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Nelson, su hijo pequeño, los miraba, asustado. Witt nunca se había preocupado demasiado por aquel muchacho; con catorce años, todavía era un chico delgado que se parecía mucho a él, pero que siempre le recordaba a su primera esposa, Eunice. Había algo en Nelson que era… extraño. Inquietante.

– ¿Por qué no me dijiste que Zach no había subido a su habitación? -preguntó al muchacho, quien tragó saliva intentando apartar la mirada de su padre-. Se suponía que los dos compartíais la misma habitación.

– No lo sé.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

Witt dejó escapar un suspiro y miró a Nelson fijamente, con una intensidad que hubiera hecho estremecerse a un leñador de fornidos brazos.

– Tú sabes dónde está. -¡No!

– Pero sabes algo -le pinchó Witt, dándose cuenta de que el muchacho retrocedía. Demonios, qué manojo de chiquillos de cabeza dura había criado.

– Yo, eh, le vi marcharse de la fiesta -admitió Nelson de manera huraña, mirándole como si creyera que era un santo, ¡por el amor de Dios!

– ¿Marcharse? ¿Cuándo? -preguntó Witt sin moverse.

Katherine se acercó a Nelson.

– Eso debió de ser después de que cortaras el pastel, porque yo le vi aquí antes.

Nelson asintió con la cabeza.

De manera que Kat no lo había perdido de vista.

– ¿London iba con él? -preguntó Witt, sabiendo la respuesta de antemano.

Nelson negó con la cabeza enérgicamente, con su larga cabellera rubia rozando la parte superior de sus hombros.

– Se fue solo. No quería que nadie le molestara.

– ¿Por qué no nos lo has contado antes? -Katherine parecía tan tensa que hubiera sido capaz de abofetear al muchacho.

– No quería meterle en problemas.

– ¡London ha desaparecido! -gritó ella. Estaba a punto de ponerse histérica, a punto de perder la cordura-. ¡Me importa una mierda que tu hermano vuelva a meterse de nuevo en problemas!

Witt se colocó entre su hijo y su joven mujer. -Todavía no sabes lo que ha pasado. Aún no. No saquemos conclusiones precipitadas.

– Ese muchacho siempre ha tenido mala sangre -dijo Katherine-. No me gusta tener que admitirlo, pero no puedo pasar por alto que él…

– ¡Basta ya! -gritó Witt mientras miraba a su hijo mayor, que había estado observando aquella discusión con una mueca de diversión en los labios-. ¿Te parece que todo esto es divertido? -le inquirió chillando.

– No.

Un músculo se tensó en la mandíbula de Witt.

– Me parece que tú sabes dónde está tu hermano.

– Probablemente tenía una cita con alguna chica -replicó Jason y luego añadió con indiferencia-Siempre está caliente. Mi opinión es que está pasando la noche con alguna chica con la que ha ligado.

Katherine lo miró con afectación.

– Venga, papá. No hagas ver que ya no te acuerdas de lo que sentías a los diecisiete años, cuando estabas tan caliente como las bodegas del infierno. Zach simplemente quería acostarse con alguien.

Witt apenas podía recordar aquella época, pero no le importaba lo más mínimo. No ahora. No cuando London acababa de desaparecer.

Sirenas.

En algún lugar a lo lejos sonaban sirenas que aullaban en la noche. Bocinas de coches, gente que gritaba y el martilleo en su cabeza que no cesaba. Poco a poco, Zach abrió los ojos. El suelo parecía moverse y por unos momentos no supo dónde se encontraba. Trató de incorporarse y un dolor rebotó por su brazo. Estaba mareado y sentía que la cabeza le pesaba una tonelada.

Apretando los dientes, consiguió apoyarse sobre las rodillas y vio el oscuro charco de sangre -su sangre- en la alfombra barata. La habitación daba vueltas. Se sentía aturdido, con la mente ofuscada, hasta que vio su reflejo ensangrentado en el espejo que había sobre el tocador. El hotel Orion. Habitación 307. Sophia. De golpe lo recordó todo. La hermosa muchacha, los matones dándole una paliza hasta dejarlo medio muerto. «¿Porqué?»

