Volvería. Siempre volvían. Hasta que el poder del dinero de la familia Danvers las alejaba de allí y las hacía desistir de sus descabellados sueños de hacerse con una pequeña parte de la fortuna del viejo.
«Vete con viento fresco», pensó él, pero en cuanto ella desapareció al doblar la esquina, sintió una premonición -como pisadas del demonio que ascendieran por su espalda- y supo con completa y absoluta certeza que esta de ahora -esta impostora que pretendía ser London Danvers- era, por alguna razón, muy diferente de las otras.
SEGUNDA PARTE 1974
2
– Feliz cumpleaños, cariño -susurró Katherine Danvers al oído de su marido, mientras bailaban sobre el pulido suelo del salón de baile.
Desde el pequeño escenario situado en una esquina, la banda de música empezó a tocar As time goes by y la melodía comenzó a correr como un rumor entre la gente.
– ¿Sorprendido? -preguntó ella acariciándole la cara, mientras los talones de sus zapatos de satén se movían al mismo ritmo de la música.
– Nada tuyo me sorprende -contestó él en voz baja.
Por supuesto, ya sabía que ella había reservado el salón de baile de aquel hotel bajo el nombre ficticio de una fraternidad. Había pasado sesenta años aprendiendo a ser el más perspicaz hombre de negocios de Portland, sin haber dejado de hacer algunas trampas. Abrazó a su esposa con fuerza y sintió que sus senos se apretaban contra él a través de su vestido de seda negra. Unos cuantos años antes se habría excitado solo con oler su perfume y con saber que no llevaba nada debajo del vestido: solo el vestido y un par de zapatos de tacón.
Ella le dirigió una mueca traviesa mientras el pianista tocaba el solo. Su pelo negro brillaba a la opaca luz de los candelabros suspendidos del techo abovedado, y sus ojos de un azul profundo lo miraron con coquetería a través de sus hermosas y tupidas pestañas.
En otro tiempo él hubiera dado toda su fortuna solo por pasar una noche con ella. Era inteligente y sensual, y sabía exactamente cómo complacer a un hombre. Él nunca le había preguntado cómo sabía ya tantas cosas sobre el placer del amor cuando se conocieron. Solo daba gracias de que hubiera sido su amante, devolviéndole el placer que él pensaba que había perdido en algún momento de su madurez.
Kat, un gatito al que le gustaba que le hicieran carantoñas, se metamorfoseaba en la cama en una gata salvaje, y durante unos cuantos años su desbordante energía sexual le había bastado para satisfacerse. Le había sido fiel desde el día en que se casó con ella y tenía la intención de pasar todas las noches de los próximos años con ella. Pero el deseo sexual no había durado mucho, como siempre pasa, y ahora ya no era capaz de recordar cuándo fue la última vez que habían hecho el amor. Un fuego cálido crepitó en la parte de atrás de su cuello al pensar en su impotencia. Incluso ahora, que sus muslos se apretaban contra él con intimidad y su lengua acariciaba una zona sensible detrás de su oreja, era incapaz de sentir algo, no se encendía en su sangre un fuego salvaje, ni notaba una agradable dureza entre sus piernas. Ni siquiera sus estimulantes caricias eran capaces de conseguir que tuviera una erección. Era todo un milagro que hubieran sido capaces de concebir un hijo.
Súbitamente enfadado dio media vuelta apartándose de ella, para enseguida volver a tomarla entre sus brazos. Ella se rió, con una risa gutural que rozaba lo desagradable. Pero a él le gustaba aquella risa. Le gustaba todo en ella. Aunque habría deseado poder echarla al suelo allí mismo y tomarla de la manera que a ella le gustaba ser poseída: como un animal, y con cuatrocientos ojos horrorizados mirándoles, mientras él demostraba que era todavía un hombre capaz de satisfacer a su mujer.
