Así fue como el maestro Yehudi llegó a plantar su tienda en Kansas. Después de años de vagabundeo, finalmente tenía un sitio que podía llamar suyo, y aunque no era exactamente el sitio que había tenido en mente, tampoco iba a rechazar lo que aquellos cuatro sietes le habían proporcionado. Lo que me dejó perplejo era cómo encajaba la señora Witherspoon en esa situación. Si su marido había muerto arruinado, ¿de dónde había salido el dinero para que ella viviera tan cómodamente en su mansión de Wichita, para que se regalara con ropas finas y coches verde esmeralda y aún le quedase lo suficiente como para financiar los proyectos del maestro Yehudi? Madre Sioux tenía una respuesta preparada para esa pregunta.
Porque era lista. Una vez que se dio cuenta de las costumbres derrochadoras de su marido, la señora Witherspoon había comenzado a sisar, poniendo pequeñas cantidades de su renta mensual en inversiones de alta rentabilidad, acciones, bonos y otras transacciones financieras. Para cuando enviudó, estas trapisondas habían producido robustos beneficios, multiplicando su desembolso inicial por cuatro, y con esta considerable fortunita guardada en su bolso, podía permitirse comer, beber y divertirse. Pero ¿y el maestro Yehudi?, pregunté. Él había ganado limpiamente al póquer, y si la señora Witherspoon le pertenecía, ¿por qué no estaban casados? ¿Por qué no estaba ella aquí con nosotros zurciendo sus calcetines, guisando su comida y llevando sus criaturas en la matriz? Madre Sioux sacudió la cabeza despacio.
– Vivimos en un nuevo mundo -dijo-. Ya nadie puede ser propietario del cuerpo de otro. Una mujer no es un bien mueble que los hombres puedan comprar y vender, y menos aún una de estas mujeres nuevas como la dama del maestro. Ellos se aman y se odian, luchan cuerpo a cuerpo y galantean, quieren y no quieren, y a medida que el tiempo pasa penetran más profundamente bajo la piel del otro. Es un verdadero espectáculo, niño mío, la revista y el circo todo en uno, y apuesto dólares contra rosquillas a que va a ser así hasta que se mueran.
Estas historias me dieron mucho que rumiar en las horas que pasaba solo, pero cuanto más meditaba lo que madre Sioux me había dicho, más retorcido y embrollado se volvía. Mi cabeza se fatigaba al tratar de analizar los pormenores de tan complejos sucesos, y en un determinado momento lo dejé, diciéndome que produciría un cortocircuito en los cables de mi cerebro si continuaba con todas esas reflexiones. Los adultos eran seres impenetrables, y si alguna vez llegaba a serlo yo, prometía escribirle una carta a mi antiguo yo explicándole por qué se volvían así, pero de momento había tenido suficiente. Fue un alivio soltarlos, pero una vez que abandoné estos pensamientos, caí en un aburrimiento tan profundo, tan agotador en su blanda y liviana uniformidad, que, finalmente, volví al trabajo. No era porque quisiera hacerlo, era simplemente que no se me ocurría ninguna otra forma de llenar el tiempo.
Me encerré de nuevo en mi cuarto y después de tres días de vanos intentos, descubrí qué era lo que había estado haciendo mal. Todo el problema estaba en mi enfoque. Se me había metido en la cabeza que la elevación y la locomoción sólo podían lograrse por medio de un proceso en dos etapas. Primero levitar lo más alto que pudiera, luego empujar y moverme. Me había entrenado a mí mismo para hacer lo primero y supuse que podría lograr lo segundo injertándolo en lo primero. Pero la verdad era que lo segundo cancelaba lo que venía antes. Una y otra vez, me elevaba en el aire de acuerdo con el viejo método, pero tan pronto como empezaba a pensar en moverme hacia delante, volvía al suelo, aterrizando de nuevo sobre mis pies antes de tener la oportunidad de ponerme en marcha. Fracasé una y mil veces, y al cabo de algún tiempo me sentía tan disgustado, tan desesperado por mi incompetencia, que me daban pataletas y aporreaba el suelo con los puños. Al fin, en pleno acceso de cólera y fracaso, me levanté y salté directamente contra la pared, esperando estrellarme y perder la conciencia. Salté y durante un brevísimo segundo, justo antes de que mi hombro chocara contra el yeso, sentí que estaba flotando, que a la vez que me precipitaba hacia adelante, perdía contacto con la gravedad, subiendo con un conocido y boyante impulso mientras me lanzaba por el aire. Antes de que pudiera comprender lo que estaba sucediendo, había rebotado en la pared y me desmoronaba presa del dolor. Todo mi lado izquierdo latía a causa del impacto, pero no me importaba. Me puse de pie de un brinco y bailé una pequeña danza alrededor de la habitación, riéndome como un loco durante los siguientes veinte minutos. Había dado por fin con el secreto. Había comprendido. Olvida los ángulos rectos, me dije. Piensa en arco, piensa en trayectorias. No se trataba de subir primero y luego ir hacia adelante, se trataba de subir e ir hacia adelante al mismo tiempo, de lanzarme en un suave e ininterrumpido gesto a los brazos de la gran nada ambiente.
