Paul Auster
Mr. Vértigo
Traducción de Maribel De Juan
I
Yo tenía doce años la primera vez que anduve sobre el agua. El hombre vestido de negro me enseñó a hacerlo, y no voy a presumir de haber aprendido el truco de la noche a la mañana. El maestro Yehudi me encontró cuando yo tenía nueve años y era un huérfano que mendigaba monedas de cinco centavos por las calles de Saint Louis, y trabajó conmigo constantemente durante tres años antes de permitirme mostrar mi número en público. Eso fue en 1927, el año de Babe Ruth y Charles Lindbergh, precisamente el año en que la noche empezó a caer sobre el mundo para siempre. Lo representé hasta pocos días antes del crac de octubre del 29, y lo que hacía era más grande que nada de lo que esos dos caballeros hubiesen podido soñar. Hacía lo que ningún norteamericano había hecho antes que yo y nadie ha hecho desde entonces.
El maestro Yehudi me eligió porque yo era el más pequeño, el más sucio y el más abyecto.
– No eres mejor que un animal -dijo-, un pedazo de nada humana.
Ésa fue la primera frase que me dirigió, y aunque han pasado sesenta y ocho años desde esa noche, es como si todavía pudiese oír las palabras saliendo de la boca del maestro.
– No eres mejor que un animal. Si te quedas donde estás, habrás muerto antes de que acabe el invierno. Si vienes conmigo, te enseñaré a volar.
– No hay nadie que pueda volar, señor -dije-. Eso es lo que hacen los pájaros, y estoy seguro de que yo no soy un pájaro.
– Tú no sabes nada -dijo el maestro Yehudi-. No sabes nada porque no eres nada. Si no te he enseñado a volar antes de que cumplas los trece años, puedes cortarme la cabeza con un hacha. Te lo pondré por escrito si quieres. Si no cumplo con mi promesa, mi suerte estará en tus manos.
Era un sábado por la noche a principios de noviembre y estábamos de pie delante del Café Paraíso, una taberna fina del centro que tenía una orquesta de jazz compuesta por músicos de color, y vendedoras de cigarrillos con vestidos transparentes. Yo solía merodear por allí los fines de semana tendiendo la mano, haciendo recados y buscando taxis para los ricachos. Al principio pensé que el maestro Yehudi era sólo un borracho más, un rico buscador de alcohol que se tambaleaba por la noche vestido con un esmoquin negro y un sombrero de copa de seda. Su acento era extraño, por lo que me figuré que no era de la ciudad, pero eso me tenía absolutamente sin cuidado. Los borrachos dicen cosas estúpidas, y el asunto aquel de volar no era más estúpido que la mayoría de ellas.
– Si subes demasiado alto por los aires -dije-, puedes romperte el cuello cuando bajas.
– Hablaremos de la técnica más tarde -dijo el maestro-. No es una habilidad fácil de aprender, pero si me escuchas y obedeces mis instrucciones, los dos acabaremos siendo millonarios.
– Usted ya es millonario -dije-. ¿Para qué me necesita?
– Porque, mi desgraciado golfillo, apenas tengo dos monedas para que tintineen la una contra la otra. Puede que te parezca un capitalista sinvergüenza, pero eso es sólo porque tienes serrín en lugar de cerebro. Escúchame atentamente. Te estoy ofreciendo la oportunidad de tu vida, y sólo tendrás esa oportunidad una vez. Tengo billete para el Blue Bird Special que sale a las seis treinta de la mañana y si no subes tu esqueleto a ese tren, ésta será la última vez que me veas.
– Todavía no ha contestado usted a mi pregunta -dije.
– Porque eres la respuesta a mis plegarias, hijo. Por eso te necesito. Porque tienes el don.
– ¿Don? Yo no tengo ningún don. Y aunque lo tuviera, ¿cómo iba usted a saberlo, Señor Elegantón? Sólo hace un minuto que ha empezado a hablar conmigo.
– Te equivocas otra vez -dijo el maestro Yehudi-. Llevo una semana observándote. Y si crees que a tus tíos les daría pena que te fueses, entonces es que no sabes con quién has estado viviendo durante los últimos cuatro años.
– ¿Mis tíos? -dije, comprendiendo de repente que aquel hombre no era ningún borracho de sábado por la noche. Era algo peor que eso: un inspector de escolarización, y, tan seguro como que estaba allí de pie, me encontraba metido en la mierda hasta las rodillas.
