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Adria no se había dejado arrastrar por la ilusión que había empezado a fluir por sus venas cuando supo que podría ser London Danvers, pero había decidido que quizá por fin podría descubrir su verdadera identidad. Se decía que las posibilidad de que ella fuera la heredera desparecida eran de una entre un millón, pero al final había seguido el dictado de su corazón -y el sueño de su padre- y había conducido su destartalado Chevy en dirección oeste hasta llegar a Portland, el hogar de London. Casi había llegado a convencerse de que ella era London Danvers. Había llegado a creer que por fin iba a encontrar a su familia. Y que aquella familia, en cuanto hubiera superado la primera conmoción, le daría la bienvenida con los brazos abiertos. Ahora, mientras ladeaba la cabeza y se colocaba los pendientes de circonio, se mordía el labio inferior. Los pendientes en forma de lágrima brillaban en la luz como si fueran auténticos diamantes, pero eran falsos, hechos para que parecieran joyas caras cuando no eran más que piedras comunes y baratas.

«Como tú.»

¡No! Ella no podía creer los comentarios que había oído durante toda su vida entre los habitantes de la pequeña ciudad en la que había crecido. ¡No podía!

Se pasó el cepillo por el cabello y empezó a peinarse los largos rizos negros. Salvaje «pelo de bruja», así había llamado a menudo su madre adoptiva a esos bucles largos y desordenados que Adria no era capaz de domar, y tenía razón.

Había planeado presentarse en la fiesta de inauguración del hotel Danvers. Había llegado la hora de enfrentarse a la familia Danvers. Había intentado ponerse en contacto por teléfono con Zach después de su primer encuentro en el salón de baile, pero no había logrado pasar de la recepción del hotel, y, aunque había dejado varios mensajes, Zachary no parecía dispuesto a devolverle sus llamadas. No se había molestado en buscar a otros miembros de la familia. Sabía demasiadas cosas como para suponer que podría confiar en ellos. Zachary era el único con el que no tenía casi nada que perder, el único de los hijos de Witt que había hecho algo por sí mismo en la vida; los demás -Jason, Trisha y Nelson- se habían contentado, por lo que ella había leído, con mantenerse a la sombra de Witt, cumpliendo sus órdenes y esperando como buitres a que este muriese.

Pero Zach era diferente y lo había sido desde el principio, desde que se había especulado acerca de quién era su verdadero padre. Había tenido problemas con la ley, y se rumoreaba que él y el viejo habían llegado en más de una ocasión a las manos. Cuando Zach todavía iba al instituto, había tenido lugar una de las mayores peleas entre ellos -la razón de la cual no había llegado a descubrir- y a Zach lo habían echado de casa y lo habían desheredado. Sólo desde hacía poco, antes de la muerte de Witt, había vuelto a formar parte de la familia.

Adria imaginaba que alguien que había, estado apartado de aquella familia durante tanto tiempo sería muy parecido a ella. Aunque por el momento parecía haberse equivocado. De manera que esa noche haría un llamamiento general, y si no al menos conseguiría llamar la atención de la familia Danvers.

«Era una farsante.»

Zach podía oler un fraude a un kilómetro de distancia. Y aquella mujer, con su pelo negro y sus misteriosos ojos azules, y con aquella mueca de irreverencia en la sonrisa, que pretendía hacerse pasar por London, era tan falsa como el famoso billete de tres dólares.

Pero no podía sacársela de la cabeza. Lo había intentado, pero ella seguía flotando en la superficie de su conciencia, jugando con sus pensamientos.

Estaba de mal humor a causa de la gran inauguración, así que se sirvió una bebida del bar que tenía en la habitación, y que había sido su casa durante los últimos cuatro meses, el mismo tipo de habitación en la que debería haber estado durmiendo la noche en que London fue secuestrada. Ahora la habitación del séptimo piso parecía diferente, ya que la decoración reflejaba más el ambiente de fin de siglo que el de los años setenta, pero todavía le recordaba de manera inquietante aquella noche. Witt estaba enfurecido, Kat llorando, y el resto de los chicos… los supervivientes… se lanzaban miradas desconfiadas unos a otros y a la policía.

Pasó un dedo sobre la superficie ahumada del vidrio de la ventana y luego se metió en el bolsillo la llave de la habitación. No tenía ganas de recordar el pasado y echaba la culpa a Adria por haber vuelto a rememorar aquella lejana época de su vida.

Ahora mismo, Zach solo deseaba marcharse de allí. Ya había cumplido con su parte del trato -que consistía en remodelar el hotel- y ahora quería recibir su recompensa, el precio que había acordado con Witt antes de que este muriera.

Había sido una escena muy dolorosa. Su padre había intentado romper el hielo reconociendo que estaba equivocado en cuanto a su infiel esposa, pero las palabras se habían enredado una y otra vez y habían acabado discutiendo. Zach había estado a punto de marcharse, pero Witt le había hecho volver sobre sus pasos.

– Si lo quieres, el rancho es tuyo, muchacho -le había anunciado Witt.

La mano de Zach se había detenido en el pomo de la puerta del estudio.

– ¿El rancho?

– Cuando muera.

– Olvídalo.

– Eso es lo que quieres, ¿no es así?

Zach se había dado la vuelta y se había quedado mirando a su padre con una expresión que podría cortar el acero.

– Si no recuerdo mal, tú siempre consigues lo que quieres, ¿no?

– Espera -le había suplicado su padre-. El rancho vale varios millones.

– Me importa una mierda tu dinero.

– Ah, de acuerdo. Así habla mi orgulloso hijo. -Witt estaba de pie al lado de la ventana, con una mano en el bolsillo y la otra rodeando un vaso de whisky irlandés-. Pero aun así lo quieres. ¿Para qué? -Sus cejas blancas se alzaron ligeramente-. ¿Nostalgia, acaso?

Aquel golpe le llegó hondo, pero Zach apenas se estremeció.

– Eso no importa.

– Es tuyo -resopló Witt. j

Zach no se iba a dejar convencer fácilmente por el viejo. Era lo suficientemente listo para saber que el rancho tenía un precio. Un alto precio.

– ¿Qué es lo que tengo que hacer?

– Nada complicado. Restaurar el viejo hotel.

– ¿Hacer qué?

– No me mires como si te estuviera pidiendo que te eches a volar. Tú tienes tu propia empresa de construcciones en Bend. Trae aquí a tu personal o contrata a gente nueva. El dinero no es problema. Solo quiero que el hotel vuelva a tener el mismo aspecto que cuando se construyó.

– Has perdido la cabeza. Eso costará una fortuna…

– Sé indulgente conmigo. Eso es todo lo que te pido -dijo Witt en voz baja-. Tú quieres el rancho y yo estoy encariñado con el hotel. Las explotaciones forestales, las inversiones, todo eso no me importa nada. Pero el hotel tiene clase. Era el mejor de su estilo en otra época. Y me gustaría verlo igual que antes.

– Contrata a otro.

Witt entornó los ojos mirando fijamente a su hijo y sorbió el último trago de su whisky.

– Quiero que lo hagas tú, muchacho. Y quiero que lo hagas por mí.

– Vete al infierno.

– Ya he estado allí. Y me parece que tú has tenido algo que ver en eso.

Zach tragó saliva. Nunca había saldado las cuentas con el viejo, pero sabía reconocer una rama de olivo cuando se la ponían delante de las narices. Y esta rama en concreto estaba unida por una cadena de plata al deseo de tener el rancho.