareras que estaban arreglando la habitación y, por la manera tan descuidada en que limpiaban, me di cuenta de que las cenizas de John corrían el peligro de acabar en la moqueta. Decidí guardar la urna en el armario de la ropa y allí ha permanecido un par de días, hasta que esta mañana, al ir a mirar si estaba todo en orden, me he dado cuenta de que había desaparecido.
– ¿Está segura? -preguntó Villanueva-. ¿No es posible que la guardara en otro armario?
– Aunque hubiera sido así, ya la habríamos encontrado -afirmó la viuda con rotundidad-. Nada más echarla en falta, llamé a la recepción del hotel y subió el director en persona, que inmediatamente ordenó una búsqueda exhaustiva por toda la suite. No puede haber confusión de ningún tipo, subinspector: las cenizas han sido robadas.
Antes siquiera de que Perdomo pudiera aventurar ninguna hipótesis, sonó el teléfono de la habitación y Anita atendió la llamada. Una voz con fuerte acento del Este comenzó a informarla de que las cenizas de su marido le serían devueltas a cambio de un millón de euros. Al ver el rostro angustiado de la viuda, el inspector comprendió al momento que la llamada tema que ver con el robo de las cenizas y decidió escuchar desde el otro teléfono de la suite. Sólo alcanzó a oír las últimas frases, que mencionaban el lugar y la hora de la entrega, pero eso le bastó para reconocer la voz de Ivo, el búlgaro. Su tono, frío como el de una máquina dispensadora callejera, y su forma de hablar, se le habían quedado grabados, desde el día en que se enfrentó a él en la plaza del Ángel.
– Vaya sola, esta noche a las cuatro de la madrugada, al descampado que hay en el barrio de la Guindalera -le oyó decir a Ivo antes de colgar-. Lleve el dinero en billetes de cincuenta euros. Venga sola, no avise a la policía. Si detecto algún movimiento raro, me desharé de las cenizas y usted morirá. Si no trae todo el dinero, o descubro que está marcado, me desharé de las cenizas y usted morirá. ¿Lo has entendido, perra? -colgó. ¡Clone!
Perdomo informó a Anita de que el hombre que acababa de exigir un millón euros por las cenizas de su marido era el mismo que había acabado con su vida en el hotel Ritz de Madrid. Esta revelación dejó completamente estupefacta a la viuda.
– ¡Pero usted me aseguró que había sido el irlandés! -exclamó la mujer, cada vez más confusa.
– No se lo aseguré -se defendió el inspector-. Le dije que la forma de su oreja coincidía al ochenta por ciento con el otograma de la puerta y que por eso era vital que yo y la señora Torres pudiéramos entrar en esa partida de póquer. También le advertí que su dinero corría riesgo, ¿lo recuerda?
– ¿Me quiere decir que no ha logrado traer el dinero de vuelta? -preguntó consternada la viuda.
Perdomo sacudió la cabeza con resignación antes de decir:
– Tanto la reportera Torres como yo mismo estuvimos a punto de perder la vida en ese barco, señora. Le aseguro que sus doscientos mil euros, combinados con la habilidad de la señora Torres en la mesa de juego, fueron los que nos permitieron escapar indemnes de esa aventura. Ahora, gracias al sacrificio de uno de mis hombres, que ha quedado parapléjico, disponemos de una muestra de ADN que nos permite descartar por completo a O'Rahilly. Estamos muy cerca de poder atrapar al hombre que mató a su marido. ¿Había oído mencionar alguna vez el nombre de Rafi Stefan, alias Ivo?
– No -respondió aterrada la viuda-. No tengo ni idea de quién es ese hombre, ni de por qué mató a John.
– ¿En alguna ocasión escuchó que su marido, o alguien de su entorno, aludiera a una persona de nacionalidad búlgara?
– Jamás -volvió a decir la viuda, en el mismo tono-. Y que yo sepa, mi marido jamás ha pisado Bulgaria.
Perdomo se golpeó la palma de la mano con el puño, en un gesto de impotencia.
– Verá, señora, tenemos un gran problema. Sabemos con certeza por la prueba de ADN que fue Ivo quien asesinó a su marido, pero ni siquiera alcanzamos a imaginar por qué. El búlgaro anduvo durante un tiempo metido en negocios de falsificación de entradas y los conciertos de rock mueven millones de euros al año, así que la única hipótesis que se me ocurre es que su marido y él entraran en conflicto por ese motivo.
Anita notó que las piernas le temblaban, por lo que decidió tomar asiento e invitó a los dos detectives a que hicieran lo mismo.
– Ahora lo único que me preocupa -dijo la viuda con gran determinación- es recuperar las cenizas de mi marido. Todo lo demás es secundario.
– Lo entendemos perfectamente -respondió Perdomo-, pero no le oculto que se nos ha presentado una ocasión inmejorable, tal vez única, de atrapar a la persona que le quitó la vida a su esposo. ¿Es capaz de reunir un millón de euros de aquí a dentro de unas horas?
La viuda movió la cabeza afirmativamente.
– Podría conseguir hasta diez millones, con tal de recuperar los restos de John.