Había lágrimas en los ojos de madre Sioux cuando me hablaba de esto.
– La venganza de Custer -murmuró-. Yo tenía dos años cuando Caballo Loco le llenó el cuerpo de flechas, y cuando cumplí los dieciséis, no quedaba nada.
– Aesop me lo explicó una vez -dije-. Ahora lo tengo un poco borroso, pero recuerdo que me contó que no hubiese habido esclavos negros traídos de Africa si a los blancos les hubiesen dejado las manos libres con los indios. Dijo que querían convertir a los pieles rojas en esclavos, pero que el jefe católico del viejo país dijo que ni hablar. Así que los piratas fueron a África y cogieron a un montón de morenos y se los llevaron encadenados. Así es como me lo contó Aesop, y que yo sepa él nunca miente. A los indios debían tratarlos bien. Como eso de vivir y dejar vivir que el maestro dice siempre.
– Debían -contestó madre Sioux-. Pero deber no es lo mismo que hacer.
– Tiene usted razón, madre. Si no cumples lo que prometes, puedes hacer todas las promesas que quieras, pero no valen un pepino.
Después de eso sacó más fotos y luego empezó a enseñarme los programas de teatro, los carteles y los recortes de periódicos. Madre Sioux había actuado en todas partes, no sólo en Estados Unidos y Canadá, sino al otro lado del océano. Había actuado delante del rey y la reina de Inglaterra, le había dado su autógrafo al zar de Rusia y había bebido champán con Sarah Bernhardt. Tras cinco o seis años de gira con Búfalo Bill, se casó con un irlandés llamado Ted, un pequeño jockey que participaba en carreras de obstáculos en toda Gran Bretaña. Tenían una hija que se llamaba Narcisa, una casita de piedra con enredaderas de campanillas azules y rosales trepadores color de rosa en el jardín, y durante siete años su felicidad no conoció limites. Luego vino el desastre. Ted y Narcisa se mataron en un choque de trenes, y madre Sioux volvió a América con el corazón roto. Se casó con un fontanero que también se llamaba Ted, pero, al revés que Ted Uno, Ted Dos era un borracho y un camorrista, y poco a poco madre Sioux se dio a la bebida, tan grande era su pena cada vez que comparaba su nueva vida con la antigua. Acabaron viviendo en una chabola de cartón alquitranado en las afueras de Memphis, Tennessee, y de no ser por la repentina y afortunada aparición del maestro Yehudi en su camino una mañana del verano de 1912, madre Sioux habría sido un cadáver antes de tiempo. Él iba andando con el pequeño Aesop en sus brazos (justo dos días después de haberle salvado en el campo de algodón) cuando oyó gritos y chillidos procedentes de la destartalada choza que madre Sioux llamaba su hogar. Ted Dos estaba pegándole con sus peludos puños y ya le había saltado seis o siete dientes con los primeros golpes; y el maestro Yehudi, que nunca fue hombre que huyera de las dificultades, entró en la chabola, dejó al niño tullido suavemente en el suelo y puso fin a la trifulca acercándose furtivamente por la espalda a Ted Dos, clavando el pulgar y el dedo corazón en el cuello del rufián y aplicando suficiente presión como para despacharle a la tierra de los sueños. El maestro enjugó entonces la sangre de las encías y los labios de madre Sioux, la ayudó a levantarse y miró la miseria del cuarto. No necesitó más de doce segundos para tomar una decisión.
– Tengo una propuesta que hacerle -le dijo a la apaleada mujer-. Deje a este canalla tirado en el suelo y véngase conmigo. Tengo a un niño víctima del raquitismo que necesita una madre, y si usted acepta cuidarle, yo me comprometo a cuidarla. Yo nunca me quedo mucho tiempo en ninguna parte, así que tendrá que cogerle gusto a viajar, pero le juro por el alma de mi padre que nunca permitiré que usted y el niño pasen hambre.
El maestro tenía entonces veintinueve años y era un radiante ejemplar de hombre que lucía un bigote encerado con las puntas hacia arriba y una corbata impecablemente anudada. Madre Sioux se alió con él esa mañana y durante los siguientes quince años permaneció a su lado en todos los giros y cambios de su carrera, criando a Aesop como si fuera su propio hijo. No recuerdo todos los lugares de los que me habló, pero las mejores historias siempre parecían centrarse en Chicago, una ciudad que visitaban con frecuencia. De allí procedía la señora Witherspoon, y una vez que madre Sioux entró en ese tema, empezó a darme vueltas la cabeza. Sólo me hizo un somero resumen, pero los hechos desnudos eran tan curiosos, tan extrañamente teatrales, que no pasó mucho tiempo antes de que yo los hubiera adornado hasta convertirlos en una obra dramática completa. Marion Witherspoon se había casado con su difunto esposo cuando tenía veinte o veintiún años. Él se había criado en Kansas, hijo de una rica familia de Wichita, y se había marchado a la gran ciudad en el mismo momento en que recibió su herencia. Madre Sioux le describió como un guapo calavera amante de las diversiones, uno de esos melosos seductores que pueden meterse debajo de las faldas de una mujer gracias a su labia en menos tiempo del que tardaba Jim Thorpe, el famoso atleta, en atarse las zapatillas. La joven pareja vivió por todo lo alto durante tres o cuatro años, pero el señor Witherspoon tenía debilidad por los ponies, por no hablar de la afición a jugar una amistosa partida de cartas quince o veinte noches al mes, y, dado que mostraba más entusiasmo que habilidad en los vicios elegidos, su enorme fortuna fue reduciéndose a una miseria. Hacia el final, la situación se volvió tan desesperada que parecía que él y su esposa tendrían que regresar al hogar familiar en Wichita y que él, Charlie Witherspoon, el mundano jugador de polo y juerguista del North Side, tendría que buscarse un empleo de nueve a cinco en alguna deprimente compañía de seguros. Fue entonces cuando el maestro Yehudi entró en escena, en la trastienda de una sala de apuestas de Rush Street a las cuatro de la madrugada con el mencionado señor Witherspoon y dos o tres tipos anónimos, todos ellos sentados alrededor de una mesa cubierta de fieltro verde y sosteniendo naipes en las manos. Como dicen en los periódicos cómicos, aquélla no era la noche de Charlie, y él estaba a punto de ir a la quiebra, con tres jotas y un par de reyes y sin un céntimo que tirar al montón. El maestro Yehudi era el único que quedaba en la partida, y puesto que estaba claro que ésta iba a ser la última oportunidad que Charlie tendría en su vida, decidió jugarse el todo por el todo. Primero apostó su propiedad en Cibola, Kansas (que en otro tiempo había sido la granja de sus abuelos), firmando la cesión de la casa y las tierras en un pedazo de papel, y luego, cuando el maestro Yehudi aguantó y subió la apuesta, el caballero firmó otro pedazo de papel en el cual renunciaba a todo derecho sobre su propia esposa. El maestro Yehudi tenía cuatro sietes, y puesto que cuatro cartas iguales siempre ganan a un full, por mucha realeza que haya en ese full, ganó la granja y la mujer, y el pobre y derrotado Charlie Witherspoon, desesperado al fin, volvió dando tumbos a su casa al amanecer, entró en la habitación donde su esposa dormía, sacó un revolver de la mesilla de noche y se voló la tapa de los sesos allí mismo, sobre la cama.