– Tengo buenas noticias para ti -me dijo, sentándose y extendiendo el periódico sobre la mesa, de la cocina-. Tu equipo ha ganado. Espero que eso te alegre, porque dice aquí que hacía treinta y ocho años que no quedaban los primeros.
– ¿Mi equipo? -dije.
– Los Cardinals de Saint Louis. Ése es tu equipo, ¿no?
– Claro que sí. Estaré con esos cardenales hasta el final de los tiempos.
– Bueno, pues acaban de ganar la Serie Mundial. Según lo que dice aquí, el séptimo juego fue la competición más emocionante y fascinante que se haya visto nunca.
Así fue como me enteré de que mis chicos se habían convertido en los campeones de 1926. El maestro Yehudi me leyó el relato de la espectacular séptima entrada, cuando Grover Cleveland Alexander entró para eliminar a Tony Lazzeri con las bases llenas. Durante los primeros minutos, pensé que el maestro se lo estaba inventando. La última vez que había oído hablar de él, Alexander era el mandamás en la plantilla del Filadelfia, y Lazzeri era un nombre que no me decía nada. Sonaba como un montón de tallarines extranjeros cubiertos con salsa de ajo, pero el maestro me informó de que era un novato y de que Grover había sido traspasado a los Cardinals en mitad de la temporada. Había lanzado nueve entradas justamente el día anterior, obligando a los Yanks a terminar la serie con tres juegos por barba, y aquí estaba Rogers Hornsby sacándole del banquillo para parar una gran serie del equipo contrario. Y el tipo salió tranquilamente, borracho como una cuba por la juerga de la noche anterior, y se cargó a la joven estrella de Nueva York. De no ser por unos cinco centímetros, la historia habría sido otra. En el lanzamiento anterior al tercero, Lazzeri echó una pelota contra los asientos de la parte izquierda del campo, un gran golpe, ciertamente, que salió fuera en el último segundo. Era como para darle un ataque a cualquiera. Alexander aguantó durante la octava y la novena entradas para asegurarse la victoria, y, como remate, el juego y la serie terminaron cuando Babe Ruth, el único Sultán del Golpe Seco, fue eliminado al tratar de ganar la segunda base. Nunca se había visto nada semejante. Fue el partido más loco e infernal de la historia, y mis cardenales eran los campeones, el mejor equipo del mundo.
Aquello fue un hito para mí, un suceso crucial en mi joven vida, pero por lo demás el otoño fue una época sombría, un largo interludio de aburrimiento y tranquilidad. Al cabo de algún tiempo, me puse tan nervioso que le pregunté a Aesop si no le importaría enseñarme a leer. Él estaba más que dispuesto, pero primero tenía que hablarlo con el maestro Yehudi, y cuando el maestro dio su aprobación, confieso que me sentí un poco dolido. Siempre había dicho que quería mantenerme estúpido -que eso era una ventaja en lo que se refería a mi entrenamiento- y ahora se volvía atrás alegremente sin una explicación. Durante algún tiempo pensé que eso significaba que me había dado por imposible, y la decepción emponzoñó mi corazón, una pena solapada que derribaba todos mis brillantes sueños y los convertía en polvo. ¿Qué había hecho mal?, me preguntaba. ¿Por qué me abandonaba cuando más le necesitaba?
Así que aprendí las letras y los números con ayuda de Aesop, y una vez que empecé, me entraban tan rápidamente que me pregunté por qué le daban tanta importancia. Si no iba a volar, por lo menos podría convencer al maestro de que no era ningún imbécil, pero exigía tan poco esfuerzo que pronto me pareció una victoria vacía. Los ánimos de la casa se levantaron durante algún tiempo en noviembre cuando nuestra escasez de comida quedó eliminada de repente. Sin decirle a nadie de dónde había sacado el dinero para hacer tal cosa, el maestro había hecho en secreto un pedido de alimentos enlatados. Nos pareció un milagro cuando sucedió, un inesperado golpe de suerte. Una mañana llegó un camión a nuestra puerta y dos hombres corpulentos empezaron a descargar cajas de cartón de la trasera. Había cientos de cajas y cada una contenía dos docenas de latas: verduras de todas clases, carnes y caldos, pudines, albaricoques y melocotones en conserva, un río de inimaginable abundancia. Los hombres tardaron más de una hora en trasladar el cargamento al interior de la casa, y el maestro permaneció allí durante todo el tiempo con los brazos cruzados sobre el pecho y, sonriendo como un viejo búho astuto. Aesop y yo nos quedamos con la boca abierta, y al cabo de un rato él nos llamó para que nos acercáramos y nos puso una mano en el hombro a cada uno.
