– Oye, que ese es mi trabajo -dijo Kat, sonriendo y separando amablemente los dedos de London del cuello de Witt. Besando la coronilla de su hija, añadió-: Deja en paz la pajarita de papá.
– ¿Quieres que bailemos? -preguntó Witt a su hijita y entre las cejas de Kat aparecieron esas pequeñas arrugas que significaban una silenciosa desaprobación. Pero Witt hizo como que no se había dado cuenta. Vació de un trago otra copa de champán y arrastró a una sonriente London hasta la pista de baile. La niña, su princesa, resoplaba de satisfacción.
– Es enfermizo, ¿no te parece? -observó Trisha desde su lugar al lado de la orquesta.
Estaba apoyada contra el piano de cola y bebía de una copa de tubo con irritación. Acababa de cumplir veintiún años.
Zachary se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a los gestos teatrales de su padre y hacía tiempo que no le interesaba lo que hiciera Witt. Él y su padre nunca se habían llevado bien, y las cosas no habían hecho más que empeorar desde que Witt se divorciara de su primera esposa para casarse con una mujer que solo tenía siete años más que el mayor de sus hijos, Jason, el hermano de Zachary. A decir verdad, Zachary no tenía ningunas ganas de estar ahí, y solo había ido porque le habían obligado. No veía el momento para escapar del humo y del ruido del salón de baile, lleno de gente vieja y aburrida, todos una pandilla de sanguijuelas.
– Papá no puede apartar las manos de Kat -dijo Trisha con una voz un tanto chirriante-. Es obsceno. -Tomó otro trago de su copa-. Viejo pelmazo lujurioso.
– Cuidado, Trisha -dijo Jason, reuniéndose con sus hermanos-. Seguro que papá tiene espías por todas partes.
– Muy divertido -dijo Trisha, dejando caer su largo pelo castaño sobre un hombro. Pero no se reía. Sus sosos y apagados ojos azules observaban sin cesar a la multitud como si estuvieran buscando algo o a alguien.
– Tú sabes que a la mitad de los que hay aquí les encantaría ver a papá dando un tropiezo -dijo Jason, entornando los ojos.
– Son todos amigos suyos -arguyó Trisha.
– Y enemigos -añadió Jason, apoyando una cadera contra el piano, mientras la banda descendía del escenario para hacer una pausa.
Se quedó mirando a su padre, que todavía llevaba a London de la mano y se paseaba entre la gente, yendo de un lado para otro sin que la niña se apartara de su lado.
– ¿Y a quién le importa? -preguntó Zachary.
– Ya habló el rebelde -contestó Jason, sonriendo por debajo de su bigote con aquella famosa sonrisa que sacaba a Zach de sus casillas.
Jason se comportaba siempre como si lo supiera todo. Con veintitrés años, Jason estaba estudiando derecho y era seis años mayor que Zach, un detalle que nunca dejaba que su rebelde hermano olvidara.
Zach tiró del cuello de la camisa de su esmoquin. No podía tragar a Jason más de lo que tragaba a su hermana, Trisha. Los dos estaban muy preocupados por el viejo y por sus cuentas bancarias.
Dejando a Jason y a Trisha que se ocuparan de Witt y de su afecto por London, Zach se escabulló entre la multitud.
Se las apañó para coger una copa de champán de una mesa que estaba vacía y luego se sentó en el alféizar de uno de los altos ventanales abovedados, que miraban a la ciudad, dándole la espalda a la fiesta. Sintió algo de satisfacción al mirar por la ventana hacia la cálida noche de junio, mientras bebía su champán. Un fluido constante de tráfico avanzaba por la calle. Las luces de los vehículos parpadeaban borrosas, mientras coches y camiones iban y venían entre el centro y el enorme río Willamette, un perezoso caudal de aguas negras que separaba las zonas este y oeste de la ciudad. El vapor se elevaba de las calles y el índice de humedad era realmente alto.
