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A mediados de ese mes Lindbergh hizo su vuelo en solitario a través del Atlántico, volando sin escalas desde Nueva York a París en treinta y tres horas. Nos enteramos de ello por la señora Witherspoon, que vino un día desde Wichita con un montón de periódicos en el asiento trasero de su coche. La granja estaba tan aislada del mundo, que incluso noticias importantes como ésa se nos escapaban. De no ser porque ella quiso ir hasta allí, nunca habríamos sabido nada del asunto. Siempre he encontrado extraño que la hazaña de Lindbergh coincidiera tan exactamente con mis esfuerzos, que en el preciso momento en que él estaba cruzando el océano yo estuviera atravesando mi pequeño estanque en Kansas, los dos juntos en el aire, cada uno realizando su proeza al mismo tiempo. Era como si el cielo se hubiera abierto de repente al hombre, y nosotros fuimos los primeros pioneros, el Colón y el Magallanes del vuelo humano. Yo no sabía nada del Águila Solitaria, pero me sentí unido a él desde entonces, como si compartiésemos un oscuro lazo fraternal. No podía ser una coincidencia que su avión se llamara el Espíritu de St. Louis. Ésa era también mi ciudad, la ciudad de los campeones y los héroes del siglo xx, y, sin saberlo, Lindbergh había bautizado a su avión en mi honor.

La señora Witherspoon se quedó un par de días con sus noches. Después de su marcha, el maestro y yo volvimos al trabajo, centrando ahora nuestra atención en la elevación. Yo había hecho todo lo que podía en el viaje horizontal; ahora era el momento de intentar el viaje vertical. Lindbergh fue una inspiración para mí, lo confieso libremente, pero quería superarle: quería hacer con mi cuerpo lo que él había hecho con una máquina. Sería a menor escala, quizá, pero sería infinitamente más sensacional, algo que empequeñecería su fama de la noche a la mañana. Sin embargo, por más que lo intentaba, no adelantaba ni un centímetro. Durante semana y media el maestro y yo nos esforzamos junto al estanque, igualmente amilanados por la tarea que nos habíamos impuesto, y al final de ese tiempo yo no subía más que antes. Luego, la tarde del cinco de junio, el maestro me hizo una sugerencia que empezó a cambiar las cosas.

– Sólo estoy especulando -dijo-, pero se me ocurre que tu collar podría tener algo que ver con ello. No debe de pesar más de una onza o dos, pero dadas las matemáticas de lo que estás intentando, eso podría ser suficiente. Por cada milímetro que te elevas en el aire, el peso del objeto aumenta en proporción geométrica a la altura; lo cual quiere decir que cuando estás quince centímetros por encima del suelo, soportas el equivalente a veinte kilos más. Eso viene a ser la mitad de tu peso total. Si mis cálculos son correctos, no es de extrañar que estés teniendo tantas dificultades.

– Lo llevo desde Navidad -dije-. Es mi amuleto de la suerte y no puedo hacer nada sin él.

– Sí puedes, Walt. La primera vez que te elevaste del suelo, esto estaba colgado de mi cuello, ¿recuerdas? No digo que no le tengas un apego sentimental, pero ahora estamos entrando en cuestiones espirituales profundas, y tal vez no puedas estar entero para hacer lo que tienes que hacer, tal vez tengas que dejar una parte de ti atrás antes de poder alcanzar toda la magnitud de tu don.

– Eso no es más que un galimatías. Llevo ropa, ¿no? Llevo zapatos y calcetines, ¿no? Si el collar me está empantanando, entonces también las otras cosas. Y puede estar seguro de que no voy a exhibirme en público sin ropa.

– No puede perjudicarte el intentarlo. No hay nada que perder, Walt, y todo que ganar. Si me equivoco, no se hable más. Si no me equivoco, sería una pena no tener la oportunidad de descubrirlo.

Ahí me había pillado, así que con mucho escepticismo y renuencia me quité el amuleto de la suerte y lo puse en la mano del maestro.

– De acuerdo -dije-, lo intentaremos. Pero si no resulta como usted dice, no volveremos a hablar del asunto.

En el curso de la próxima hora conseguí doblar mi marca anterior, ascendiendo a alturas de entre treinta y treinta y cinco centímetros. Al anochecer me había elevado setenta y cinco centímetros por encima del suelo, demostrando que la corazonada del maestro Yehudi había sido correcta, una intuición profética respecto a las causas y consecuencias de las artes de la levitación. La excitación fue espectacular -sentirme suspendido en el espacio a tal distancia de la tierra, estar literalmente al borde del vuelo-, pero por encima de los sesenta centímetros me era difícil mantener una posición vertical sin empezar a tambalearme y marearme. Era todo tan nuevo para mí allí arriba, que no era capaz de encontrar mi equilibrio natural. Me sentía como si estuviera compuesto de segmentos y no hecho de una pieza continua, y la cabeza y los hombros respondían de un modo mientras las canillas y los tobillos respondían de otro. Para no caerme, me encontré tumbándome boca abajo cuando llegué allí, sabiendo instintivamente que sería más seguro y más cómodo tener todo el cuerpo tendido por encima del suelo en lugar de sólo las plantas de los pies. Aún estaba demasiado nervioso para pensar en moverme hacia adelante en esa posición, pero ya tarde, justo antes de que lo dejáramos y nos fuésemos a la cama, metí la cabeza debajo del pecho y conseguí dar una lenta voltereta en el aire, realizando un circulo completo sin rozar ni una vez la tierra.

El maestro y yo volvimos a casa esa noche ebrios de alegría. Todo nos parecía posible ahora: la conquista de la elevación y la locomoción a la vez, la ascensión a un verdadero vuelo, el sueño de los sueños. Creo que ése fue nuestro momento más grandioso juntos, el momento en que todo nuestro futuro encajó en su lugar. El seis de junio, sin embargo, sólo una noche después de alcanzar aquel pináculo, mi entrenamiento se interrumpió de un modo brusco e irrevocable. Lo que el maestro Yehudi había temido durante tanto tiempo sucedió finalmente, y lo hizo con tanta violencia, causando tales estragos y trastornos en nuestros corazones, que ninguno de nosotros volvió a ser el mismo nunca.

Yo había trabajado todo el día y, como era nuestra costumbre durante toda aquella milagrosa primavera, decidimos quedarnos hasta entrada la noche. A las siete y media cenamos unos emparedados que madre Sioux nos había preparado esa mañana y luego reanudamos nuestras labores mientras la oscuridad se condensaba en los campos que nos rodeaban. Debían de ser cerca de las diez cuando oímos el ruido de caballos. Al principio no era más que un débil retumbar, una perturbación en el suelo que me hizo pensar en un trueno lejano, como si se estuviera formando una tormenta en algún lugar del condado vecino. Yo acababa de completar un doble salto mortal al borde del estanque y estaba esperando los comentarios del maestro, pero en lugar de hablar con voz normal y tranquila, me agarró un brazo con un repentino gesto de pánico.