– ¡Y yo creía -dijo ella finalmente, siguiendo alguna secreta sucesión de ideas- que era el garañón más brioso que jamás había salido al trote de la maldita caballeriza!
Tomé un sorbito de mi bebida, miré las estrellas en el cielo nocturno y bostecé.
– ¿Quién? -dije, sin molestarme en ocultar mi aburrimiento.
– ¿Quién iba a ser, bobo?
Su dicción era confusa y apenas comprensible. Si no la hubiese conocido, la habría tomado por un boxeador con los sesos machacados.
– ¡Ah! -dije, comprendiendo de pronto por dónde iba la conversación.
– Sí, el mismo, el señor Pájaro, a ése me refiero.
– Bueno, él está mal ahora, señora, ya lo sabe, y lo único que podemos hacer es esperar que su alma se cure antes de que sea demasiado tarde.
– No estoy hablando de su alma, idiota. Estoy hablando de su pito. Sigue teniéndolo, ¿no?
– Supongo que sí. Pero no tengo la costumbre de preguntarle por él.
– Bueno, un hombre tiene que cumplir con su obligación. No puede dejar a una chica en seco durante dos meses y esperar irse de rositas. Las cosas no son así. Un conejito necesita amor. Necesita que lo acaricien y lo alimenten, igual que cualquier otro animal.
Incluso en la oscuridad, sin que hubiera nadie mirándome, noté que me ruborizaba.
– ¿Está usted segura de que quiere decirme todo esto, señora Witherspoon?
– No tengo a nadie más, corazón. Y, además, ya eres lo bastante mayor como para saber estas cosas. No querrás ir por la vida como todos esos otros zopencos, ¿verdad?
– Siempre pensé que dejaría que la naturaleza se cuidara de sí misma.
– Ahí es donde te equivocas. Un hombre tiene que cuidar su tarro de miel. Tiene que asegurarse de que el tapón está puesto y no se queda sin jugo. ¿Oyes lo que te digo?
– Creo que sí.
– ¿Crees que sí? ¿Qué clase de estúpida contestación es ésa?
– Sí, la oigo.
– No es que no haya tenido otras ofertas, ¿sabes? Soy una chica joven y sana, y estoy harta de esperarle. Llevo todo el verano jugueteando con mi propio chocho y ya no aguanto más. No puedo dejarlo más claro, ¿verdad?
– Según he oído, usted ya ha rechazado al maestro tres veces.
– Bueno, las cosas cambian, ¿no, señor Sabelotodo?
– Puede que sí y puede que no. No soy quién para decirlo.
La cosa estaba a punto de ponerse fea, y yo no quería tomar parte en ello, quedarme allí sentado oyéndola decir disparates sobre su coño decepcionado. Yo no estaba preparado para sostener esa clase de conversación, y aunque yo también estaba enojado con el maestro, no tenía valor para participar en un ataque contra su virilidad. Podía haberme levantado y haberme marchado, supongo, pero entonces ella habría empezado a gritarme y nueve minutos después todos los polis de Wichita habrían estado allí, en el jardín, y nos habrían llevado a la cárcel por alteración del orden público.
Resultó que no tenía por qué preocuparme. Antes de que ella pudiera decir una palabra más, un fuerte ruido estalló de pronto dentro de la casa. Era más un retumbo que un estampido, creo, una especie de detonación larga y hueca que inmediatamente dio paso a varios resonantes batacazos: ¡zas, zas!, ¡pum!, como si las paredes estuvieran a punto de venirse abajo. Por alguna razón, a la señora Witherspoon esto le pareció gracioso. Echó la cabeza hacia atrás con un ataque de risa y durante los próximos quince segundos el aire salió de su gaznate como un enjambre de saltamontes voladores. Yo nunca había oído una risa semejante. Sonaba como una de las diez plagas, como ginebra de doscientos grados, como cuatrocientas hienas rondando por las calles de la Ciudad de la Locura. Luego, mientras los porrazos continuaban, ella empezó a desbarrar a voz en cuello.
