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No resultaba nada agradable, pero descubrí que podía soportarlo. Hice de tripas corazón, como se suele decir, y me di cuenta de que era preferible escuchar su parloteo a que me partiera los huesos. Siempre que mantuviera la boca cerrada y no le provocara, generalmente agotaba sus recursos al cabo de quince o veinte minutos. Dado que me tenían amordazado la mayor parte del tiempo, tampoco tenía mucha elección. Pero incluso cuando mis labios estaban libres, procuraba no hacer caso de sus insolencias. Se me ocurrían docenas de jugosas réplicas e insultos, pero generalmente me las callaba, ya que sabia muy bien que cuanto menos me enzarzara con aquel hijo de puta, menos me exasperaría.

Aparte de eso, no tenía mucho a que agarrarme. Slim estaba demasiado loco para confiar en él, y no había nada que me garantizase que no encontrara la forma de matarme una vez que hubiese recogido el dinero. Yo no sabía lo que tenía pensado, y esa ignorancia era lo que más me torturaba. Podía aguantar las penalidades del confinamiento, pero mi cabeza nunca estaba libre de visiones de lo que me esperaba: que me cortara el cuello, que me metiera una bala en el corazón, que me arrancara la piel a tiras.

Fritz no hacía nada para aliviar estos tormentos. Era poco más que un subordinado servil, un gordo desmañado que se movía resollando y arrastrando los pies mientras hacia las varias tareas menores que Slim le asignaba. Cocinaba las judías en la estufa de leña, barría el suelo, vaciaba los cubos de mierda, ajustaba y apretaba las cuerdas que ataban mis brazos y mis piernas. Dios sabe de dónde había sacado Slim a aquel tipo bovino, pero supongo que no podía haber encontrado a un secuaz más dispuesto. Fritz era doncella, mayordomo y chico de los recados, el tonto forzudo que nunca pronunciaba una palabra de queja. Pasaba los largos días y las noches como si aquella comarca yerma fuera el mejor centro de vacaciones de América, perfectamente contento con esperar su oportunidad y no hacer nada, con mirar por la ventana, con respirar. Durante diez o doce días apenas me habló, pero luego, después de que le enviaran la primera nota de rescate al maestro Yehudi, Slim empezó a ir al pueblo todas las mañanas, presumiblemente para echar cartas, hacer llamadas telefónicas o comunicar sus demandas por algún otro medio, y Fritz y yo comenzamos a pasar parte del día los dos solos. No me atrevería a decir que llegamos a un entendimiento, pero por lo menos no me asustaba como Slim. Fritz no tenía nada personal contra mí. Simplemente, hacía su trabajo, y al poco tiempo me di cuenta de que estaba tan a oscuras como yo respecto al futuro.

– Va a matarme, ¿no? -le dije una vez, sentado en una silla mientras él me daba de comer las judías estofadas y las galletas del mediodía.

A Slim le asustaba tanto la idea de que yo huyera que nunca me quitaba las ataduras, ni siquiera cuando estaba comiendo o durmiendo o cagando. Así que Fritz me daba la comida a cucharadas, metiéndomela en la boca como si yo fuera un niño.

– ¿Uh? -dijo Fritz, respondiendo del modo brillante y rápido que le caracterizaba. Sus ojos parecían vacíos, como si su cerebro hubiera quedado en un atasco de tráfico entre Pittsburgh y las montañas Allegheny-. ¿Decías algo?

– Me va a despachar, ¿no es cierto? -repetí-. Quiero decir que no hay ninguna posibilidad de que salga de aquí vivo.

– No lo sé. Tu tío no me dice nada de lo que piensa hacer. Simplemente, va y lo hace.

– ¿Y no te importa que no te cuente las cosas?

– No, no me importa. Mientras me dé mi parte, ¿por qué iba a importarme? Lo que haga contigo no es asunto mío.

– ¿Y qué te hace estar tan seguro de que te pagará lo que te debe?

– Nada. Pero si no hace lo que tiene que hacer, le reventaré a puñetazos.

– No os va a salir bien, Fritz. Todas esas cartas que Slim está mandando desde la oficina de correos del pueblo… Seguirán vuestra pista hasta esta choza en un dos por tres.

– Ja, ésta si que es buena. Crees que somos estúpidos,¿no?

– Sí, eso es lo que creo. Muy estúpidos.

– Ja. ¿Y si te dijera que tenemos otro socio? ¿Y si ese socio fuera el tipo que recibe esas cartas?

– Bueno, ¿y si me lo dijeras?

