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Así que eso es lo que hice, especialmente después de aquellas breves vacaciones en Wichita, y con inmenso asombro descubrí que la presión me inspiraba. Algunos de mis mejores trucos datan de aquel periodo, y sin los ojos de la multitud para espolearme, dudo que hubiera encontrado el valor de intentar la mitad de las cosas que hacía. Todo empezó con el número de la escalera; ésa fue la primera vez que utilicé un «soporte invisible», término que acuñé más tarde como invención mía. Estábamos en el norte de Michigan entonces, y justo en mitad de la actuación, cuando me elevaba para empezar a cruzar el lago, vi un edificio a lo lejos. Era una estructura grande de ladrillo, probablemente un almacén o una vieja fábrica, y tenía una escalera de incendios en una de las paredes. No pude evitar fijarme en aquella escalera metálica. La luz del sol se reflejaba en ella en aquel momento y relucía con un brillo rabioso bajo el sol de la tarde. Sin pensarlo, levanté un pie en el aire como si fuera a subir una escalera de verdad y lo posé en un escalón invisible; luego levanté el otro pie y lo puse en el siguiente escalón. No era que notara nada sólido en el aire, pero no obstante iba subiendo, ascendiendo gradualmente una escalera que se extendía de un extremo al otro del lago. Aunque no podía verla, tenía una imagen definida de ella en mi mente. Hasta donde puedo recordar, tenía un aspecto parecido a esto:

El punto más elevado -la plataforma del centro- estaba aproximadamente a dos metros setenta centímetros sobre la superficie del agua, un metro y veinte centímetros más alto de lo que yo había subido nunca. Lo extraño era que no titubeé. Una vez que tuve la imagen clara en mi mente, supe que podía depender de ella para cruzar. Lo único que tenía que hacer era seguir la forma del imaginario puente y éste me sostendría como si fuera real. Unos momentos más tarde estaba planeando por encima del lago sin una vacilación ni un tropiezo. Doce escalones de subida, cincuenta y dos pasos en horizontal y luego doce escalones de bajada. Los resultados fueron nada menos que perfectos.

Después de ese importante adelanto, descubrí que podía usar otros soportes con la misma eficacia. Siempre y cuando pudiera imaginar la cosa que deseaba, siempre y cuando pudiera visualizarla con un alto grado de claridad y definición, podría disponer de ella para mi actuación. Así fue como desarrollé algunas de las partes más memorables de mi número: la escala de cuerda, el tobogán, el columpio, la cuerda floja, las incontables innovaciones por las que fui aclamado. Estos cambios no sólo aumentaban el goce del público, sino que me proporcionaron una relación totalmente nueva con mi trabajo. Yo ya no era sólo un robot, un mono entrenado que hacía la misma serie de trucos en cada espectáculo: me estaba convirtiendo en un artista, un verdadero creador que actuaba tanto para su propio placer como para el placer de otros. Era este carácter imprevisible lo que me excitaba, la aventura de no saber nunca qué iba a suceder de un espectáculo al siguiente. Si tu única motivación es ser amado, congraciarte con la multitud, es inevitable que caigas en malas costumbres, y al final el público se cansa de ti. Tienes que continuar poniéndote a prueba, desarrollando tu talento al máximo. Lo haces por ti mismo, pero al final es esta lucha por mejorar lo que más aprecian tus admiradores. Ésa es la paradoja. La gente empieza a intuir que estás ahí arriesgándote por ellos. Les permites compartir el misterio, participar en ese algo sin nombre que te impulsa a hacerlo, y cuando eso sucede, ya no eres simplemente un ejecutante, vas camino de convertirte en una estrella. En el otoño de 1928, ahí es exactamente donde estaba yo: al borde de convertirme en una estrella.