Ella había intentado todo tipo de estratagemas. Frívolos negligees. Ropa interior transparente, que resaltaba sus pezones y ligas negras que realzaban sus esbeltos muslos. Había tratado de seducirle con su lenguaje y con palabras picantes, y había hecho el papel de buscona en sus juegos de cama, pero nada había conseguido volver a excitarle, y la idea de que no era capaz de tener una erección, de que no podría volver a practicar el sexo durante el resto de su vida, le había provocado un vacío que le quemaba como el hielo líquido y hacía que su vida se estuviera convirtiendo en un infierno.
La canción terminó y él la apretó contra sí agarrándola suavemente por la espalda, para que ella se inclinase, pegada a él, con los ojos mirando fijamente a los suyos, con su pelo negro casi barriendo el suelo que había sido cubierto con pétalos de rosas. Sus pechos parecían hacer un esfuerzo por salirse del profundo escote de su vestido.
Ante la vista de todos los invitados, él colocó sus labios en el glorioso hueco entre sus senos y, como si estuviera tan caliente que no pudiese detenerse, la alzó de nuevo hasta ponerla de pie. Alrededor de ellos se oyeron risas y aplausos.
– ¡Eh, viejo verde! -gritó un hombre y Kat se sonrojó como si fuera una virgen inocente.
– Llévatela arriba. ¿A qué estás esperando? -gritó otro tipo de mediana edad-. ¿No va siendo hora de que tengáis un hijo?
– Más tarde -contestó Witt a los allí reunidos, contento de que ellos no conocieran su secreto y seguro de que Kat nunca diría una palabra acerca de su vergüenza. Un hijo. Si aquella multitud de amigos, conocidos y hombres de negocios supieran la verdad…
Ya no tendrían más hijos. Había engendrado tres testarudos hijos y una hija con su primera mujer, Eunice. Con Katherine solo había tenido a London. Su hija favorita, que tenía cuatro años. No se sentía culpable por haber dado más cariño a su hija pequeña que a todos los otros cuatro hijos juntos. Los otros chicos -algunos de ellos ya eran ahora adultos- le habían causado tantos dolores de cabeza como su madre. ¿Acaso había visto él en Eunice Prescott -una mujer flaca de lengua afilada, que entendía el sexo como una obligación- algo más que un objeto doméstico? Había llegado a pensar que era frígida… hasta que… Demonios, no quería recordar a Eunice engañándole con otro, riéndose de él.
Sintiéndose de mal humor a causa de la dirección que llevaban sus pensamientos, Witt escoltó a su mujer hasta el centro de la sala, donde, bajo las radiantes luces de los candelabros, estaba empezando a derretirse una escultura de hielo con la forma de un caballo en plena carrera. A su lado, salpicaba y borboteaba una fuente de champán de varios pisos.
La banda empezó a tocar In the mood, y unas cuantas parejas atrevidas comenzaron a evolucionar sobre el suelo de la pista de baile. Witt cogió una copa de la bandeja de plata y se bebió el champán de un largo trago.
– ¡Papi!
Miró hacia un lado y se encontró con London. Sus negros rizos bailando alrededor de su carita y sus rechonchos bracitos extendidos. Vestida con un traje azul marino con cuello y puños de encaje, corrió hacia él y se abalanzó en sus brazos abiertos que la esperaban.
Él la abrazó con fuerza, estrujando contra sí el terciopelo de su vestido y la levantó haciendo que sus piernas embutidas en calcetines blancos se balancearan alrededor de su cintura.
– ¿Te está gustando la fiesta, princesa?
Sus ojos cristalinos de color azul eran grandes y redondos, y en sus mejillas se reflejaba la excitación de las ocasiones especiales.
– Es impresionante.
– Así es -dijo él riendo.
– ¡Y hay mucho humo!
– No se lo digas a tu madre. Había planeado esto como una sorpresa especial y no queremos que se sienta mal, ¿verdad? -añadió Witt sonriendo, mientras le guiñaba un ojo a su hija.
Ella le devolvió el guiño y luego apretó su pequeña nariz respingona contra el cuello de él, haciendo que le llegara un olor de champú infantil. Ella le dio un tirón de la pajarita y él volvió a reírse. Nada podía hacerlo más feliz que aquel imparable remolino de preciosidad.