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Pasé la mayor parte del invierno trabajando solo en el establo. Los animales estaban allí, pero no me hacían ningún caso y contemplaban mis proezas antigravitatorias con estúpida indiferencia. De vez en cuando el maestro pasaba por allí para ver cómo iba, pero, aparte de unas pocas palabras de estímulo, solía hablar poco. Enero resultó el mes más duro, y no hice ningún progreso. Para entonces la levitación me resultaba casi tan sencilla como respirar, pero estaba atascado en la misma despreciable altura de quince centímetros, y la idea de moverme por el aire me parecía imposible. No era que no pudiese aprender a hacer esas cosas, ni siquiera podía concebirlas, y por más que trabajaba a fin de persuadir a mi cuerpo para que las expresara, no podía encontrar el modo de comenzar. El maestro tampoco estaba en situación de ayudarme.

– Probar y corregir errores -decía-, probar y corregir errores, ése es el método. Ahora has llegado a la parte difícil y no puedes esperar alcanzar los cielos de la noche a la mañana.

A principios de febrero Aesop y el maestro Yehudi dejaron la granja para hacer un recorrido por los colegios y universidades del Este. Querían decidir dónde debía matricularse Aesop en septiembre y pensaban estar fuera un mes entero. No necesito añadir que rogué que me llevasen con ellos. Visitarían ciudades como Boston y Nueva York, gigantescas metrópolis con equipos de béisbol de primera, tranvías y máquinas tragaperras, y la idea de quedarme en el quinto infierno era un poco dura de tragar. Si hubiese estado haciendo algún progreso en mi elevación y locomoción, tal vez no habría sido tan espantoso que me dejaran allí, pero no estaba consiguiendo nada y le dije al maestro que un cambio de escenario era justamente lo que necesitaba para que los jugos fluyesen de nuevo. Se rió de aquella forma condescendiente tan suya y me dijo:

– Tu momento se acerca, campeón, pero ahora le toca el turno a Aesop. El pobre chico no ha visto una acera o un semáforo desde hace siete años, y es mi deber como padre enseñarle un poco del mundo. Los libros sólo sirven hasta cierto punto, después de todo. Llega un momento en que tienes que experimentar las cosas en carne propia.

– Hablando de la carne -dije, tragándome mi decepción-, no deje de ocuparse del compañerito de Aesop. Si hay una experiencia que ansía vivamente, es la oportunidad de ponerlo en algún sitio que no sea su propia mano.

– Pierde cuidado, Walt. Está en el orden del día. La señora Witherspoon me ha dado algo de dinero extra precisamente con ese propósito.

– Eso es muy considerado por su parte. Puede que haga lo mismo por mí algún día.

– Estoy seguro de que lo haría, pero dudo que vayas a necesitar su ayuda.

– Ya veremos. Tal y como están las cosas ahora mismo, no me interesa.

– Razón de más para que te quedes en Kansas y hagas tu trabajo. Si perseveras, puede que haya una sorpresa o dos esperándome cuando regrese.

Así que pasé el mes de febrero solo con madre Sioux, viendo caer la nieve y escuchando cómo soplaba el viento sobre la pradera. Durante las dos primeras semanas el tiempo fue tan frío que no fui capaz del esfuerzo de ir al establo. Pasaba la mayor parte del tiempo haraganeando por la casa, demasiado abatido para pensar en practicar mi numerito. Aun estando los dos solos, madre Sioux tenía que continuar con sus tareas domésticas, y con el esfuerzo adicional impuesto por su pierna mala, se cansaba más fácilmente que antes. Así y todo, yo la importunaba y la distraía, tratando de conseguir que hablara conmigo mientras hacía su trabajo. Durante más de dos años yo no había pensado mucho en nadie excepto en mí mismo, aceptando a la gente que me rodeaba más o menos como parecían ser en la superficie. Nunca me había molestado en sondear su pasado, nunca me había importado realmente saber quiénes habían sido antes de que yo entrara en sus vidas. Ahora, de pronto, fui presa de una necesidad compulsiva de enterarme de todo lo que pudiera acerca de cada uno de ellos. Creo que la cosa comenzó por lo mucho que les echaba de menos, al maestro y a Aesop sobre todo, pero también a la señora Witherspoon. Me había gustado tenerla en la casa, y el lugar resultaba mucho más aburrido desde que ella se había ido. Hacer preguntas era una forma de recuperarlos, y cuanto más hablaba de ellos madre Sioux, menos solo me sentía.

