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El trabajo me mantenía en marcha y afortunadamente tenía mucho, una interminable serie de contratos para el invierno. Después de nuestro regreso a Wichita, el maestro preparó una complicada gira con un número récord de funciones semanales. De todas las medidas inteligentes que tomó, su jugada más hábil fue llevarnos a Florida durante los meses más fríos. Estuvimos allí desde mediados de enero hasta finales de marzo, cubriendo la península de una punta a otra, y durante este largo viaje -la primera y única vez que sucedió- la señora Witherspoon vino con nosotros. Contrariamente a todas aquellas bobadas de que fuera gafe, no me trajo más que buena suerte. Suerte no sólo en lo que se refiere a Slim (no le vimos el pelo), sino suerte en términos de locales abarrotados de público, con grandes ingresos de taquilla y agradable compañía (a ella le gustaba ir al cine tanto como a mí). Aquellos eran los días del auge de la compra de tierras en Florida, y los ricos habían empezado a ir allí en manadas con sus trajes blancos y sus collares de brillantes para pasar el invierno bailando bajo las palmeras. Era mi primera experiencia de presentarme delante de los peces gordos de la sociedad. Hacia mi número en clubs de campo, campos de golf y ranchos de gente de ciudad, y a pesar de toda su elegancia y sofisticación, aquellos tipos de sangre azul se prendaron de mí con el mismo entusiasmo que los miserables de la tierra. No había ninguna diferencia. Mi número era universal, y asombraba a todo el mundo de la misma manera, a ricos y pobres por igual.

Para cuando regresamos a Kansas, había empezado a ser yo mismo de nuevo. Slim no había asomado la jeta desde hacía más de cinco meses y supuse que si estaba planeando alguna sorpresa, ya nos la habría dado. Cuando partimos otra vez hacia el Medio Oeste a finales de abril, más o menos yo había dejado de pensar en él. Aquella terrorífica escena de Gibson City estaba tan lejana que a veces me parecía que no había sucedido nunca. Me sentía relajado y confiado, y si había algo en mi mente además de mi número era el vello que había comenzado a crecer en mis axilas y en mis ingles, aquel tardío brote que anunciaba mi entrada en la tierra de las poluciones nocturnas y los pensamientos impuros. Tenía la guardia baja y, exactamente como siempre había sabido que ocurriría, exactamente como había temido al empezar aquel asunto, el rayo cayó justamente cuando menos lo esperaba. El maestro y yo estábamos en Northfield, Minnesota, un pueblecito a unos sesenta kilómetros de Saint Paul; y, como era mi costumbre antes de las actuaciones vespertinas, me fui al cine para matar un par de horas. Las películas sonoras estaban en pleno apogeo por entonces, y yo no me cansaba de ellas, iba siempre que tenía la oportunidad y en ocasiones veía la misma película tres o cuatro veces. Aquel día la película principal era Los cuatro cocos, la última comedia de los hermanos Marx, situada en Florida. La había visto antes, pero me volvían loco aquellos payasos, especialmente Harpo, el mudo de la absurda peluca y la bocina, y me fui corriendo cuando me enteré de que la ponían aquella tarde. El cine era un local bastante grande, con un aforo de unas doscientas o trescientas personas, pero debido al buen tiempo primaveral no habría más de media docena de espectadores conmigo. Lo cual no me importó, naturalmente. Me instalé con una bolsa de palomitas y me puse a reír como un loco, sin pensar en los otros cuerpos repartidos por la oscuridad. Al cabo de veinte o treinta minutos oh algo raro, un olor medicinal curiosamente dulce que me llegaba desde atrás. Era un olor fuerte y se volvía más fuerte por segundos. Antes de que pudiera volverme para ver qué era, me plantaron sobre la cara un trapo empapado en aquel liquido acre. Salté y me debatí para librarme de él, pero una mano me empujó hacia atrás y luego, antes de que pudiese reunir fuerzas para un segundo intento, la capacidad de luchar me abandonó de repente. Mis músculos se ablandaron; mi piel se derritió como mantequilla; mi cabeza se separó de mi cuerpo. A partir de ese momento, visité varios lugares en los que no había estado nunca.

