Se dirigió hacia el teléfono.
«Mamá.»
Era la voz de una niña asustada.
A Kat estuvo a punto de parársele el corazón. «¿London? ¿Chiquilla?» El sonido venía de la terraza y entraba por la rendija de las puertas entreabiertas. Aquello era una locura. Debería acercarse al teléfono y llamar a segundad del hotel. O llamar a la policía.
«¿Como hiciste antes?»
«¿Y acaso no te miraron como si estuvieras loca?»
«¿No viste cómo se intercambiaban miradas al darse cuenta de la cantidad de medicamentos que había sobre la mesilla de noche?»
«¿No recuerdas cómo te aconsejaron que "hablaras" con alguien?»
«¿Es eso lo que quieres que te vuelva a pasar?»
No.
Con el corazón saliéndosele del pecho, Kat abrió un poco más las puertas de la terraza -sobre las cuales ondeaban lentamente las cortinas- y el frío de diciembre se coló en la habitación. Entrevió una sombra en la oscuridad. Pequeña. Escalofriante.
«¿London?»
«¡Mi niña querida!»
Abrió las puertas de par en par.
Un soplo de viento helado le golpeó la cara.
La mezcla cacofónica del ruido de la calle -tráfico, música y voces- ascendió los diecinueve pisos.
La pequeña figura acurrucada se movió.
– ¡Oh, cariño…! -susurró Kat con un repentino nudo en la garganta.
Las luces del interior vacilaron. La figura se volvió hacia ella, y entre la niebla de su mente y la penumbra de la ciudad, Kat reconoció esa cara -que no era la de su hija desaparecida, sino una cara traicionera, malvada y mentirosa.
– ¡Tú! -gritó Kat tratando de alejarse a ciegas, pero sin conseguirlo. Demasiado tarde.
Unos dedos fuertes la agarraban por los hombros y la empujaban con todo su peso contra el pequeño muro de ladrillo que rodeaba la terraza. Kat gritó aterrorizada. Sus rodillas golpearon contra el centenario muro; intentó agarrarse a algo sin conseguirlo. Su cuerpo se estrelló contra el ladrillo, incapaz de resistirse al empuje de su atacante, que la lanzaba, hacia delante, hacia el vacío que se abría al otro lado del muro…
– ¡No! Dios mío. ¡No! -gritó Kat, viendo una mano que se agarraba a ella.
Unos dedos enguantados aferraban un trozo de ladrillo. Kat se agachó. ¡Bam!
Sintió un estallido de dolor detrás de los ojos. Luego se hundió en las tinieblas. Intentó agacharse, pero unas manos la levantaron, la empujaron hacia delante, con la barandilla hiriéndole la cintura y deshaciéndose bajo su peso.
Y de repente empezó a caer, cruzando sin esfuerzo el frío aire de la noche…
PRIMERA PARTE 1993
1
Si pudiera recordar.
Si pudiera saber la verdad.
Si pudiera estar segura de que no se trataba de una misión de locos. Levantó la vista hacia el oscuro cielo de octubre y sintió la leve llovizna de Oregón mojándole la cara. ¿Habría inclinado alguna vez la cabeza hacia atrás dejando que aquella misma humedad resbalase por sus labios y sus mejillas? ¿Se habría parado ya antes en esa misma esquina, justo enfrente del viejo hotel Danvers, agarrada a la mano de su madre, esperando a que el semáforo se pusiera en verde?
El tráfico avanzaba deprisa; los coches y los autobuses salpicaban agua cada vez que sus neumáticos saltaban por encima de los charcos. Bien embozada en su abrigo, ella tiritaba, aunque no a causa del aire frío del otoño o de la brisa que soplaba desde el húmedo y oscuro río Willamette, que estaba solo a unos pocos bloques al este. No, tiritaba al pensar en lo que estaba a punto de hacer: enfrentarse a su destino -o así se lo contaba a sí misma. Sabía que estaba a punto de librar la batalla de su vida.
Pero estaba decidida a hacerlo. Ahora no podía echarse atrás. Había viajado cientos de kilómetros, había sufrido un infierno de emociones, había pasado días enteros buscando en su memoria y había dedicado laboriosas horas a rebuscar en bibliotecas y hemerotecas de toda la zona noroeste, leyendo meticulosamente cada una de las crónicas, los artículos y las noticias que había podido encontrar sobre la familia Danvers.