– ¿Oyes eso? -gritaba-. ¿Oyes eso, Walt? ¡Soy yo! ¡Ése es el sonido de mis pensamientos, el sonido de los pensamientos que saltan en mi cerebro! ¡Igual que palomitas de maíz, Walt! ¡Mi cráneo está a punto de partirse en dos! ¡Ja, ja, ja! ¡Toda mi cabeza va a estallar en pedacitos!
Justo entonces, los porrazos fueron sustituidos por el ruido de cristales rotos. Primero se rompió una cosa, luego otra: tazas, espejos, botellas, un estrépito ensordecedor. Resultaba difícil saber qué era, pero cada cosa sonaba de un modo diferente, y aquello continuó largo tiempo, más de un minuto, diría yo, y después de los primeros segundos el estruendo estaba por todas partes, la noche entera vibraba con el sonido del cristal hecho añicos. Sin pensarlo, me levanté de un salto y corrí hacia la casa. La señora Witherspoon hizo una tentativa de seguirme, pero estaba demasiado beoda para ir muy lejos. Lo último que recuerdo es que miré hacia atrás y la vi resbalar y caer de bruces, igual que un borracho de película cómica. Soltó un gañido, luego, comprendiendo que no tenía sentido tratar de levantarse, comenzó otra juerga de risas alcohólicas. Así fue como la dejé: rodando por el suelo y riéndose, riéndose hasta echar sus pobres tripas ajumadas por todo el césped.
La única idea que pasó por mi cabeza fue que alguien había entrado en la casa y estaba atacando al maestro Yehudi. Para cuando entré por la puerta trasera y empecé a subir las escaleras, sin embargo, todo estaba tranquilo de nuevo. Esto me pareció extraño, pero aún más extraño fue lo que sucedió a continuación. Crucé el vestíbulo hasta la habitación del maestro, llamé suavemente a la puerta y le oí decir con voz clara y perfectamente normaclass="underline"
– Adelante.
Así que entré, y allí estaba el maestro Yehudi, de pie en medio de la habitación, en bata y zapatillas, con las manos en los bolsillos y una curiosa sonrisita en la cara. Todo era destrucción a su alrededor. La cama estaba hecha pedazos, las paredes melladas, un millón de plumas blancas flotaban en el aire. Marcos rotos, cristales rotos, sillas rotas, pedazos de cosas irreconocibles, todo esparcido por el suelo como escombros. Me dio un par de segundos para asimilar lo que estaba viendo, y luego habló, dirigiéndose a mi con toda la calma de un hombre que acaba de salir de un baño caliente.
– Buenas noches, Walt -dijo-. ¿Qué te trae por aquí a esta hora tardía?
– Maestro Yehudi -dije-. ¿Está usted bien?
– ¿Bien? Por supuesto que estoy bien. ¿Es que no lo parezco?
– No sé. Sí, bueno, puede que sí. Pero esto -dije, indicando los añicos a mis pies-, ¿qué es esto? No lo entiendo. La habitación es un revoltijo, todo está hecho trizas.
– Un ejercicio de catarsis, hijo.
– ¿Un ejercicio de qué?
– No importa. Es una especie de medicina para el corazón, un bálsamo para curar el espíritu.
– ¿Quiere decir que todo esto lo ha hecho usted?
– Había que hacerlo. Lamento el escándalo, pero antes o después había que hacerlo.
Por la forma en que me miraba, intuí que había vuelto a ser él mismo. Su voz había recobrado su timbre altivo y parecía estar mezclando la amabilidad y el sarcasmo con la antigua y conocida astucia.
– ¿Quiere eso decir -dije, sin atreverme aún a esperarlo-, quiere eso decir que las cosas van a ser diferentes a partir de ahora?
– Tenemos la obligación de recordar a los muertos. Esa es la ley fundamental. Si no los recordásemos, perderíamos el derecho a llamarnos humanos. ¿Me captas, Walt?