Выбрать главу

– No quiso estorbarnos -dijo el maestro-. Pensó que podría traernos mala suerte.

– Pero ella es nuestra patrocinadora, ¿no? Es la que paga las cuentas. Uno pensaría que no querría perdernos de vista para vigilar su inversión.

– Es lo que se llama un socio silencioso.

– ¿Silencioso? Me está tomando el pelo, jefe. Esa señora es tan silenciosa como una fábrica de coches. Es capaz de arrancarte la oreja de un mordisco y escupir los pedazos antes de que tú puedas meter baza.

– En la vida, sí. Pero yo estoy hablando de negocios. En la vida, no hay duda de que tiene lengua. No voy a discutírtelo.

– No sé cuál es su problema, pero todos esos días en que usted estuvo fuera de circulación, ella hizo algunas cosas muy raras. No digo que no sea una buena persona y todo eso, pero había veces, permítame que se lo diga, había veces en que me daban escalofríos al ver las cosas que hacia.

– Ha estado trastornada. No puedes culparla por ello, Walt. Ha pasado algunos malos tragos en estos últimos meses, y es mucho más frágil de lo que tú crees. Simplemente, tienes que tener paciencia con ella.

– Eso es más o menos lo mismo que ella me dijo respecto a usted.

– Es una mujer inteligente. Un poco nerviosa, quizá, pero tiene una buena cabeza sobre los hombros y el corazón en su sitio.

– Madre Sioux, que su alma descanse en paz, me dijo una vez que usted estaba dispuesto a casarse con ella.

– Lo estuve, luego dejé de estarlo. Luego lo estuve otra vez. Luego ya no. Ahora… ¡quién sabe! Si los años me han enseñado algo, muchacho, es que cualquier cosa puede suceder. Cuando se trata de hombres y mujeres, nunca puedes apostar nada.

– Sí, es bastante retozona, hay que reconocerlo. Justo cuando crees que la tienes bien atada, se suelta de la ligadura y sale disparada hacia el prado de al lado.

– Exactamente. Lo cual explica por qué a veces lo mejor es no hacer nada. Si te quedas quieto a la espera, hay una posibilidad de que aquello que estás esperando venga directamente a ti.

– Todo eso es demasiado profundo para mí, señor.

– No eres el único, Walt.

– Pero si alguna vez se casan, apuesto doble contra sencillo a que no será un camino de rosas.

– No te preocupes por eso. Concéntrate en tu trabajo y déjame a mí los asuntos amorosos. No necesito consejos de la chiquillería. Es mi canción, y la cantaré a mi manera.

No tuve huevos para llevar más lejos la conversación. El maestro Yehudi era un genio y un brujo, pero yo tenía cada vez más claro que no entendía en absoluto a las mujeres. Yo estaba en el secreto de los pensamientos más íntimos de la señora Witherspoon, había escuchado sus rijosas confidencias de borracha en muchas ocasiones, y sabía que el maestro no iba a llegar a ninguna parte con ella a menos que cogiera el toro por los cuernos. Ella no quería deferencias, ella quería que la tomaran por asalto y la conquistaran, y cuanto más tiempo titubeara él, menores serian sus posibilidades. Pero ¿cómo decirle eso? No podía hacerlo. No si tenía aprecio a mi propio pellejo, así que mantuve la boca cerrada y lo dejé correr. Era su maldito asunto, me dije, y si él estaba tan decidido a echarlo a perder, ¿quién era yo para impedírselo?

Así que volvimos a Wichita y estuvimos muy atareados haciendo planes para empezar de nuevo. La señora W. no dijo ni palabra acerca de las manchas de agua de los asientos, pero supongo que las consideró un coste comercial, parte del riesgo que corres cuando pones tus miras en hacer mucho dinero. Tardamos unas tres semanas en ultimar los preparativos -fijar las fechas de las actuaciones, imprimir octavillas y carteles, ensayar el nuevo número- y durante ese tiempo el maestro y la señora Witherspoon estuvieron bastante amartelados, mucho más tiernos de lo que yo había esperado. Pensé que a lo mejor me equivocaba y que el maestro sabía exactamente lo que hacía. Pero luego, el día de nuestra partida, él cometió un error, una metedura de pata táctica que reveló la debilidad de su estrategia global. Lo vi con mis propios ojos, de pie en el porche mientras el maestro y la señora se despedían, y fue lastimoso de ver, un triste capítulo en la historia de las penas de amor.