– Tu tío Slim es un caso perdido -continuó el maestro, tomándose su tiempo ahora que tenía toda mi atención-. Yo no sabía que un ciudadano norteamericano pudiera ser tan tonto. No sólo huele mal, sino que es miserable y más feo que Picio. No me extraña que te hayas convertido en un pilluelo con cara de comadreja. Tu tío y yo tuvimos una larga conversación esta mañana, y está dispuesto a dejarte marchar sin que un solo centavo cambie de manos. Imagínate, muchacho. Ni siquiera he tenido que pagar por ti. Y esa cerda rolliza a quien llama su esposa se quedó allí sentada y no dijo una palabra en tu defensa. Si eso es lo mejor que has podido encontrar como familia, tienes suerte de librarte de ellos. La decisión es tuya, pero aunque me rechaces, quizá no sería muy buena idea que volvieses. Se llevarían una desilusión al verte, te lo aseguro. Se quedarían mudos de pena, no sé si me entiendes.
Puede que yo fuese un animal, pero incluso el animal más inferior tiene sentimientos, y cuando el maestro me dio esta noticia, me sentí como si me hubiesen dado un puñetazo. El tío Slim y la tía Peg no eran nada sensacional, pero yo vivía en su hogar y me dejó seco el enterarme de que no me querían. Después de todo, yo sólo tenía nueve años. Aunque era duro para esa edad, no era ni la mitad de duro de lo que fingía ser, y si el maestro no hubiese estado mirándome en ese momento con aquellos ojos oscuros que tenía, probablemente habría comenzado a berrear allí mismo, en la calle.
Cuando pienso ahora en aquella noche, todavía no estoy seguro de si me estaba diciendo la verdad o no. Puede que hubiese hablado con mis tíos, pero también es posible que se hubiese inventado toda la historia. No dudo de que los había visto -sus descripciones eran clavadas-, pero, conociendo a mi tío Slim, me parece casi imposible que me hubiese dejado ir sin sacar algún dinero del asunto. No digo que el maestro Yehudi le estafara, pero dado lo que sucedió después, no hay duda de que el muy bastardo se sintió perjudicado, tanto si la justicia estaba de su lado como si no. No voy a perder el tiempo ahora preguntándome por eso. El resultado fue que me tragué lo que el maestro me dijo, y a la larga eso es lo único que vale la pena contar. Me convenció de que no podía volver a casa, y una vez que acepté eso, me importó un comino lo que fuera de mí. Así es como él debía querer que me sintiera, completamente desconcertado y perdido. Si no ves ninguna razón para continuar viviendo, es difícil que te importe mucho lo que pueda ocurrirte. Te dices que desearías estar muerto y después de eso descubres que estás listo para cualquier cosa, incluso para un disparate como desaparecer en la noche con un extraño.
– De acuerdo, señor -dije, bajando la voz un par de octavas y dirigiéndole mi mejor mirada asesina-, ha hecho usted un trato. Pero si no cumple conmigo como ha dicho, puede usted despedirse de su cabeza. Puede que yo sea pequeño, pero nunca permito que un hombre olvide una promesa.
Aún era de noche cuando subimos al tren. Rodamos hacia el oeste adentrándonos en el amanecer y atravesamos el estado de Missouri mientras la débil luz de noviembre luchaba por abrirse paso entre las nubes. Yo no había salido de Saint Louis desde el día en que enterraron a mi madre, y fue un mundo sombrío el que descubrí aquella mañana: gris y yermo, con interminables campos de maíz marchito flanqueándonos a ambos lados. Llegamos a Kansas City un poco después de mediodía, pero en todas las horas que pasamos juntos creo que el maestro Yehudi no me dirigió mas de tres o cuatro palabras. Se pasó la mayor parte del tiempo dormido dando cabezadas con el sombrero tapándole la cara, pero yo estaba demasiado asustado para hacer cualquier cosa que no fuera mirar por la ventanilla, contemplando la tierra que se deslizaba junto a mí mientras reflexionaba sobre el lío en el que me había metido. Mis amigos de Saint Louis me habían advertido contra los tipos como el maestro Yehudi: hombres solitarios carentes de ocupación y con malvados designios, pervertidos que acechaban en busca de niños que obedecieran sus órdenes. Ya era bastante malo imaginar que él me quitaba la ropa y me tocaba donde yo no deseaba que me tocasen, pero eso no era nada comparado con algunos de los otros temores que entrechocaban dentro de mi cráneo. Había oído la historia de un niño que se había marchado con un desconocido y nunca se volvió a saber de él. Más adelante, el hombre confesó que lo había cortado en pedazos pequeños y lo había cocinado para cenar. A otro niño lo habían encadenado a la pared en un oscuro sótano y no le habían dado nada de comer excepto pan y agua durante seis meses. A otro le habían arrancado la piel a tiras. Ahora que tenía tiempo para considerar lo que había hecho, pensaba que tal vez me esperaba la misma suerte. Había caído en las garras de un monstruo, y si resultaba ser la mitad de siniestro de lo que parecía, lo más probable es que yo no volviera a ver amanecer.