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Mientras los dos obreros depositaban el sofá al lado de la enorme chimenea, ella se detuvo en medio del vestíbulo y echó un vistazo a aquel hotel que en otro tiempo fuera el más opulento de Portland: un lugar donde se habían reunido los dignatarios y los padres de la ciudad, y donde se habían tomado las decisiones que conformarían y planearían el futuro de la misma. Miró hacia arriba, hacia las vidrieras de colores que se elevaban por encima de las puertas de entrada, por donde se colaban los últimos rayos del día, que iban a caer sobre un impoluto suelo -que se extendía ante el mostrador de recepción- con una luz de tonos ámbar, rosa y azulado.

Tragó saliva para deshacer un nudo que se le había formado en la garganta; aquel hotel era su herencia. Su patrimonio. Su futuro.

¿O no?

Solo había una manera de descubrirlo. Se dirigió a la amplia y curvada escalera que llevaba hasta la terraza.

– Oiga usted, señora, está cerrado.

Aquella voz, profunda y masculina, pertenecía a un hombre alto y fornido que se balanceaba encima de un andamio colocado a la altura del segundo piso. Estaba manipulando la lámpara de araña que pendía sobre el mostrador de recepción del vestíbulo.

Sin hacerle caso, empezó a subir los peldaños recubiertos de alfombra.

– Oiga, ¡estoy hablando con usted!

Dudó por un momento, con la mano agarrada al pasamanos. Aquello no iba a resultarle fácil, pero el electricista no era más que un pequeño escollo. El primero de muchos. Tratando de desarmarlo con una resuelta sonrisa, se dio la vuelta y levantó los hombros.

– ¿Es usted Zachary Danvers? -preguntó, sabiendo perfectamente que no se trataba de él.

– No, pero…

– ¿Es usted algún familiar de los Danvers?

– ¿Qué demonios dice? -Desde debajo de su gorra la miró frunciendo las cejas-. No, por supuesto que no. Pero no puede usted subir por ahí.

– Tengo una cita con Zachary Danvers -insistió ella con una voz fría y autoritaria.

– ¿Una cita? -repitió el electricista, quien obviamente no la creía.

– Una cita -contestó ella, mirando a aquel trabajador sin ceder ni un milímetro.

– Yo no sé nada de eso. Soy su capataz y no me ha dicho nada de ninguna cita -dijo él, mirándola receloso con cara de pocos amigos.

– Puede que lo haya olvidado -dijo ella, forzando una fría sonrisa-. Pero tengo que hablar con él o con algún miembro de la familia Danvers.

– Volverá dentro de media hora aproximadamente -le contestó él de mala gana.

– Le esperaré en el salón de baile.

– Oiga, no creo que…

Sin volver a mirarle acabó de subir deprisa los últimos peldaños. La alfombra amortiguaba el sonido de sus botas y su respiración se hizo un poco más rápida, signo de su estado de excitación.

– Mierda -dijo el electricista entre dientes, pero no se movió de su andamio y volvió a concentrarse en su trabajo-. Malditas mujeres.

El corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar, pero al llegar al rellano de la escalera dio media vuelta hacia la izquierda y abrió con los hombros las puertas dobles. La sala estaba a oscuras. Sintió que le faltaba el aire en los pulmones y buscó a tientas el interruptor de la luz.

De repente, con un derroche de resplandor, cientos de pequeñas lámparas en miniatura, que estaban suspendidas en candelabros en forma de lágrimas, iluminaron el salón de baile. El corazón le dio un vuelco ante la visión del pulido suelo de roble, de las hileras de altas ventanas de arco y de la deslumbrante luz que los varios centenares de pequeñas bombillas reflejaban en los cristales grabados.

Sintió un nudo en la garganta y parpadeó para refrenar las lágrimas. ¿Era allí donde había sucedido todo? ¿Donde el curso de su joven vida había dado un giro, desde un camino predestinado hacia un territorio inexplorado?

«¿Por qué?», se dijo, mordiéndose el labio inferior. Oh, Dios, ¿por qué no podía recordar?

