Zach sabía que tenía que marcharse de allí, pero no podía hacerlo. Una honesta diosa prostituta. ¿Esperando a Jason? ¿Una puta que podría solo escucharle?
– Te conozco y no siempre estoy de acuerdo contigo, pero por una vez hazme caso, por el amor de Dios. Necesitas una mujer. Y esa no puede ser Kat. -Arqueando las cejas, metió una mano en el bolsillo, sacó de él la llave de una habitación de hotel y colocó el frío metal en la sudorosa palma de Zachary-. Está tres manzanas más abajo. El hotel Orion. Sophia. No te preocupes por el dinero. Todo está arreglado.
– No quiero…
– Hazte un favor a ti mismo. Olvídate de Kat. Y acuéstate con alguna chica.
Con una sonrisa amistosa, Jason se encaminó hacia el bar y dejó a Zach aferrando la maldita llave de hotel entre sus dedos húmedos. Tragando saliva, abrió la mano y miró la llave de la habitación 307, la llave de su mayoría de edad, la llave que podía liberarle de Kat. Dándose cuenta de repente de que alguno de los invitados de su padre podía haber oído su conversación con Jason, Zach metió la mano en lo más hondo del bolsillo y se preguntó cuántas personas de las que había m la fiesta se habrían dado cuenta de su humillación en a pista de baile. Cuántos de aquellos ojos, además de los de su padre y su hermano, habrían visto los labios de Kat rozando su oreja, o sus dedos sudorosos, inquietos por abrir la cremallera del vestido de Kat para rozar una de sus firmes nalgas. ¡Cielos, tenía que dejar de pensar en ella de aquella manera! La llave le pesaba en el bolsillo.
La orquesta empezó a interpretar Porque es un muchacho excelente. Aunque su mente estaba todavía en la misteriosa Sophia, la puta con corazón, Zach observó cómo introducían en la sala un carrito con un pastel enorme en forma de abeto decorado. Tenía sesenta velas en una hilera, como las luces que se ponen en los árboles de Navidad, colocadas sobre las hojas heladas del árbol. Las diminutas llamas bailaban y vacilaban mientras Witt, con la ayuda de Katherine y de London, las soplaba hasta quedarse sin aliento. Los invitados prorrumpieron en aplausos y risas, y Witt, como si fuera un novio, cortó un gran trozo de tarta y se lo metió en la boca a su esposa. Hubo una enorme ovación y Zach pensó que se iba a poner enfermo. Entonces, Katherine le devolvía el favor a su marido, y luego, sonriendo, se lamía los dedos con fruición.
Mientras London era conducida al piso de arriba, a una de las lujosas habitaciones reservadas para la familia Danvers, le pareció que el viejo empezaba a estar ya un poco achispado. Éste lanzó una dura mirada en dirección a Zach e, incluso en la sala llena de gente, Zach pudo leer la advertencia en los ojos de su padre. El corazón le dio un vuelco. Por la experiencia que daban los años, sabía que Witt no olvidaría que su joven esposa había estado coqueteando con su hijo. Al viejo no se le escapaba una, y tarde o temprano encontraría la ocasión de hacerles pagar por eso. Zach tenía ya varias cicatrices en el trasero causadas por los correazos de su padre. El día siguiente, a esa misma hora, probablemente tendría unas cuantas más, por lo menos cicatrices psicológicas. Witt Danvers era un hombre brutal. No iba a perdonar los sentimientos de Zach, y haría saber a su rebelde hijo que no le parecía una buena persona y que nunca llegaría a estar a la altura de sus expectativas, hiciera lo que hiciera en la vida.
Así que, ¿a quién le importaba un carajo lo que pensara el viejo?
Aquella llave le apretaba el muslo.
Witt y Katherine empezaron a bailar de nuevo, y la atención de su padre pasó de su segundo hijo a su esposa. Zach aprovechó la oportunidad para escabullirse de allí. Sin mirar hacia atrás, atravesó varios grupos de vociferantes invitados y abrió las puertas del salón que daban al descansillo, donde se detuvo para tomar aliento y tratar de disipar el mareo que sentía a causa del champán ingerido, ¿Qué estaba haciendo? No podía irse sin más de la fiesta. El viejo se pondría realmente furioso.
