Además de ser demasiado estúpido para comprender la importancia del triunfo de Aesop, me quedé más que sorprendido por las nuevas ropas que trajo de su viaje. Regresó con un abrigo de mapache y un gorro azul y blanco, y parecía tan extraño con aquel atuendo que no pude evitar echarme a reír cuando entró por la puerta. El maestro le había mandado hacer a la medida dos trajes de tweed marrón en Boston y, al volver, le dio por llevarlos por casa en lugar de sus viejas ropas de granjero, junto con una camisa blanca, cuello duro, corbata y un par de relucientes zapatones color estiércol. Su porte con aquellos trapos era absolutamente impresionante, como si le hicieran más erguido, más digno, más consciente de su propia importancia. Aunque no tenía por qué hacerlo, empezó a afeitarse todas las mañanas, y yo le hacía compañía en la cocina mientras se enjabonaba la jeta y sumergía su navaja de hoja recta en el cubo helado, sosteniendo un espejito delante de él y oyéndole contar las cosas que había visto y hecho en las grandes ciudades de la costa atlántica. El maestro había hecho algo más que meterle en la universidad, le había proporcionado los mejores días de su vida, y Aesop recordaba cada minuto de los mismos: los relevantes, los irrelevantes y todos los puntos intermedios. Hablaba de los rascacielos, los museos, los espectáculos de variedades, los restaurantes, las bibliotecas, las aceras abarrotadas de gente de todos los colores y clases.
– Kansas es un espejismo -dijo una mañana mientras se rasuraba-, un alto en el camino hacia la realidad.
– No hace falta que me lo jures -dije-. Este agujero está tan atrasado que el estado adoptó la ley seca antes de que en el resto del país hubieran oído hablar siquiera de su existencia.
– En Nueva York bebí una cerveza, Walt.
– Bueno, ya me figuraba que lo habrías hecho.
– En un establecimiento ilegal en MacDougal Street, en el corazón mismo de Greenwich Village. Me hubiera gustado que estuvieras allí conmigo.
– No soporto el sabor de la cerveza, Aesop. Pero dame un buen whisky y soy capaz de beber más que cualquiera.
– No digo que estuviera buena. Pero era emocionante estar allí, bebiendo grandes tragos en un sitio lleno de gente.
– Apuesto a que no fue la única cosa emocionante que hiciste.
– No, ni mucho menos. Fue sólo una entre muchas.
– Apuesto a que tu pájaro también tuvo una buena oportunidad de practicar. No es más que una suposición atrevida, por supuesto, así que corrígeme si me equivoco.
Aesop se detuvo con la navaja en el aire, se puso pensativo.
– Digamos sólo que no lo descuidamos, hermanito, y dejémoslo así.
– ¿No puedes decirme su nombre? No quiero ser entrometido, pero siento curiosidad por saber quién fue la afortunada.
– Bueno, si te empeñas en saberlo, se llamaba Mabel.
– No está mal. Me suena a una muñeca con los huesos bien cubiertos de carne. ¿Era vieja o joven?
– No era vieja ni joven. Pero has acertado en lo de la carne. Mabel era la mujer más gorda y más negra a la que esperarías hincarle el diente. Era tan grande que yo no sabía dónde empezaba y dónde terminaba. Aquello era como forcejear con un hipopótamo, Walt. Pero una vez que le coges el tranquillo a la cosa, la anatomía se encarga de lo demás. Te metes en su cama siendo un niño y media hora después sales de ella siendo un hombre.