A pesar de toda mi insistencia, no le sacaba mucho durante el día. Alguna que otra anécdota, unos pocos comentarios sueltos o insinuaciones. La caída de la tarde era más propicia para la conversación, y, por mucho que la importunara, raras veces se ponía a hablar antes de que nos sentáramos a cenar. Madre Sioux era una persona callada, poco dada a la charla ociosa o el cotilleo, pero una vez que se instalaba en el estado de ánimo adecuado, no era mala contando historias. Su modo de expresarse era plano y no incluía muchos detalles pintorescos, pero tenía el don de hacer pausas de cuando en cuando en medio de una frase o una idea, y aquellas pequeñas interrupciones en el relato producían efectos bastante sorprendentes. Te daban la oportunidad de pensar, de continuar la historia tú mismo, y cuando ella la reanudaba, descubrías que tu cabeza estaba llena de toda clase de vívidas imágenes que no estaban allí antes.

Una noche, sin ningún motivo que yo pudiera entender, me llevó a su cuarto en el segundo piso. Me dijo que me sentara en la cama, y una vez me hube puesto cómodo, abrió la tapa de un viejo y baqueteado baúl que estaba en un rincón. Yo siempre había pensado que ella guardaba allí sus sábanas y mantas, pero resultó que estaba lleno de objetos de su pasado: fotografías y collares de cuentas, mocasines y vestidos de piel, puntas de flecha, recortes de periódico y flores secas. Uno por uno, trajo estos recuerdos hasta la cama, se sentó a mi lado y me explicó lo que significaban. Resultó ser verdad que había trabajado para Búfalo Bill, y lo que más me impresionó al mirar sus viejas fotos fue lo bonita que había sido entonces, vivaz y esbelta, con todos sus dientes blancos y dos largas y preciosas trenzas. Había sido una auténtica princesa india, una squaw de ensueño como las de las películas, y resultaba difícil asociar a aquella graciosa chica con la gorda lisiada que nos llevaba la casa, aceptar el hecho de que eran la misma persona. Había empezado cuando tenía dieciséis años, me dijo, en el apogeo de la moda de la Danza de los Espíritus que había barrido los territorios indios a finales de la década de 1880. Aquéllos eran malos tiempos, los años del fin del mundo, y los pieles rojas creían que la magia era lo único que podría salvarlos de la extinción. La caballería los acorralaba por todas partes, expulsándolos de las praderas y encerrándolos en pequeñas reservas, y los Casacas Azules tenían demasiados hombres para que un contraataque fuese viable. Bailar la Danza de los Espíritus era la última línea de la resistencia: sacudirte hasta el frenesí, saltar y brincar como los Holy Rollers [2] y los chiflados que presumían de haber recibido el don de lenguas. Entonces podías volar fuera de tu cuerpo y las balas del hombre blanco ya no te tocaban, ya no te mataban, ya no vaciaban tus venas de sangre. La danza prendió en todas partes y finalmente el propio Toro Sentado se unió a ella. El ejército de Estados Unidos se asustó, temiendo que se estuviera preparando una rebelión, y ordenó al tío abuelo de madre Sioux que detuviera aquello. Pero el viejo les dijo que se fueran al diablo, que él podía bailar en su propia tienda si le daba la gana. ¿Quiénes eran ellos para entrometerse en sus asuntos? Así que el general Casaca Azul (creo que su nombre era Miles, o Niles) llamó a Búfalo Bill para conferenciar con el jefe indio. Eran amigos de los tiempos en que Toro Sentado había trabajado en el Espectáculo del Salvaje Oeste, y Cody era casi el único rostro pálido del que se fiaba. Así que Bill fue hasta la reserva, en Dakota del Sur, como un buen soldado, pero, una vez allí, el general cambió de opinión y no le permitió reunirse con Toro Sentado. Bill estaba comprensiblemente enojado. Sin embargo, justo cuando iba a marcharse de allí hecho una furia, vio a la joven madre Sioux (cuyo nombre entonces era La Que Sonríe Como El Sol) y la contrató como miembro de su compañía. Por lo menos el viaje no había sido completamente en balde. Para madre Sioux probablemente supuso la diferencia entre la vida y la muerte. Unos días después de su partida hacia el mundo del espectáculo, Toro Sentado fue asesinado en una refriega con algunos soldados que le tenían prisionero, y poco después trescientas mujeres, niños y ancianos fueron muertos por un regimiento de caballería en la llamada batalla de Wounded Knee, que no fue tanto una batalla como una cacería de pavos, una matanza en masa de inocentes.

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[2] Miembros de una secta protestante cuyas reuniones de culto se caracterizan por una frenética excitación. (N. de la T.)