Trabajé como un burro durante los próximos dieciocho o veinte días, practicando esta nueva técnica hasta que estuvo incrustada en mis músculos y mis huesos, un acto reflejo que ya no requería la menor pausa para pensar. La locomoción era una habilidad perfectible, un andar como en sueños por el aire que no difería esencialmente de andar por el suelo, e igual que un niño se tambalea y cae cuando da sus primeros pasos, experimenté una buena dosis de tropezones y caídas cuando empecé a extender mis alas. La duración era el tema constante para mí en aquel punto, la cuestión de cuánto tiempo y cuán lejos podía mantenerme en movimiento. Los primeros resultados variaron ampliamente, oscilando entre tres y quince segundos, y puesto que la velocidad a la que me movía era dolorosamente lenta, lo más que podía conseguir eran dos metros o dos metros y medio, ni siquiera la distancia de una pared a otra de mi cuarto. No era un andar vigoroso o cómodo, sino una especie de andar fantasmal y vacilante, como avanza un equilibrista por la cuerda floja. Sin embargo, continué trabajando con confianza, sin ser ya presa de ataques de desaliento como antes. Ahora adelantaba poco a poco y nada iba a detenerme. Aunque no me había elevado por encima de mis acostumbrados quince centímetros, pensé que era mejor concentrarse en la locomoción por el momento. Una vez que lograra cierto dominio en ese terreno, dedicaría mi atención a la elevación y resolverla también ese problema. Era lo más sensato, y aunque tuviese que repetirlo todo de nuevo, no cambiaría ese plan. ¿Cómo podía saber que tenía ya poco tiempo, que quedaban menos días de los que ninguno de nosotros había imaginado?
Cuando el maestro Yehudi y Aesop regresaron, los ánimos en la casa subieron como nunca. Era el final de una época y todos mirábamos ahora hacia el futuro, anticipando las nuevas vidas que nos esperaban más allá de los limites de la granja. Aesop seria el primero en partir -a Yale en septiembre-, pero si las cosas salían según lo previsto, los demás le seguiríamos a principios de año. Ahora que yo había pasado a la siguiente etapa de mi entrenamiento, el maestro calculaba que estaría listo para actuar en público dentro de nueve meses aproximadamente. Era un largo camino por recorrer para alguien de mi edad, pero ahora él hablaba de ello como de algo real, y al usar expresiones como reservas de entradas, actuaciones y recaudación de taquilla, me tenía en un estado de permanente actividad y excitación. Yo ya no era Walt Rawley, un desgraciado que no tenía un orinal donde mear, era Walt el Niño Prodigio, el atrevido niño que desafiaba las leyes de la gravedad, el único as del aire. Una vez que emprendiésemos la gira y dejásemos que el mundo viese lo que yo era capaz de hacer, iba a causar sensación, sería la personalidad más comentada de los Estados Unidos.
En cuanto a Aesop, su viaje por el Este había sido un éxito indiscutible. Le habían hecho exámenes especiales, le habían entrevistado, habían escudriñado y sondeado el contenido de su lanoso cráneo y, según contaba el maestro, los había dejado patidifusos a todos. Ni una sola universidad le había rechazado, pero Yale le ofrecía una beca de cuatro años -incluyendo alojamiento, comida y una pequeña asignación- y eso había inclinado la balanza en su favor. Así pues, la vida universitaria se había abierto para él. Recordando ahora estos hechos, comprendo la hazaña que representaba que un joven negro autodidacto hubiese escalado las murallas de aquellas instituciones insensibles. Yo no sabía nada de libros, no tenía ninguna vara para medir los talentos de mi amigo frente a los de otro, pero tenía una fe ciega en que era un genio, y la idea de que un puñado de tipos estirados con cara de acelga en la Universidad de Yale quisiera tenerle como alumno me parecía natural, la cosa más lógica del mundo.