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Pasamos por delante del establo y nos dirigimos al cobertizo de las herramientas, una desvencijada y pequeña estructura con el tejado hundido y las paredes hechas de tablas sin pintar. El maestro Yehudi abrió la puerta y se quedó allí en silencio durante un largo momento, mirando fijamente la oscura mezcolanza de objetos de metal que había dentro. Al fin alargó el brazo y sacó una pala, un utensilio herrumbroso que debía de pesar ocho o diez kilos. Me puso la pala en las manos y yo me sentí orgulloso de llevársela cuando echamos a andar de nuevo. Seguimos el borde del maizal más próximo, y recuerdo que hacía una mañana espléndida, llena de petirrojos y azulejos que volaban como saetas, y mi piel cosquilleaba con una extraña sensación de vitalidad por la bendición del calor del sol que caía sobre mi. Poco a poco llegamos a un trozo de tierra sin labrar, un trecho pelado en la linde entre dos campos, y el maestro se volvió hacia mí y me dijo:

– Aquí es donde vamos a hacer el hoyo. ¿Quieres cavar tú o prefieres que lo haga yo?

Lo intenté con mi mejor voluntad, pero mis brazos no pudieron. Yo era demasiado pequeño para manejar una pala tan pesada, y cuando el maestro me vio esforzándome para clavarla en la tierra, no digamos para que la pala se deslizara bajo ella, me dijo que me sentara y descansara, que él terminaría el trabajo. Durante las dos horas siguientes vi cómo transformaba aquel pedazo de tierra en una inmensa cavidad, un hoyo tan ancho y profundo como la tumba de un gigante. Trabajaba tan deprisa que parecía que la tierra se lo iba tragando, y al cabo de un rato había cavado tan hondo que yo ya no veía su cabeza. Oía sus gruñidos, los resoplidos de locomotora que acompañaban cada golpe de la pala, y luego una paletada de tierra suelta salía volando a la superficie, permanecía un segundo en el aire y caía sobre el montón que iba creciendo alrededor del hoyo. Siguió en la tarea como si hubiera diez hombres, un ejército de cavadores decididos a hacer un túnel que llegara hasta Australia, y cuando finalmente se detuvo y salió de la fosa, estaba tan manchado de tierra y sudor que parecía un hombre hecho de carbón, un demacrado actor de variedades a punto de morirse con el maquillaje negro sobre la cara. Yo nunca había visto a nadie jadear tan fuerte, nunca había visto un cuerpo tan falto de aliento, y cuando se tiró al suelo y no se movió durante diez minutos yo estaba seguro de que el corazón estaba a punto de fallarle.

Estaba demasiado asustado para hablar. Estudiaba la caja torácica del maestro en busca de señales de colapso, pasando de la alegría a la tristeza a medida que su pecho subía y bajaba, subía y bajaba, hinchándose y encogiéndose contra el largo horizonte azul. Hacia la mitad de mi vigilia, una nube se situó delante del sol y el cielo se volvió ominosamente oscuro. Pensé que era el ángel de la muerte que pasaba sobre nuestras cabezas, pero los pulmones del maestro Yehudi continuaron bombeando, mientras el aire se iluminaba de nuevo lentamente, y un momento más tarde él se sentó y sonrió, limpiándose la suciedad de la cara.

– Bueno -dijo-, ¿qué te parece nuestro hoyo?

– Es un hoyo estupendo -dije-, tan profundo y bonito como pueda serlo un hoyo.

– Me alegro de que te guste, porque tú y ese hoyo vais a tener una relación íntima durante las próximas veinticuatro horas.

– No me importa. Me parece un sitio interesante. Con tal de que no llueva, puede ser divertido estar sentado ahí algún tiempo.

– No tienes por qué preocuparte de la lluvia, Walt.

– ¿Es usted el hombre del tiempo, o qué? Puede que no se haya dado cuenta, pero aquí las condiciones cambian cada quince minutos o cosa así. Tratándose del tiempo, Kansas es de lo más voluble que hay.

– Cierto. No se puede confiar en los cielos en esta región. Pero no digo que no vaya a llover. Sólo que no tienes por qué preocuparte si llueve.

– Claro, déme algo para cubrirme, una de esas cosas de lona, una tela encerada. Esa es una buena idea. Uno no puede equivocarse si prevé lo peor.