Ahora sus planes estaban a punto de hacerse realidad. O de echarse a perder. Miró hacia el hoteclass="underline" siete pisos de arquitectura victoriana que en otro tiempo fue uno de los edificios más altos de la ciudad, y que ahora había quedado empequeñecido por sus homólogos de acero y hormigón, esos grandes rascacielos que cortaban el aire elevándose desde las estrechas calles de la ciudad.
«Que Dios me ayude», se dijo en un susurro. Por hermoso que fuera, el edificio del hotel Danvers le pareció de alguna manera siniestro, como si albergara secretos -oscuros secretos- que podrían cambiar el curso de su vida para siempre. Lo cual era completamente absurdo. Sin embargo, Adria sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el viento que soplaba por las estrechas calles de Portland.
Sin esperar a que el semáforo se pusiera en verde, cruzó la calle a la carrera, con los faldones del abrigo ondeando contra las fuertes ráfagas de viento. La luz del día empezaba a apagarse, mientras el sol amortajado de nubes se iba poniendo por detrás de las colinas del oeste, unas colmas que todavía conservaban bosques verdes y estaban salpicadas de lujosas mansiones.
Aunque el hotel Danvers estaba cerrado al público -como lo había estado durante los últimos cuatro meses, mientras se llevaban a cabo las obras de remodelación que pretendían devolverle su antigua grandeza decimonónica-, entró en el vestíbulo pasando por una puerta que habían dejado abierta para los trabajadores.
Las obras casi habían terminado. Durante los últimos dos días, Adria había estado observando los camiones de reparto que introducían mesas, sillas y otros muebles por la entrada de servicio. Hoy había llegado la mantelería y la vajilla, así como parte de la comida que anticipaba la gran inauguración prevista para el fin de semana.
Se comentaba que el clan Danvers al completo, con la primera esposa de Witt Danvers y sus cuatros hijos, estarían en la ciudad. Perfecto.
Un frío nudo de temor le apretó el estómago. Desde que supo del cierre y la reapertura del hotel, había estado planeando la manera de presentarse ante aquella familia, pero antes, para tantear al terreno, tenía que hablar con el encargado de relaciones públicas del hoteclass="underline" Zachary Danvers, el rebelde de la familia y segundo hijo varón de Witt. Según todos los artículos que había leído, Zachary nunca había encajado bien en el clan. El parecido entre todos los miembros de la familia Danvers -tan evidente en sus hermanos- había pasado por encima de él y durante sus años de juventud había tenido más de un roce con la ley. Sólo el dinero de su padre había podido mantener a Zachary alejado de problemas más serios, y los rumores decían que no solo era el último en la lista de favoritos de Witt, sino que había estado a punto de que se le suprimiera del testamento.
Sí, Zachary era el hombre al que tenía que ver en primer lugar. Había mirado sus fotografías tantas veces que sabía que podría reconocerlo sin ninguna dificultad. Con algo menos de un metro ochenta de altura, el pelo negro como el carbón, la piel oscura y unos profundos ojos grises rodeados de gruesas cejas, Zachary era el único de los hijos de Witt Danvers que no se parecía a su padre. Más delgado que sus hermanos, y que el hombre grandullón que lo había engendrado, tenía las facciones tan cinceladas como las colinas que miraban al océano Pacífico. Era un hombre de rasgos duros, curtido y con una boca sería que raramente había sido fotografiada sonriendo. Una cicatriz sobre la oreja derecha, que le llegaba hasta el nacimiento del pelo, y la nariz rota eran una muestra más de su temperamento violento.
En el vestíbulo se cruzó con dos hombres que se tambaleaban bajo el peso de un sofá envuelto en plástico. Oyó a unos obreros que discutían en la parte de atrás, y vio a unos cuantos trabajadores y empleados del hotel que iban del comedor a la cocina, que estaba situada justo enfrente de las puertas de entrada. La recibió un olor a productos de limpieza, aguarrás y barniz, y el vocerío del personal que le llegaba apagado por el ruido de las aspiradoras.