—Dijeron que habías muerto.
—Escapé. ¿Qué tal te ha ido, Beryl?
—Ya puedes verlo. Me estoy sometiendo a una cura.
—¿Una cura?
—Me aficioné a la trilina. ¿No lo ves? ¿No ves mis ojos, mi cara? Me deshizo. Pero significaba la paz. Como desconectar el alma. Sólo que un año más me habría matado. Ahora estoy en tratamiento. Me libraron de ello el mes pasado. Me están reconstruyendo el sistema a base de prótesis. Estoy rellena de plástico. Pero viva.
—Te volviste a casar? —preguntó Cassiday.
—Me dejó hace tiempo. He pasado sola cinco años. Sola con la trilina. Aunque por fin la he dejado. —Parpadeó penosamente—. Tú pareces relajado, Dick. Siempre fuiste muy tranquilo. Sereno y seguro de ti mismo. Tú nunca te entregarías a la trilina. Cógeme la mano, ¿quieres?
Cogió aquella garra seca. Sintió el calor que se desprendía de ella, la necesidad de amor. Algo semejante a una oleada lo inundó, un latido de anhelo que se filtraba a través de él y ascendía hasta las doradas, que vigilaban allá lejos.
—Una vez me amaste —dijo Beryl. Entonces éramos muy tontos los dos. Ámame de nuevo. Ayúdame a recuperarme. Necesito tu fuerza.
—Claro que te ayudaré —aseguró Cassiday.
Dejó el apartamento y se fue a comprar tres cubos de trilina. Al volver, activó uno de ellos y lo puso en la mano de Beryl. Los ojos verdes y lechosos giraron aterrados.
—¡No! —gimió.
El dolor que surgía de su alma destrozada era exquisito en su intensidad. Cassiday lo aceptó plenamente. Luego, ella apretó el puño y la droga entró en su metabolismo. Y de nuevo la inundó la paz.
Vean a la siguiente, con un amigo.
El anunciador dijo:
—El señor Cassiday está aquí.
—Que entre —contestó Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed.
La puerta se abrió con un resplandor, y Cassiday pasó por ella a un ambiente lujoso, de ónix y mármol. Rayos de palisandro dorado formaban un marco de madera pulido sobre el que yacía Mirabel. Indudablemente, disfrutaba con la sensación de la madera dura contra su grueso cuerpo. Una cascada de pelo de cristal coloreado le caía hasta los hombros. Había sido esposa de Cassiday durante dieciséis meses en 2346. Entonces era una chica delgada y tímida, pero apenas si la reconocía ahora en aquella mole de carne mimada y satisfecha.
—Te has casado bien —observó.
—A la tercera fue la vencida —asintió Mirabel—. Siéntate. ¿Una copa? ¿Ajusto el ambiente?
—Está bien así. —Seguía en pie—. Siempre deseaste una mansión lujosa, Mirabel. Fuiste la más intelectual de mis esposas, pero ansiabas la comodidad. Supongo que te sentirás cómoda ahora.
—Mucho.
—¿Feliz?
—Disfruto de mi comodidad —respondió Mirabel—. No leo mucho ya, pero me siento cómoda.
Cassiday observó lo que parecía ser una mantita arrugada, algo púrpura, suave y ocioso, que se acurrucaba en su regazo. Tenía varios ojos. Mirabel lo acariciaba con las manos.
—¿De Ganímedes? —preguntó él—. ¿Un animalito doméstico?
—Sí. Mi marido me lo trajo el año pasado. Me es muy querido.
—Todo el mundo los aprecia. Creo que son caros.
—Pero encantadores —dijo Mirabel—. Casi humanos. Muy devotos. Supongo que pensarás que soy tonta, pero se ha convertido en la cosa más importante de mi vida. Más que mi marido incluso. Le quiero, compréndelo. Estoy acostumbrada a que los demás me quieran, pero no hay muchas cosas a las que haya podido amar.
—¿Me dejas que lo vea? —preguntó Cassiday suavemente.
—Con cuidado.
—Desde luego.
Cogió aquella criatura de Ganímedes. Su textura era extraordinaria, lo más suave que había visto en su vida. Algo tembló de aprensión en el interior del cuerpo del animal. Cassiday detectó un temor semejante en Mirabel, mientras él sostenía a su querido animalito. Acarició a la criatura, que latió ahora afectuosamente. Bandas de iridiscencia brillaban al contacto de sus manos. Ella le preguntó:
—¿Qué haces ahora, Dick? ¿Algún trabajo para la línea espacial?
