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– ¡Escucha! -dijo. Y luego repitió-: ¡Escucha eso! ¡Vienen! ¡Vienen esos cabrones!

Agucé el oído y, efectivamente, el sonido se hacia más fuerte. Pasaron un par de segundos y luego comprendí que era el ruido de caballos, una estampida de cascos cargando en dirección a nosotros.

– No te muevas -dijo el maestro-. Quédate donde estás y no muevas ni un músculo hasta que yo vuelva.

Luego, sin una palabra de explicación, echó a correr hacia la casa, atravesando los campos como un velocista. No hice caso de su orden y fui tras él, corriendo lo más deprisa que me permitían mis piernas. Estábamos casi a medio kilómetro de la casa, pero antes de haber recorrido cien metros, las llamas eran ya visibles, un resplandor rojo y amarillo que latía contra el cielo negro. Oímos gritos de guerra, una andanada de disparos, y luego el inconfundible sonido de los gritos humanos. El maestro siguió corriendo, aumentando constantemente la distancia entre nosotros, pero una vez que llegó al grupo de robles junto al establo, se detuvo. Yo también llegué hasta el borde de los árboles, decidido a continuar hasta la casa, pero el maestro me vio por el rabillo del ojo y forcejeó conmigo hasta tirarme al suelo antes de que pudiese ir más allá.

– Llegamos demasiado tarde -dijo-. Si entramos allí ahora, lo único que conseguiremos será que nos maten. Ellos son doce y nosotros dos, y todos tienen rifles y escopetas.

Rézale a Dios para que no nos encuentren, Walt, pero no podemos hacer absolutamente nada por los otros.

Así que nos quedamos allí, inmóviles detrás de los árboles, viendo cómo el Ku Klux Klan hacia su trabajo. Una docena de hombres a caballo cabrioleaban en el patio, una chusma de asesinos aulladores con sábanas blancas sobre la cabeza, y nosotros no podíamos hacer nada para desbaratar sus planes. Sacaron a Aesop y madre Sioux a rastras de la casa en llamas, les pusieron sogas al cuello y los colgaron del olmo junto al camino, cada uno en una rama diferente. Aesop aullaba, madre Sioux no dijo nada, y al cabo de unos minutos ambos habían muerto. Mis dos mejores amigos asesinados delante de mis ojos, y yo no pude hacer otra cosa que quedarme mirando, conteniendo las lágrimas mientras el maestro Yehudi me tapaba la boca con la mano. Una vez concluido el asesinato, un par de los hombres del Klan clavó una cruz de madera en el suelo, la rociaron con gasolina y le prendieron fuego. La cruz ardió al tiempo que ardía la casa, los hombres gritaron un poco más, disparando salvas de perdigones al aire, y luego todos montaron en sus caballos y se alejaron en dirección a Cibola. La casa estaba incandescente ahora, una bola de calor y maderas rugientes, y para cuando el último de los hombres se hubo ido, el tejado ya se había hundido, cayendo al suelo con una lluvia de chispas y meteoros. Me sentí como si hubiera visto la explosión del sol. Me sentí como si acabara de presenciar el fin del mundo.

II

Los enterramos en la granja esa noche, bajando sus cuerpos a dos tumbas sin marcar al lado del establo. Deberíamos haber rezado alguna oración, pero nuestros pulmones estaban demasiado llenos de sollozos para poder hacerlo, así que simplemente los cubrimos de tierra sin decir nada, trabajando en silencio mientras el agua salada corría por nuestras mejillas. Luego, sin volver a la casa humeante, sin molestarnos siquiera en ver si alguna de nuestras pertenencias estaba aún intacta, enganchamos la yegua a la calesa y partimos en la oscuridad, dejando atrás Cibola para siempre.

Tardamos toda la noche y la mitad de la mañana siguiente en llegar a casa de la señora Witherspoon en Wichita, y durante el resto de aquel verano la aflicción del maestro fue tan terrible que pensé que había peligro de que muriese él también. Apenas se levantaba de la cama, apenas comía, apenas hablaba. De no ser por las lágrimas que caían de sus ojos cada tres o cuatro horas, no había forma de saber si estabas mirando a un hombre o a un bloque de piedra. Aquel hombre corpulento estaba completamente hundido, devastado por el dolor y las recriminaciones que se hacía a sí mismo, y por más intensamente que yo deseaba que dejase de mortificarse, lo único que hacia era empeorar a medida que pasaban las semanas.

– Lo veía venir -murmuraba a veces para sí-. Lo veía venir y no moví un dedo para impedirlo. Es culpa mía. Es culpa mía que estén muertos. No lo habría hecho mejor si les hubiese matado con mis propias manos, y un hombre que mata no merece piedad. No merece vivir.