Yo había imaginado toda clase de batallas y enfrentamientos con Slim -peleas a puñetazos, asaltos, disparos en oscuros callejones-, pero ni una sola vez se me había pasado por la cabeza que me raptase. No entraba en el modus operandi de mi tío hacer algo que requiriese una planificación tan a largo plazo. Era un exaltado, un loco que se precipitaba a hacer las cosas por el impulso del momento, y si rompió el molde por mi causa, eso sólo demuestra lo amargado que estaba, lo profundamente que mi éxito le había enconado. Yo era la única gran oportunidad que tendría en su vida y no iba a dejarla escapar por perder los estribos. Esta vez no. Iba a actuar como un verdadero gángster, un hábil profesional que pensaba en todas las posibilidades, y acabaría apretándonos los tornillos a base de bien. No se había metido en aquello sólo por el dinero, no se había metido en aquello sólo por la venganza: quería ambas cosas, y raptarme para pedir un rescate era la combinación mágica, la forma de matar aquellos dos pájaros de un solo tiro.

Esta vez tenía un socio, un corpulento ladrón de nombre Fritz, y considerando que eran pesos ligeros mentales, hicieron bastante bien el trabajo de tenerme escondido. Primero me metieron en una cueva en las afueras de Northfield, un agujero húmedo y asqueroso donde pasé tres días y tres noches con las piernas atadas con gruesas cuerdas y una mordaza sobre la boca; luego me dieron una segunda dosis de éter y me llevaron a otro sitio, un sótano en lo que debía de ser un edificio de apartamentos en Minneapolis o en Saint Paul. Eso duró sólo un día, y desde allí me llevaron en coche nuevamente al campo, instalándome en la casa abandonada de un buscador de minas en lo que más tarde supe que era Dakota del Sur. Aquello parecía más la Luna que la Tierra, un paisaje sin árboles, desolado y muerto, y estábamos tan lejos de cualquier carretera que aunque hubiese conseguido escapar de ellos habría tardado horas en encontrar ayuda. Aprovisionaron el lugar de comida enlatada para un par de meses, y todas las señales apuntaban a un largo y exasperante confinamiento. Así era como Slim había decidido hacer su jugada: lo más despacio que pudiera. Quería que el maestro se retorciera, y si eso implicaba alargar un poco las cosas, tanto mejor. No tenía prisa. Puesto que todo aquello era tan delicioso para él, ¿por qué ponerle fin antes de haberse divertido bien?

Yo nunca le había visto tan gallito, tan eufórico y satisfecho de sí mismo. Se paseaba por aquella cabaña como un general de división, ladrando órdenes y riéndose de sus propios chistes, lanzando un torbellino de lunáticas bravatas. Me repugnaba verle así, pero al mismo tiempo me ahorraba el pleno impacto de su crueldad. Con todos los ases en la mano, Slim podía permitirse ser generoso, y nunca me trató con la brutalidad que yo temía. Eso no quiere decir que no me abofeteara a veces, que no me pegara en la boca o me retorciera las orejas cuando se le antojaba, pero la mayor parte de sus agresiones venían en forma de mofas y puyazos verbales. No se cansaba nunca de decirme que ahora habían «cambiado las tornas con aquel asqueroso judío», o de burlarse de las erupciones de acné que moteaban mi cara («Vaya, muchacho, otro grano purulento», «Diantre, chaval, tienes un montón de volcanes repartidos por la frente») o de recordarme que mi destino estaba ahora en sus manos. Para subrayar este último punto, a veces se acercaba a mi haciendo girar una pistola en su dedo y apretaba la boca del cañón contra mi cráneo. «¿Ves lo que quiero decir, muchacho?», decía, y luego se echaba a reír. «Un pequeño apretón a este gatillo y tus sesos salpicarán la pared.» Una o dos veces llegó a apretar el gatillo, pero eso era sólo para asustarme. Mientras no se hubiera embolsado el dinero del rescate, yo sabía que no tendría agallas para cargar aquella pistola.