– No voy a meterte ahí para que te diviertas. Tendrás un respiradero, por supuesto, un largo tubo que tendrás que mantener en la boca para respirar, pero por lo demás vas a estar bastante húmedo e incómodo. Una incomodidad claustrofóbica y agusanada, si me perdonas por decírtelo. Dudo que olvides la experiencia mientras vivas.

– Ya sé que soy lerdo, pero si no deja usted de hablar en acertijos, estaremos aquí todo el día antes de que yo pille lo que quiere decir.

– Voy a enterrarte, hijo.

– ¿Qué ha dicho?

– Voy a meterte en ese hoyo, cubrirte de tierra y enterrarte vivo.

– ¿Y espera usted que acepte eso?

– No tienes elección. O te metes ahí por tu propia voluntad, o te estrangulo con mis dos manos desnudas. En un caso vivirás una vida larga y próspera; en el otro tu vida termina dentro de treinta segundos.

Así que me dejé enterrar vivo, una experiencia que no le recomendaría a nadie. Por muy desagradable que suene la idea, la realidad resulta muchísimo peor, y una vez que has pasado algún tiempo en las entrañas de la nada como me ocurrió a mí, el mundo nunca vuelve a parecerte el mismo. Se vuelve inexpresablemente más bello, pero esa belleza está empapada de una luz tan efímera, tan irreal, que nunca adquiere ninguna sustancia, y aunque puedes verla y tocarla como siempre, una parte de ti entiende que no es más que un espejismo. No es agradable sentir la tierra encima de ti, su peso y su frialdad, ser presa del pánico de una inmovilidad que parece la de la muerte, pero el verdadero terror no empieza hasta más tarde, hasta que te han desenterrado y puedes volver a andar nuevamente. A partir de entonces, todo lo que te sucede en la superficie está relacionado con esas horas que pasaste bajo tierra. Una pequeña semilla de locura ha quedado plantada en tu cabeza, y aunque has ganado la batalla de la supervivencia, casi todo lo demás lo has perdido. La muerte vive dentro de ti, comiéndose tu inocencia y tu esperanza, y al final no te queda nada más que la tierra, la solidez de la tierra, el eterno poder y triunfo de la tierra.

Así fue como empezó mi iniciación. Durante las semanas y los meses que siguieron viví más experiencias similares, un continuo alud de vejaciones. Cada prueba era más terrible que la anterior, y si conseguí no echarme atrás, fue sólo por una pura obstinación de reptil, una estúpida pasividad que se escondía en el centro de mi alma. No tenía nada que ver con la voluntad, la determinación o el valor. Yo no tenía ninguna de esas cualidades, y cuanto más me espoleaban, menos orgullo sentía por mis logros. Me flagelaron con un látigo; me tiraron de un caballo al galope; estuve atado al tejado del establo durante dos días sin comida ni agua; me untaron el cuerpo de miel y me dejaron desnudo bajo el calor de agosto mientras miles de moscas y avispas bullían sobre mí; estuve sentado en medio de un círculo de fuego toda una noche mientras mi cuerpo se chamuscaba y se cubría de ampollas; me sumergieron repetidas veces durante seis horas seguidas en una tina de vinagre; me cayó un rayo; bebí orines de vaca y comí excrementos de caballo; cogí un cuchillo y me cercené la primera falange del meñique izquierdo; colgué de las vigas del desván dentro de un haz de cuerdas durante tres días y tres noches. Hice estas cosas porque el maestro Yehudi me dijo que las hiciera, y aunque no pude llegar a amarle, tampoco le odié ni le guardé rencor por los sufrimientos que soporté. Él ya no tenía que amenazarme. Yo seguía sus órdenes con ciega obediencia, sin molestarme nunca en preguntarle cuál era su propósito. Me decía que saltara y yo saltaba. Me decía que dejara de respirar y yo dejaba de respirar. Era el hombre que me había prometido hacerme volar, y aunque nunca le creí, dejé que me utilizara como lo hacía. Teníamos un trato, después de todo, el pacto que habíamos hecho aquella primera noche en Saint Louis, y yo nunca lo olvidé. Si no cumplía lo prometido antes de mi decimotercer cumpleaños, le cortaría la cabeza con un hacha. No había nada personal en ese acuerdo; era una simple cuestión de justicia. Si el hijo de puta me fallaba, le mataría, y él lo sabía tan bien como yo.