Ahora que se había graduado en hombría, Aesop decidió que había llegado el momento de ponerse a escribir su autobiografía. Así era como pensaba pasar los meses anteriores a su partida de casa, contando la historia de su vida hasta entonces, desde su nacimiento en una choza rural en Georgia hasta su desvirgamiento en un burdel de Harlem, rodeado por los sebosos brazos de Mabel, la puta. Las palabras empezaron a fluir, pero el titulo le inquietaba y recuerdo cómo vacilaba respecto al mismo. Un día el libro se iba a llamar Confesiones de un niño negro abandonado; al día siguiente lo sustituía por Aventuras de Aesop: La verdadera historia y las sinceras opiniones de un niño perdido; al otro día iba a titularse El camino a Yale: la vida de un estudioso negro desde sus humildes orígenes hasta el presente. Éstos fueron sólo algunos de los títulos, y durante todo el tiempo que trabajó en aquel libro continuó probando diferentes títulos, barajando una y otra vez sus ideas hasta que fue acumulando una pila de páginas de título tan alta como el propio manuscrito. Debía de trabajar laboriosamente en su obra ocho o diez horas diarias; recuerdo que miraba a hurtadillas por su puerta entornada y le veía encorvado sobre su mesa, maravillándome de que una persona pudiera pasar tanto tiempo sentada, ocupada en la única actividad de guiar la punta de una pluma sobre una hoja de papel en blanco. Era mi primera experiencia con la creación de un libro, e incluso cuando Aesop me llamaba a su habitación para leerme en voz alta pasajes selectos de su obra, me resultaba difícil hacer cuadrar tanto silencio y concentración con las historias que salían a borbotones de sus labios. Todos nosotros estábamos en el libro, -el maestro Yehudi, madre Sioux, yo mismo-, y para mi torpe e ineducado oído la cosa tenía toda la intención de convertirse en una obra maestra. Me reía en algunas partes y lloraba en otras, y ¿qué más podía pedirle una persona a un libro que sentir la punzada de tales goces y penas? Ahora que yo también estoy escribiendo un libro, no pasa un solo día en el que no piense en Aesop allí en su cuarto. Eso ocurrió hace sesenta y cinco primaveras y todavía le veo sentado a su mesa, escribiendo sus memorias juveniles a la luz que entraba a raudales por la ventana y revelaba las partículas de polvo que bailaban a su alrededor. Si me concentro lo suficiente, aún oigo el aliento que entraba y salía de sus pulmones, aún oigo la punta de su pluma arañando el papel.
Mientras Aesop trabajaba en casa, el maestro Yehudi y yo pasábamos nuestros días en los campos, afanándonos en mi número durante innumerables horas. En un acceso de optimismo, después de su regreso nos anunció en la cena que ese año no habría siembra.
– ¡Al diablo las cosechas! -dijo-. Tenemos suficiente comida para que nos dure todo el invierno, y cuando llegue la primavera, hará tiempo que nos habremos ido de aquí. Tal y como yo lo veo, sería un pecado cultivar alimentos que nunca necesitaremos.
Esta nueva política despertó el regocijo general y, por una vez, el comienzo de la primavera estuvo exento del fatigoso trabajo de arar, las interminables semanas de espaldas dobladas y caminar pesadamente por el barro. Mi descubrimiento de la locomoción había cambiado la suerte, y el maestro Yehudi se sentía tan confiado ahora que estaba dispuesto a dejar que la granja se echase a perder. Era la única decisión sensata que se podía tomar. Todos habíamos cumplido nuestro tiempo, y ¿por qué comer tierra cuando pronto estaríamos contando el oro?
Eso no quiere decir que no trabajásemos como burros, especialmente yo. Pero disfrutaba con el trabajo, y por mucho que el maestro me apremiase, nunca quería dejarlo. Una vez que el tiempo fue cálido, generalmente continuábamos hasta después de anochecido, trabajando a la luz de las antorchas en los prados lejanos mientras la luna ascendía por el cielo. Yo era inagotable, consumido por una felicidad que me impulsaba de un desafío al siguiente. El primero de mayo ya era capaz de andar de diez a doce metros como si nada. El cinco de mayo lo había alargado hasta veinte metros y menos de una semana después había llegado a hacer cuarenta: cuarenta metros de locomoción por el aire, casi diez minutos ininterrumpidos de pura magia. Fue entonces cuando al maestro se le ocurrió la idea de hacerme practicar sobre el agua. Había un estanque en el rincón noreste de la finca y desde entonces hicimos todo el trabajo allí. Todas las mañanas, después de desayunar, íbamos en la calesa hasta un punto desde el cual ya no podíamos ver la casa y pasábamos horas y horas solos y juntos en los campos silenciosos, casi sin decir una palabra. El agua me intimidaba al principio, y puesto que no sabía nadar, no era cosa de broma poner a prueba mi facultad por encima de ese elemento. El estanque debía de tener unos dieciocho metros de ancho y el nivel del agua me cubría por lo menos en la mitad del mismo. Me caí quince o veinte veces el primer día, y en cuatro de esas ocasiones el maestro tuvo que saltar al agua para sacarme. Después de eso, íbamos equipados con toallas y varias mudas de ropa, pero al final de la semana ya no eran necesarias. Dominé mi miedo al agua fingiendo que no estaba allí. Si no miraba hacia abajo, descubrí que podía impulsar mi cuerpo sobre la superficie sin mojarme. Era así de sencillo, y en los últimos días de mayo de 1927 yo andaba sobre el agua con la misma habilidad que el propio Jesús.