En la distancia, más allá de donde se extendían las luces de la ciudad, una cordillera de montañas, las Cascades, cerraba el horizonte. Las nubes de tormenta que se habían ido juntando a lo largo del día impedían la visión de las estrellas, y las centelleantes luces de los cruces añadían una inesperada tensión a la salobre noche. Zach terminó su champán y, esperando que nadie se diera cuenta, medio enterró su copa vacía en la tierra de una maceta que rodeaba un árbol de interior.
Se sentía fuera de lugar, como siempre le había sucedido con su familia. Aquella pajarita que Kat le había hecho llevar al cuello le hacía sentirse más consciente de lo diferente que era de sus hermanos. Ni siquiera se parecía al resto del clan Danvers, todo ellos de piel blanca y ojos azules, y que se distinguían por un color de pelo que iba del rubio al castaño claro.
Él se parecía a su hermanastra, London, más que a ningún otro miembro de la familia. Lo cual no le hacía ganar puntos a los ojos de Jason, de Trisha o de Nelson, su hermano pequeño. En más de una ocasión, los tres habían declarado que odiaban a su hermanastra.
Soltó un bufido al pensar en London. No le importaba mucho aquella niña, ni en un sentido ni en otro. Muchas veces le molestaba. Pero todos los niños de cuatro años son inquietos, aunque eso no la hacía tan mala como los demás pretendían. De hecho, a Zach le parecía divertido que ya empezara a mostrar algunos de los rasgos que Kat había ido perfeccionando con el paso de los años. No era culpa suya que el viejo la tratara como si fuera una especie de piedra preciosa.
Como si le hubiera leído el pensamiento, London salió de entre la gente y se le agarró a una pierna. Él se dio la vuelta con la intención de decirle que se perdiera, pero en aquel momento la niña acababa de descubrir su copa medio enterrada en el tiesto.
– ¡Deja eso! -le susurró con un tono de voz severo.
Ella miró hacia arriba sorprendida y con un brillo travieso en los ojos. Dios, si al menos pudiera salir al balcón y fumarse un cigarrillo, otro vicio que tanto su padre como su madrastra desaprobaban, aunque Kat no salía nunca sin su pitillera de oro y a Witt le encantaba disfrutar de sus cigarros puros importados de La Habana.
La niña enterró más profundamente la copa en el tiesto y dijo:
– Escóndeme de mamá.
Y con una risita picara se acurrucó detrás de sus piernas.
– Oye, no me mezcles a mí en tus estúpidos juegos.
– Calla, ahí viene -siseó London.
«Genial. Esto es lo que me hacía falta.»
– ¿London? -La ronca voz de Kathenne sobresalió entre los acordes lentos de una balada.
Detrás de él, London intentaba sofocar una risita.
– London, ¿dónde estás? Ven aquí ahora mismo… es hora de irse a la cama. ¡Oh, ahí estás! -Katherine rodeó a un grupo con su práctica sonrisa siempre en su sitio. Moviendo las manos mientras pasaba, se dirigió directa al escondite de su traviesa hija como si fuera un experto sabueso.
– ¡No! -gritó London mientras su madre se aproximaba.
– Ven aquí, corazoncito, ya son casi las diez.
– ¡Me da igual!
– Será mejor que hagas lo que te dicen -le aconsejó Zachary mirando de reojo a su madrastra.
Sabía lo que su viejo había visto en aquella joven esposa. Katherine Danvers era probablemente la mujer más sexy que Zachary había visto en toda su vida. A sus diecisiete años ya sabía lo que era el deseo sexual irrefrenable. Caliente y abrasador, podía estallar en el cuerpo de un hombre y convertir su cerebro en picadillo.
– ¡Ven aquí! -dijo Katherine, agachándose para coger a su hija. La seda de su vestido se ajustó a su trasero y sus pechos parecían a punto de saltar fuera de la pronunciada abertura de su escote.
– Yo la llevaré a la cama -se ofreció otra mujer, la niñera de London, Ginny no sé qué.
Era una mujer bajita y poco agraciada, que vestía un uniforme de color verde oliva y unos zapatos de cordones. Al lado de Katherine, aquella mujer parecía una anticuada matrona, vieja y desaliñada, a pesar de que probablemente no tendría más de treinta años, o sea que no era mucho mayor que Kat.