Porque aquellos tipos habían creído que él era Jason.

Maldito malnacido. Le había tendido una trampa. Su propio hermano. Zach se puso de pie con esfuerzo y se dirigió hacia el cuarto de baño. Sentía punzadas en la cabeza, un fuerte dolor en la ingle a causa de la patada recibida y el hombro parecía que le ardiera, pero aun así consiguió abrir el grifo del lavabo y echarse un poco de agua en lo que hasta hacía poco había sido su cara. Tenía realmente mal aspecto. Sus ojos ya estaban empezando a ponerse completamente morados, tenía costras de sangre reseca en las fosas nasales y alrededor de los labios. Tenía uno de los huesos de la mejilla aplastado y un corte limpio le recorría la otra mejilla desde la raíz del pelo casi hasta la mejilla.

Su disfraz de mono, el esmoquin que Kat le había comprado, estaba desgarrado y lleno de sangre.

La vergüenza y la rabia se mezclaban en él, mientras veía su reflejo en el espejo. Jason había utilizado el señuelo de la puta -una asquerosa puta- y le había tendido una trampa en la que él había caído y que, ¡por el amor de Dios!, había estado a punto de costarle la vida. Pero todavía estaba vivo. Estaba vivo y pensaba que quizá, debería ir al hospital, y que sobreviviría lo suficiente para hacerle pagar todo aquello a su maldito hermano. Se limpió la sangre de la cara con una toalla blanca de felpa que tenía bordada una «O» de color negro, y dio un respingo cuando el agua caliente tocó la herida de navaja. Decidió no hacer nada con su hombro, para evitar que empezara a sangrarle de nuevo. Además, tenía que marcharse de allí enseguida. De ninguna manera quería tener que dar explicaciones sobre la razón que le había llevado hasta allí, ni darles otra oportunidad a aquellos matones. Tenía que regresar al hotel Danvers y subir a su habitación sin que nadie le viera.

Eso no iba a ser muy difícil. Según su reloj eran casi las cuatro y media, estaba a punto de amanecer. La fiesta de Witt ya debería de haberse acabado. Cualquiera que estuviese todavía despierto estaría tan borracho que no iba a darse cuenta de su presencia.

Y luego tenía que encontrarse con su hermano mayor y contarle un par de cosas. Jason tendría que contestarle un montón de preguntas.

Se escabulló de la habitación sin que nadie le viera, bajó hasta el primer piso por las escaleras y mientras el recepcionista estaba de espaldas, Zach cruzó el vestíbulo; luego cruzó a toda prisa por delante del puesto de periódicos, en el que un viejo con cara de tonto intentaba vender la primera edición de la mañana, y salió a la calle.

Estaba cayendo una tormenta de verano. Una lluvia cálida se desprendía del cielo salpicando la acera y mojando la espalda de Zach. Agachando la cabeza contra el viento, dirigió su mirada hacia el hotel Danvers. Encogió los hombros; le parecía que sus piernas eran de goma. Al doblar una esquina, vio seis o siete coches de policía aparcados frente a la entrada del hotel, como buitres rondando una oveja moribunda. Las luces rojas y azules centelleaban contra el muro del edificio y una docena de policías uniformados acordonaban la acera. Zach se paró en seco.

Su rabia se convirtió en miedo cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Posiblemente Joey y su compinche habían ido a buscar a su hermano mayor al hotel de su padre. ¡Jason estaba muerto! ¡Oh, Dios! Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Zach echó a correr, forzando sus pesadas piernas a avanzar, inconsciente del aspecto que tenía, sin importarle nada el puñado de policías con sus porras y sus armas. Sus pisadas resonaban en el pavimento de cemento mientras cruzaba la calle sin hacer caso al tráfico matinal, haciendo oídos sordos a los frenazos y a las bocinas que sonaban a su paso conforme avanzaba hacia el hotel. Jason, oh, cielos…