Yo me estremecía al verle así, tan inútil e inerte, y aquello terminó por asustarme tanto como lo que les había sucedido a Aesop y madre Sioux, tal vez aún más. No quisiera parecer insensible, pero la vida es para los vivos, y aunque estaba horrorizado por la masacre de mis amigos, no era más que un niño todavía, un enano saltarín con un culo inquieto y rodillas de goma, y no estaba en mi naturaleza andar gimoteando y lamentándome por mucho tiempo. Derramé mis lágrimas, maldije a Dios, me di de cabezazos contra el suelo, pero al cabo de unos días estaba dispuesto a dar por terminado el asunto y pasar a otras cosas. Supongo que esto no habla demasiado bien de mí como persona, pero no tiene sentido fingir que sentía lo que no sentía. Echaba de menos a Aesop y madre Sioux, ansiaba estar con ellos de nuevo, pero habían muerto, y por mucho que suplicara no iba a recuperarlos. En lo que a mí se refería, había llegado el momento de menear los pies y poner manos a la obra. Mi cabeza seguía llena de sueños respecto a mi nueva carrera, y aunque esos sueños fueran codiciosos, estaba impaciente por empezar, por lanzarme al firmamento y deslumbrar al mundo con mi grandeza.

Imaginen mi decepción, entonces, al ver que junio daba paso a julio y el maestro Yehudi continuaba languideciendo; imaginen cómo decayó mi ánimo cuando julio se convirtió en agosto y él seguía sin dar muestras de reponerse de la tragedia. No sólo constituía un obstáculo para mis planes, sino que me sentía desilusionado, frustrado, dejado en la estacada. Se me había revelado un defecto esencial del carácter del maestro, y le guardé rencor por su falta de resistencia interior, por su negativa a enfrentarse con la mierda de la vida. Había dependido de él durante tantos años, había extraído tanta fuerza de su fuerza, y ahora él se portaba como cualquier otro charlatán optimista, uno más de esos tipos que reciben con los brazos abiertos lo bueno cuando viene pero no pueden aceptar lo malo. Se me revolvía el estómago al verle desmoronarse así, y a medida que su dolor se prolongaba, yo no podía evitar perder parte de mi fe en él. De no ser por la señora Witherspoon, es posible que hubiese tirado la toalla y me hubiese largado.

– Tu maestro es un gran hombre -me dijo una mañana-, y los grandes hombres tienen grandes. sentimientos. Sienten más que otros hombres, grandes alegrías, grandes cóleras, grandes penas. Ahora está afligido, y le va a durar más de lo que le duraría a otra persona. No dejes que eso te asuste, Walt. Al final lo superará. Sólo tienes que tener paciencia.

Eso es lo que me dijo, pero no estoy seguro de que en el fondo ella creyese esas palabras. Con el paso del tiempo, intuí que ella estaba tan hastiada de él como yo, y me gustó que fuésemos de la misma opinión en un tema tan importante. La señora W. era una mujer ingeniosa y aguda, y ahora que vivía en su casa y pasaba todos los días en su compañía, comprendí que teníamos muchas más cosas en común de lo que yo había sospechado anteriormente. Se había portado lo mejor posible cuando visitó la granja, siempre muy decorosa y formal para no ofender a Aesop y madre Sioux, pero ahora que estaba en su propio terreno se sentía libre de dejarse llevar y mostrar su verdadera naturaleza. Durante las dos primeras semanas casi todo lo que veía de esa naturaleza me sorprendía, ya que estaba llena de malas costumbres e incontrolados accesos de desenfreno. No estoy hablando solamente de su inclinación a la bebida (ingería no menos de seis o siete ginebras con tónica al día), ni de su pasión por los cigarrillos (fumaba marcas hoy desconocidas como Picayunes y Sweet Caporals de la mañana a la noche), sino de cierta relajación general, como si acechando detrás de su apariencia distinguida hubiera un alma disoluta y desordenada luchando por liberarse. Esto era evidente sobre todo cuando se había tomado una ronda o dos de su bebida favorita, pues entonces su boca caía en el lenguaje más grosero y vulgar que yo había oído nunca de labios de una mujer y soltaba punzantes palabrotas tan deprisa como una ametralladora escupe las balas. Después de la vida aséptica que yo había llevado en la granja, me resultaba refrescante tratar con alguien que no estaba condicionado por un elevado propósito moral, alguien cuya única meta en la vida era divertirse y ganar todo el dinero que pudiera. Así que nos hicimos amigos, y dejábamos al maestro Yehudi entregado a su angustia mientras nosotros sudábamos durante los largos y aburridos días del caluroso verano de Wichita.