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Cuando me senté a desayunar con el maestro Yehudi a la mañana siguiente, no pude contenerme, las palabras salieron antes de que yo supiera que iba a decirlas. La señora Witherspoon estaba aún en la cama, y en la mesa sólo estábamos nosotros dos, esperando a que Nelly Boggs saliera de la cocina y nos sirviera las salchichas y los huevos revueltos.

– ¿Recuerda aquella ley de la que me habló? -dije.

El maestro, que tenía la nariz enterrada en el periódico, levantó la vista de los titulares y me dirigió una larga e inexpresiva mirada.

– ¿Ley? -dijo-. ¿Qué ley?

– Tiene que acordarse. Esa sobre deberes y esas cosas. Sobre que ya no seríamos humanos si olvidásemos a los muertos.

– Claro que la recuerdo.

– Bueno, a mí me parece que estamos quebrantando esa ley a diestro y siniestro.

– ¿Cómo, Walt? Aesop y madre Sioux están dentro de nosotros. Los llevamos en nuestro corazón dondequiera que vamos. Nada cambiará eso nunca.

– Pero nos largamos, ¿no es así? Fueron asesinados por una banda de demonios y nosotros no hicimos nada.

– No podíamos. Si hubiéramos ido tras ellos, nos habrían matado a nosotros también.

– Esa noche, tal vez. Pero ¿y ahora? Si se supone que debemos recordar a los muertos, entonces no tenemos más remedio que perseguir a esos cabrones y encargarnos de que reciban su merecido. Quiero decir, diantre, nosotros lo estamos pasando bien, ¿verdad? Viajamos por el país en nuestro automóvil, ganamos pasta en cantidad, nos pavoneamos ante el mundo como un par de artistas. Pero ¿y mi compañero Aesop? ¿Y la vieja madre Sioux? Ellos están pudriéndose en sus tumbas mientras la basura que les colgó sigue libre.

– Domínate -dijo el maestro, estudiándome atentamente mientras se me saltaban las lágrimas y empezaban a correr por mis mejillas. Su voz era severa, casi al borde de la cólera-. Efectivamente, podríamos ir tras ellos. Podríamos seguir su pista y entregarlos a la justicia, pero ésa sería la única tarea que tendríamos durante el resto de nuestras vidas. La bofia no nos ayudaría, te lo garantizo, y si crees que un jurado los condenaría, reflexiona. El Klan está por todas partes, Walt, son los amos de todo el podrido cotarro. Son los mismos tipos simpáticos y sonrientes que veías en las calles de Cibola, Tom Skinner, Judd McNally, Harold Dowd, todos ellos forman parte del Klan, desde el primero hasta el último, el carnicero, el panadero, el candelero. Tendríamos que matarlos nosotros mismos, y en cuanto fuéramos por ellos, ellos vendrían por nosotros. Se derramaría mucha sangre, Walt, y la mayor parte sería la nuestra.

– No es justo -dije, resollando entre lágrimas-. No es justo, no está bien.

– Tú lo sabes y yo lo sé, y mientras los dos lo sepamos, Aesop y madre Sioux se sentirán felices.

– Están retorciéndose en medio de un tormento, maestro, y sus almas nunca estarán en paz hasta que nosotros hagamos lo que tenemos que hacer.

– No, Walt, te equivocas. Ambos están ya en paz.

– ¿Sí? Y ¿por qué es usted tan experto en lo que los muertos están haciendo en sus tumbas?

– Porque he estado con ellos. He estado con ellos y he hablado con ellos, y ya no sufren. Quieren que nosotros sigamos con nuestro trabajo. Eso es lo que me dijeron. Quieren que les recordemos continuando el trabajo que hemos comenzado.

– ¿Qué? -dije, sintiendo de pronto que se me ponía la carne de gallina-. ¿De qué diablos está usted hablando?

– Vienen a mí, Walt. Casi todas las noches durante los últimos seis meses. Vienen a mí y se sientan en mi cama, cantando canciones y acariciándome la cara. Son más felices de lo que fueron en este mundo, créeme. Aesop y madre Sioux son ángeles ahora y ya nada puede afectarlos.

Era la cosa más extraña y fantástica que había oído nunca, y, sin embargo, el maestro Yehudi lo dijo con tanta convicción, con tanta sinceridad y calma, que nunca dudé de que estaba diciendo la verdad. Y aunque no fuera la verdad en un sentido absoluto, no había duda de que él lo creía, y si no lo creía, entonces acababa de realizar la interpretación más eficaz de todos los tiempos. Me quedé allí sentado en una especie de inmovilidad febril, dejando que la visión perdurara en mi cabeza, tratando de aferrarme a la imagen de Aesop y madre Sioux cantándole al maestro en mitad de la noche. No importa realmente saber si sucedió o no, porque el hecho es que lo cambió todo para mí. El dolor empezó a disminuir, las nubes negras empezaron a dispersarse y, cuando me levanté de la mesa aquella mañana, lo peor de la aflicción había pasado. Al final, eso es lo único que cuenta. Si el maestro mintió, lo hizo por una buena razón. Y si no mintió, entonces la historia era verídica y no hay motivo para de defenderle. De una forma u otra, me salvó. De una forma u otra, rescató mi alma de las fauces de la bestia.

Diez días más tarde retomamos el trabajo donde lo habíamos dejado, saliendo de Wichita en otro coche nuevo. Nuestras ganancias eran tales que ahora podíamos permitirnos algo mejor, así que cambiamos el Ford por el Prodigiomóvil II, un Pierce Arrow gris plata con asientos de cuero y estribos del tamaño de sofás. Estábamos en números negros desde el comienzo de la primavera, lo cual quería decir que le habíamos reembolsado a la señora Witherspoon los gastos iniciales, había dinero en el banco para el maestro y para mí y ya no teníamos que mirar el céntimo como antes. Toda la operación había subido un nivel o dos: pueblos más grandes para las actuaciones, pequeños hoteles en lugar de pensiones y casas de huéspedes donde descansar nuestros huesos, transporte más elegante. Yo estaba de nuevo en la pista cuando partimos, totalmente cargado y listo para arrancar, y durante los próximos meses despegué una y otra vez, añadiendo nuevos trucos y florituras al número casi cada semana. Para entonces me había acostumbrado de tal modo a las multitudes, me sentía tan a gusto durante mis actuaciones, que era capaz de improvisar sobre la marcha, de inventar y descubrir nuevos giros en medio de un espectáculo. Al principio siempre me había atenido a la rutina, siguiendo rígidamente los pasos que el maestro y yo habíamos planeado de antemano, pero ya había superado esa etapa, le había cogido el tranquillo y ya no me daba miedo experimentar. La locomoción siempre había sido mi punto fuerte. Era el corazón de mi número, lo que me separaba de todos los levitadores que me habían precedido, pero mi elevación no era superior a la media, un discreto metro y medio. Quería mejorar eso, doblar o incluso triplicar esa marca si podía, pero ya no podía permitirme el lujo de sesiones de práctica que duraban todo el día, la vieja libertad de trabajar bajo la supervisión del maestro Yehudi durante diez o doce horas seguidas. Ahora era un profesional, con todas las cargas y los apretados horarios que ello implica, y el único sitio donde podía practicar era delante del público.