Ignoró la pregunta.
—Dime aquel verso de Shakespeare, Mirabel. Aquel sobre las moscas y los chicos traviesos.
En la frente pálida se marcaron unas arrugas.
—Es del Rey Lear —dijo—. Espera. Sí. Lo que las moscas son para los chicos traviesos, eso somos nosotros para los dioses. Nos matan para divertirse.
—Eso es —asintió Cassiday.
Sus grandes manos se enroscaron súbitamente en torno a la criatura de Ganímedes. Ésta se tornó de un gris mustio. Fibras sinuosas saltaron en su superficie reventada. Cassiday lo dejó caer al suelo. El grito de horror, dolor y pérdida que estalló en los labios de Mirabel casi lo anonadó, pero aceptó y transmitió aquel sentimiento.
—Moscas y muchachos traviesos —explicó—. Mi diversión, Mirabel. Soy un dios ahora, ¿lo sabías? —Su voz era serena y alegre—. Adiós. Y gracias.
Otra más que espera su visita, henchida de nueva vida.
Lureen Holstein Cassiday, de treinta y un años, pelo oscuro, ojos grandes y embarazada de siete meses, era la única de sus esposas que no había vuelto a casarse. Su habitación, en Nueva York, era pequeña y austera. Había sido una muchacha gordita cuando estuviera casada con Cassiday durante dos meses, hacía cinco años, y estaba mucho más gorda ahora, si bien él ignoraba hasta qué punto aquel aumento de tamaño se debía al embarazo.
—¿Te casarás ahora? —preguntó.
Sonriendo, ella agitó la cabeza.
—Tengo dinero y estimo mucho mi independencia. Jamás me metería en otra relación como la nuestra. Con nadie.
—¿Y el bebé? ¿Lo tendrás?
Asintió con vehemencia.
—¡He luchado mucho para conseguirlo! ¿Crees que fue fácil? ¡Dos años de inseminaciones! ¡Una fortuna en facturas! Con máquinas rodeándome por todas partes, baterías elevadoras de la fertilidad… No se trata de un niño no deseado. Me ha costado mucho lograrlo.
—Interesante —dijo Cassiday—. Visité también a Mirabel y a Beryl. Cada una de ellas tenía su propio bebé. A su estilo. Mirabel tenía una bestezuela de Ganímedes; Beryl, su dependencia de la trilina, y se sentía muy orgullosa de desembarazarse de ella. Y tú un bebé que has concebido sin ayuda del hombre. Las tres buscabais algo… Resulta interesante.
—¿Te encuentras bien, Dick?
—Muy bien.
—Tu voz suena tan monótona… Y dices unas cosas… Me asustas un poco.
—Sí… ¿Sabes hasta qué punto fui amable con Beryl? Le compré unos cubos de trilina. Y cogí al animalito de Mirabel y le rompí el… Bueno, no el cuello. Lo hice tranquilamente. Nunca fui un hombre apasionado.
—Creo que te has vuelto loco, Dick.
—Siento tu temor. Crees que voy a hacerle algo a tu bebé. El temor no me interesa, Lureen. En cambio el dolor… Sí, eso vale la pena analizarlo. La desolación. Quiero estudiarla. Quiero ayudarlas a ellas a estudiarlo. Creo que es lo que ellas desean conocer. No huyas de mí, Lureen. No quiero herirte, no así.
Era pequeña, no muy fuerte y estaba torpe por el embarazo. Cassiday la asió suavemente por las muñecas y la atrajo hacia sí. Sentía ya las nuevas emociones que surgían en Lureen, la autocompasión tras el terror. Y aún no le había hecho nada…
¿Cómo se mataba a un feto a dos meses del término?
¿Un golpe brutal en el vientre? No, demasiado grosero, demasiado bestial. Sin embargo, Cassiday no había ido allí armado de abortivos, una píldora de ergotina, un rápido inductor de espasmos. Alzó la rodilla bruscamente, lamentando aquella vulgaridad. Lureen se encogió. La golpeó por segunda vez, esforzándose por hacerlo con toda serenidad, pues sería un error gozarse en la violencia. Un tercer golpe parecía lo indicado. Al fin, la soltó.