– Hasta pronto, chica -dijo él-. Nos veremos dentro de un mes y tres días.

– Partid, muchachos, hacia las tierras salvajes y desoladas -dijo ella.

Después de eso hubo un embarazoso silencio, y, como me sentía incómodo, abrí la bocaza y dije:

– ¿Qué me dice, señora? ¿Por qué no se mete en el coche y se viene con nosotros?

Vi que sus ojos se iluminaban cuando dije eso, y tan seguro como que Roma y amor son la misma palabra leída al revés, ella habría dado seis años de su vida por dejarlo todo y subirse a ese coche. Se volvió al maestro y le dijo:

– Bueno, ¿qué te parece? ¿Debería ir con vosotros o no?

Y él, como un verdadero gilipollas, le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo:

– Como tú quieras, querida.

Los ojos de ella se nublaron por un segundo, pero aún no estaba todo perdido. Todavía con la esperanza de oír las palabras adecuadas de sus labios, lo intentó de nuevo y dijo:

– No, decídelo tú. No quiero estorbaros.

Y él contestó:

– Eres libre, Marion. No me corresponde a mí decirte lo que debes hacer.

Y ahí se acabó todo. Vi que la luz de sus ojos se apagaba; su cara se cerró con una expresión tensa e irónica; y se encogió de hombros.

– Da igual -dijo-. Además, aquí hay mucho que hacer.

– Luego, con una valiente sonrisita forzada, añadió-: Mándame una postal cuando tengas una oportunidad. Que yo sepa, siguen siendo muy baratas.

Y eso fue todo, amigos. La oportunidad de una vida, perdida para siempre. El maestro la dejó escapar entre sus dedos, y lo peor de todo es que creo que ni siquiera se dio cuenta de lo que había hecho.

Viajamos en un coche diferente esta vez, un Ford negro de segunda mano que la señora Witherspoon había elegido para nosotros después de nuestro regreso de Larned. Ella le puso el apodo de Prodigiomóvil, y aunque no podía compararse con el Chrysler en tamaño y suavidad, hacía todo lo que se le pedía. Partimos una mañana lluviosa de mediados de septiembre, y una hora después de salir de Wichita había olvidado ya la torpeza sentimental de la que había sido testigo en el porche. Mis rayos mentales estaban fijos en Oklahoma, el primer estado en el que actuaríamos en nuestra gira, y cuando llegamos a Redbird dos días más tarde, yo estaba tan tenso como un muñeco de cuerda y más loco que una cabra. Esta vez va a salir bien, me decía. Sí, señor, aquí es donde empieza todo. Incluso el nombre de la ciudad me pareció un buen presagio, y dado que si algo era en aquellos tiempos era supersticioso, eso tuvo un poderoso efecto en mi ánimo. Redbird. Igual que mi equipo de béisbol en Saint Louis, mis viejos y queridos amigos los Cardinals [3].

Era el mismo número con nuevo vestuario, pero de alguna manera todo parecía distinto, y al público le caí simpático en cuanto entré, lo cual significaba haber ganado la mitad de la batalla en ese mismo momento. El maestro Yehudi soltó su perorata pueblerina hasta el final, mi atuendo de Huck Finn era el colmo de la modestia, y, en resumidas cuentas, los dejamos patitiesos. Seis o siete mujeres se desmayaron, los niños gritaban, los hombres se quedaron boquiabiertos de admiración e incredulidad. Los tuve hipnotizados durante treinta minutos, haciendo cabriolas y volteretas en el aire, planeando con mi cuerpecito por encima de la superficie de un lago ancho y centelleante, y luego, al final, elevándome a una altura récord de metro y medio antes de descender flotando hasta el suelo y despedirme con una reverencia. El aplauso fue estruendoso, extático. Dieron hurras y gritaron, aporrearon cacerolas, tiraron confeti. Era la primera vez que saboreaba el éxito, y me encantó, me encantó como nada me ha encantado ni antes ni después.

вернуться

[3]Redbird y cardinals son dos nombres del mismo pájaro, el cardenal de cresta roja. (N. de la T.).