Bueno. Iba a dar a Witt Danvers una preocupación más.
Antes de cambiar de opinión, Zach se lanzó hacia la barandilla y bajó a toda prisa la amplia escalera.
– Eh, Zach, ¿adonde vas? -le preguntó Nelson, su hermano pequeño.
Con catorce años, Nelson -quien ahora estaba agarrado a la barandilla en mitad de la escalera, con su melena rubia casi tapándole los ojos- idolatraba a su contestatario hermano mayor.
– Ahora no -refunfuñó Zach. No necesitaba la adoración de aquel chiquillo más de lo que necesitaba la desaprobación de Witt.
– Pero…
– Tú no digas nadas, ¿de acuerdo, Nelson?
Sin hacer caso de Nelson, mientras el chico corría tras él escalera abajo, Zach atravesó a grandes zancadas el vestíbulo, en el que había sillones, lámparas de pie y satinadas mesas negras colocados alrededor de una gran chimenea.
Cuando hubo rebasado el mostrador de recepción y los tiestos con palmeras, avanzó con paso rápido intentando no pensar en las consecuencias de sus actos, en lo que pasaría cuando Witt descubriera que había desaparecido.
Fuera la noche era húmeda. El olor del río, traído por el viento, parecía pegarse a la piel de Zach. Se quitó la chaqueta y empezó a caminar más rápido, hacia el norte, tratando de calmar su ánimo y aclarar sus ideas.
Lo que estaba a punto de hacer era una locura, pero había consumido suficiente alcohol como para sentirse más audaz de lo que solía ser. De modo que ¿qué le importaba si el viejo lo descubría? ¿Lo echaría de la mansión de los Danvers y le obligaría a irse a vivir con su madre? Esa idea era un poco difícil de tragar.
En su fuero interno, una parte de él todavía apreciaba a la mujer que lo había engendrado, pero ella no se merecía su amor, no desde el momento en que los abandonó a todos ellos en la solitaria casa de la colina, con Witt. Zach no conocía toda la historia, pero lo esencial de la misma era que Witt había pillado a su mujer en la cama con su más odiado rival, Anthony Polidori. Ella había estado liada con él durante años, y para no exponerse a sí misma ni a su amante a la opinión pública, no tuvo más remedio que aceptar los términos de divorcio impuestos por Witt: le había dejado a los niños y había renunciado a la mayor parte de sus riquezas; a cambio había recibido una pensión y había podido evitar el feo escándalo de tener que testificar en un juicio por divorcio, en el que se la habría acusado de adúltera. Su posición social había quedado ilesa, pero no así las vidas de sus hijos.
De la misma manera que Zach sentía desprecio por el viejo, también sentía un reticente respeto por Witt Danvers y por el poder que parecía ejercer sobre la gente de la ciudad. En cuanto a su madre, Zach solo sentía un poco de odio por Eunice. Había avergonzado a su padre con un lío que había destrozado el corazón del viejo. Había sido Eunice la que había herido el orgullo de Witt Danvers de tal manera que, muchos años más tarde, Witt había caído en los brazos abiertos de Katherine LaRouche. Había conocido a Katherine en el hotel Empress de Victoria, en British Columbia. Y se había casado con ella aquella misma semana. Witt había explicado a sus hijos que Katherine procedía de una rica familia de Ontario. Aunque era treinta años más joven que él, se había convertido en la nueva madre de sus hijos.
La familia había sufrido una gran conmoción y los abogados de los Danvers se habían enfurecido, pero el daño ya estaba hecho. Katherine LaRouche, fuera quien fuera, se las había arreglado para convertirse en la esposa de uno de los hombres más ricos de Portland. En un principio se había portado bien con Zach, pero, recordando el pasado, se daba cuenta de que su actitud hacia él había ido modificándose de manera sutil con el paso de los años. Cuando había llegado a la adolescencia, se había dado cuenta de que ella lo vigilaba más de cerca, sin sacarle la vista de encima cada vez que él se quitaba la camisa, cada vez que nadaba en la piscina en pantalones cortos o cuando montaba a pelo alguno de sus caballos. Cuanto más se desarrollaban sus músculos, más aumentaba el interés de Katherine por su hijastro.