La lluvia de octubre se deslizaba por su pelo y por el cuello de su chaqueta. Las hojas caídas, que estaban ya empapadas, se adherían a la acera y eran batidas por la leve llovizna de Oregón, que parecía ascender de las calles húmedas y amontonarse en las esquinas de los edificios. Coches, camionetas de reparto y camiones pasaban por las calles, con las luces de sus faros que apenas podían competir con la acuosa iluminación de las farolas.

Zachary Danvers estaba de mal humor. Aquel trabajo había durado demasiado y le había hecho perder mucho tiempo. El poco orgullo que sentía por la labor de renovación había quedado empañado. Trabajar allí le hacía sentirse hipócrita y agradecía que el trabajo estuviera a punto de terminar. Lanzando para sus adentros juramentos contra sí mismo, contra sus hermanos y especialmente contra su padre, empujó las puertas de vidrio del viejo hotel. Había desperdiciado allí un año de su vida. Un año. Y todo a causa de una promesa que le había hecho a su padre, un par de años antes, en su lecho de muerte. Y porque había sido codicioso.

Se le agrió el estómago con ese pensamiento. Posiblemente era más parecido al viejo de lo que le gustaría admitir.

El encargado del hotel, un tipo nervioso recién contratado, con el pelo fino y una nuez de la garganta que trabajaba a doble jornada, estaba hablando con el nuevo recepcionista, acodado sobre el amplio y lujoso mostrador de caoba, que era el orgullo del vestíbulo. Zachary había descubierto aquel estropeado mueble de oscura madera en una taberna centenaria situada en los bajos de un decrépito edificio en Burnside. El edificio de la taberna iba a ser demolido, así que Zach había decidido restaurar el mostrador y ahora la otrora deteriorada caoba brillaba bajo las luces del vestíbulo.

Todas las instalaciones del hotel habían sido reemplazadas por antigüedades, o por réplicas, y ahora el hotel podía alardear de volver a tener el auténtico encanto de finales del siglo XIX pero con comodidades del XX.

A los publicistas les habría encantado esa frase.

El porqué había estado de acuerdo en renovar aquel viejo edificio era algo que aún no comprendía, aunque estaba empezando a sospechar que estaba desarrollando un sentido latente de orgullo familiar. «Hijo de perra», murmuró para sus adentros. Estaba harto de la ciudad, del ruido, del aire contaminado, de las luces y sobre todo de los asuntos de su familia, o de lo que quedaba de ella.

– ¡Oye, Danvers, te están esperando! -le gritó su capataz, Frank Gillette, desde su puesto en el andamio a más de cinco metros del suelo del vestíbulo-. Hay una mujer en el salón de baile. Lleva ahí más de una hora.

– ¿Qué mujer? -preguntó Zach entornando los ojos.

– No me dijo su nombre. Me aseguró que tenía una cita contigo.

– ¿Conmigo?

– Eso es lo que dijo. -Frank empezó a bajar por la escalera de mano-. No quiso hablar conmigo puesto que no soy, y cito textualmente, «un miembro de la familia Danvers».

Frank saltó al suelo y se limpió el polvo de las manos. Sacó un arrugado pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se lo pasó por debajo de la visera de su gorra.

Se oyó un estrépito que venía desde algún lugar cerca de la cocina y luego un ruido de vajilla de plata que retumbó por todo el hotel.

– ¡Demonios! -gritó Frank mientras se daba la vuelta y miraba en dirección a la cocina-. Maldito Casey.

– ¿Es periodista?

– ¿La mujer? -preguntó Frank, sacando del bolsillo un paquete de cigarrillos-. Qué sé yo. Como te digo, yo no soy uno de los Danvers, de modo que no me lo dijo. Y no es que me hubiera importado pasar un rato con ella.

– ¿Es guapa?

– Rozando el diez -dijo Frank.

– Vaya.

– Mira, lo único que sé es que ya tenemos bastantes complicaciones aquí como para buscarnos una más. Se supone que nadie que no sea empleado puede andar por aquí. No quiero ni pensar en lo que pasaría si se tropieza, se rompe el cuello y lo descubre el inspector de trabajo…