– No le llega ni a la suela del zapato a los platos cocinados por madre Sioux -dijo-, pero es mucho mejor que el puré de patatas, ¿eh, muchachos? Cuando vengan mal dadas, recordad con quién podéis contar. Por muy negras que sean nuestras dificultades, yo siempre encontraré la forma de salir de ellas.
No sé cómo se las había arreglado para resolverla, pero la crisis había terminado. Nuestra despensa estaba llena nuevamente y ya no nos levantábamos de la mesa ansiando más, ya no nos quejábamos de nuestras sonoras tripas. Se podría haber pensado que este cambio de situación le habría ganado nuestra imperecedera gratitud, pero la realidad fue que nos acostumbramos rápidamente a darlo por sentado. Al cabo de diez días nos parecía perfectamente normal comer bien, y al final del mes nos resultaba difícil recordar los días en que no había sido así. Eso es lo que ocurre con la necesidad. Mientras te falta algo, lo ansías sin cesar. Si pudiera tener eso, te dices a ti mismo, todos mis problemas se resolverían. Pero una vez que lo consigues, una vez que te ponen en las manos el objeto de tus deseos, empieza a perder su encanto. Otras necesidades se afirman, otros deseos se hacen sentir, y poco a poco descubres que estás de nuevo en el punto de partida. Así ocurrió con mis lecciones de lectura; así ocurrió con la recién encontrada abundancia que abarrotaba los armarios de la cocina. Yo había pensado que esas cosas supondrían una diferencia, pero al final no eran más que sombras, anhelos sustitutorios de lo único que realmente deseaba, que era precisamente lo que no podía tener. Necesitaba que el maestro me amara de nuevo. A eso se reducía la historia de aquellos meses. Ansiaba el afecto del maestro, y ninguna cantidad de comida iba a satisfacerme nunca. Después de dos años, había aprendido que todo lo que yo era venía directamente de él. Me había hecho a su propia imagen, y ahora ya no estaba allí para mí. Por razones que yo no podía comprender, sentía que le había perdido para siempre.
Nunca se me ocurrió pensar en la señora Witherspoon. Ni siquiera cuando madre Sioux dejó caer una indirecta una noche acerca de la «viuda» del maestro en Wichita até cabos. Yo estaba retrasado a ese respecto, era un sabelotodo de once años que no entendía nada de lo que sucedía entre los hombres y las mujeres. Suponía que era todo carnal, intermitentes espasmos de caprichosa lujuria, y cuando Aesop me habló de plantar su polla tiesa en un cálido chochito (él acababa de cumplir diecisiete años), inmediatamente pensé en las putas que había conocido en Saint Louis, las desaliñadas y chistosas muñecas que se paseaban arriba y abajo por las callejuelas a las dos de la madrugada, vendiendo sus cuerpos a cambio de frías y duras monedas. No sabía nada del amor adulto, del matrimonio o de los llamados sentimientos elevados. El único matrimonio que yo había visto era el de tío Slim y tía Peg, y aquélla era una combinación tan brutal, tal frenesí de mala baba, insultos y gritos, que probablemente era natural que fuese tan ignorante. Cuando el maestro se marchaba, yo me figuraba que estaría jugando al póquer en alguna parte o echándose al coleto una botella de matarratas en alguna taberna ilegal de Cibola. Nunca pensé que estuviera en Wichita cortejando a una señora de clase alta como Marion Witherspoon, y dejándose romper el corazón gradualmente en el proceso. Yo la había visto, pero estaba tan enfermo y febril en aquel momento que apenas la recordaba. Era una alucinación, una ficción nacida en las angustias de la muerte, y aunque su cara se iluminaba en mi mente de vez en cuando, no la creía real. En todo caso, pensaba que era mi madre, pero luego me asustaba, espantado de no poder reconocer al fantasma de mi propia madre.