– Como si no acabara de decírtelo. ¿Ves dónde quiero ir a parar? Ese otro socio les pasa las notas y esas cosas a los fulanos que tienen la pasta. No hay manera de que nos encuentren aquí.

– ¿Y qué hay de ese otro, el tipo con el que estáis confabulados? ¿Es invisible o algo así?

– Sí, eso es. Tomó una dosis de polvos esfumantes y se hizo humo.

Ésa debió de ser la conversación más larga que tuve con éclass="underline" Fritz en uno de sus momentos más elocuentes y prolijos. No era que me tratase mal, pero tenía hielo en las venas y algodón en la sesera, y nunca pude comunicar con él. No conseguí ponerle en contra del tío Slim, no conseguí convencerle de que me desatara las cuerdas («Lo siento, amiguito, pero de eso nada»), no conseguí debilitar su lealtad y resolución ni un ápice. Cualquier otra persona habría contestado a mi pregunta de una de estas dos maneras: diciéndome que era verdad o diciéndome que era falso. Sí, me habría dicho, Slim pensaba cortarme el cuello, o de lo contrario me habría dado unas palmaditas en la cabeza y me habría asegurado que mis temores eran infundados. Aunque la persona mintiera al decir esas cosas (por múltiples razones, buenas y malas), me habría dado una respuesta directa. Pero Fritz no. Fritz era honrado a carta cabal, y puesto que no podía contestar a mi pregunta dijo que no lo sabía, olvidando que la decencia humana normal exige que una persona dé una respuesta firme a una pregunta tan monumental como esa. Pero Fritz no había aprendido las reglas del comportamiento humano. Era un don nadie y un zoquete, y cualquier muchacho con la cara llena de granos podía ver que hablar con él era una pérdida de tiempo.

¡Oh, me lo pasé divinamente en Dakota del Sur, ya lo creo, un verdadero maratón de diversiones y entretenimientos incesantes! Atado y amordazado durante más de un mes, solo en un cuarto cerrado con llave con una docena de palas y horcas herrumbrosas para hacerme compañía, seguro de que moriría de una muerte brutal. Mi única esperanza era que el maestro me rescatara y una y otra vez soñé que él y una cuadrilla de hombres armados caían sobre la cabaña, llenaban de plomo a Fritz y Slim y me llevaban de vuelta a la tierra de los vivos. Pero pasaban las semanas y nada cambiaba. Y luego, cuando las cosas cambiaron, fue para peor. Una vez que comenzaron las notas y las negociaciones para el rescate, me pareció detectar un gradual endurecimiento del estado de ánimo de Slim, una ligerísima disminución de su confianza. La partida se estaba poniendo seria. El primer ataque de entusiasmo se había calmado, y poco a poco su jocosidad estaba dando paso a su antigua personalidad malhumorada y agria. Regañaba a Fritz, refunfuñaba por la monótona comida, estrellaba los platos contra la pared. Aquéllas fueron las primeras señales, y finalmente las siguieron otras: tirarme de la silla a patadas, burlarse de la panza de Fritz, apretarme las cuerdas de los brazos y las piernas. Parecía claro que la tensión le estaba afectando, pero yo no sabía a qué se debía. No estaba enterado de las discusiones que tenían lugar en el otro cuarto, no leía las notas de rescate ni los artículos de los periódicos que hablaban de mí, y lo poco que oía a través de la puerta me llegaba tan ahogado y fragmentado que nunca podía atar cabos. Lo único que sabía era que Slim actuaba cada vez más como Slim. La tendencia era inconfundible, y una vez que volvió a ser quien era, comprendí que todo lo que había sucedido hasta entonces me parecería unas vacaciones, un crucero a las Antillas Menores en un maldito yate de lujo.

A principios de junio ya se hallaba próximo al punto de ruptura. Incluso Fritz, el siempre plácido e inalterable Fritz, estaba empezando a mostrar síntomas de desgaste, y vi en sus ojos que las burlas de Slim sólo podían ir un poco más lejos antes de que el zopenco de su compañero se ofendiera. Eso se convirtió en el objeto de mis más fervientes plegarias -una auténtica pelea-, pero aunque no llegaron a las manos, me proporcionaba un pequeño consuelo ver con cuánta frecuencia sus conversaciones acababan en riñas menores, que generalmente consistían en que Slim pinchaba a Fritz y éste se retiraba enfurruñado a un rincón, mirando fijamente al suelo y mascullando maldiciones entre dientes. Aunque no fuera más que eso, me libraba de parte del peso, y con tantos peligros acechando en el aire, que me olvidaran aunque fuera cinco o diez minutos era una bendición, una dicha inimaginable.