A mediados de octubre nos encontrábamos en el centro de Illinois, cumpliendo los últimos compromisos antes de dirigirnos a Wichita para un bien ganado descanso. Si recuerdo correctamente, habíamos terminado una actuación en Gibson City, uno de esos pueblecitos con una silueta de torres de agua y silos de grano con elevador mecánico. Desde lejos crees que te aproximas a una villa importante y luego llegas allí y descubres que esos silos son lo único que tienen. Ya habíamos dejado el hotel y estábamos sentados en un restaurante en la calle principal tomando un refrigerio liquido antes de meternos en el coche y marcharnos. Era una hora muerta del día, entre el desayuno y el almuerzo, y el maestro Yehudi y yo éramos los únicos clientes. Recuerdo que acababa de tragarme los restos de espuma de chocolate caliente cuando la campanilla de la puerta tintineó y entró un tercer cliente. Por ociosa curiosidad, levanté la cabeza para echar un vistazo al recién llegado, y, ¿adivinan quién era? Ni más ni menos que mi tío Slim, el viejo prodigio de delgadez en persona. La temperatura no sería superior a los tres grados ese día, pero él iba vestido con un gastado traje de verano. Llevaba el cuello subido y se agarraba las dos mitades de la chaqueta con la mano derecha. Estaba tiritando cuando cruzó el umbral, y parecía un chihuahua empujado por el viento del norte; si no me hubiera quedado tan pasmado, probablemente me habría reído al verle.

El maestro Yehudi estaba de espaldas a la puerta. Cuando vio la expresión de mi cara (debí de ponerme blanco), se volvió rápidamente para ver qué era lo que me había perturbado tanto. Slim estaba aún de pie en la entrada, frotándose las manos y examinando el fonducho con sus ojos bizcos, y en cuanto nos echó la vista encima nos dirigió una de aquellas sonrisas dentudas que yo siempre había temido de niño. Aquel encuentro no era accidental. Había venido a Gibson City porque quería hablar con nosotros, y tan seguro como que seis y siete son trece, el número de la mala suerte, nos enfrentábamos a problemas gordos.

– Vaya, vaya -dijo, rebosando falsa amabilidad mientras se acercaba a nuestra mesa-. Qué casualidad. Vengo al culo del mundo por asuntos personales, entro en el bar del pueblo para tomarme un cafetito, y, ¿con quién me tropiezo? Pues con mi sobrino largo tiempo desaparecido. El pequeño Walt, la niña de mis ojos, esa maravilla de chaval pecoso. Parece cosa del destino. Como encontrar una aguja en un pajar.

Sin que el maestro ni yo hubiésemos dicho una palabra, se aparcó en la silla vacía que había a mi lado.

– No te importa que me siente, ¿verdad? -dijo-. Estoy tan sorprendido por esta alegre ocasión que si sigo sobre mis patas voy a desmayarme.

Luego me palmeó la espalda y me revolvió el pelo, aún fingiendo estar encantado de verme, cosa que probablemente era cierta, pero no por ninguna de las razones que tendría una persona normal. Me dio escalofríos que me tocase. Me aparté de su mano, pero él no presto atención al desaire y continuó parloteando a su manera babosa, mostrando sus dientes marrones y torcidos a la primera oportunidad.

– Bueno, chaval -continuó-, parece que el mundo te trata bastante bien últimamente, ¿no? Por lo que me dicen los papeles, eres el no va más, lo más grande que se ha visto desde el pan de centeno. Aquí tu mentor debe estar rebosante de orgullo, por no hablar de simplemente rebosante, puesto que su cartera no ha debido sufrir mucho en el proceso. No puedo decirte cuánto me alegro, Walt, de ver que mi pariente se está haciendo un hombre en el gran mundo.

– Díganos qué quiere, amigo -dijo el maestro, interrumpiendo finalmente el monólogo de Slim-. El muchacho y yo estábamos a punto de marcharnos y no tenemos tiempo para quedarnos aquí charlando.

– Diantre -dijo Slim, esforzándose por parecer ofendido-, ¿es que no puede uno enterarse de cómo le va al hijo de su propia hermana? ¿Qué prisa tiene? Por el aspecto de esa máquina que tiene usted aparcada junto al bordillo, llegará a tiempo a donde vaya.