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El tiempo se volvía un poco más caluroso cada día, pesaba un poco más sobre mi piel. Parecía que el sol ya no se ponía nunca, y yo tenía picores casi constantes a causa de las cuerdas. Con la llegada del calor, las arañas habían infestado el cuarto trasero donde yo pasaba la mayor parte del tiempo. Corrían por mis piernas, me cubrían la cara, ponían sus huevos en mi pelo. No bien me sacudía una cuando otra me encontraba. Los mosquitos bombardeaban mis orejas, las moscas se retorcían y zumbaban en dieciséis telarañas distintas, yo excretaba un interminable caudal de sudor. Si no eran los bichos lo que me agobiaba, era la sequedad de mi garganta. Y si no era la sed, era la tristeza, un implacable desmoronamiento de mi voluntad y resolución. Me estaba convirtiendo en gachas, en un perro enloquecido y con la piel arrancada a tiras cociéndose en una olla de escupitajos, y por mucho que me esforzara por ser valiente y fuerte, había momentos en que no podía contenerme más y las lágrimas caían de mis ojos sin parar.

Una tarde Slim irrumpió en mi pequeño escondite y me pilló en medio de uno de estos ataques de llanto.

– ¿Por qué tan triste, compañero? -dijo-. ¿No sabes que mañana es tu gran día?

Me mortificó que me viera así, por lo que volví la cara hacia el otro lado sin responder. No tenía ni idea de lo que estaba hablando, y dado que sólo podía hablar con los ojos, no tenía forma de preguntárselo. Para entonces, ya apenas me importaba.

– Es día de cobro, compañero. Mañana recibimos la pasta, y va a ser una bonita suma. Cincuenta mil bailarinas tumbadas cara con cara en una vieja maleta de mimbre. Justo lo que el médico me mandó, ¿eh, muchacho? Es un plan de jubilación cojonudo, permíteme que te lo diga, y si a eso añadimos que los billetes no están marcados, puedo gastármelos de aquí a México sin que los federales se enteren de nada.

Yo no tenía ningún motivo para dudar de él. Hablaba tan deprisa y sus nervios estaban tan de punta que parecía claro que iba a pasar algo. Sin embargo, no reaccioné. No quería darle esa satisfacción. Así que continué sin mirarle. Al cabo de un momento, Slim se sentó en la cama enfrente de mi silla. Como yo seguía sin reaccionar, se inclinó, me desató la mordaza y me la quitó de la boca.

– Mírame cuando te hablo -dijo.

Pero yo mantuve los ojos fijos en el suelo, negándome a devolverle la mirada. Sin previo aviso, saltó hacia adelante y me abofeteó, una sola vez, muy fuerte. Levanté la vista.

– Eso está mejor -dijo.

Normalmente habría sonreído para subrayar su pequeña victoria, pero aquel día no estaba para tales payasadas. Su expresión se volvió torva y durante algunos segundos me miró con tanta dureza que creí que iba a marchitarme dentro de mi ropa.

– Eres un chico afortunado -continuó-. Cincuenta mil pavos, sobrino. ¿Crees que vales esa cantidad de pasta? Nunca creí que pagaran tanto, pero fui subiendo el precio y ellos ni siquiera titubearon. ¡Mierda, muchacho, no hay nadie en el mundo que soltara eso por mí! En el mercado libre no darían más de una moneda o dos, y eso en un buen día, cuando estoy más dulce y encantador. Y tú tienes a ese miserable judío dispuesto a aflojar cincuenta de los grandes para recuperarte. Supongo que eso te convierte en alguien especial, ¿no? ¿O crees que sólo está faroleando? ¿Es eso lo que se propone, sobrino? ¿Hacer más promesas que no piensa cumplir?

Ahora le estaba mirando, pero eso no significaba que tuviera intención de contestar a sus preguntas. El tío Slim estaba casi encima de mí, encogido en el borde de la cama, como un defensa de béisbol, con la cara pegada a la mía. Estaba tan cerca, que podía ver cada venilla de sus ojos, cada poro de su piel. Tenía las pupilas dilatadas, estaba jadeante y parecía que en cualquier instante iba a abalanzarse sobre mí y a arrancarme la nariz de un mordisco.

– Walt el Niño Prodigio -dijo, bajando la voz hasta un susurro-. Suena bien, ¿no? Walt… el… Niño… Prodigio. Todo el mundo ha oído hablar de ti, muchacho, eres el tema de conversación de todo el maldito país. Yo también te he visto actuar, ¿sabes? No una vez, sino varias, seis o siete veces en el último año. No hay nada igual, ¿verdad? Un enano que anda sobre el agua. Es la artimaña más endiablada que he visto nunca, el engaño más ingenioso desde el invento de la radio. Ni alambres, ni espejos, ni trampillas. ¿Cuál es el truco, Walt? ¿Cómo demonios te elevas del suelo de esa manera?

Yo no iba a hablar, no iba a decirle una palabra, pero después de mirarle fijamente a través del silencio durante diez o quince segundos, él dio un salto y me golpeó en la sien con el canto de la mano, luego me dio en la mandíbula con la otra mano.

– No hay truco -dije.

– Jo, jo, jo! -dijo-. Jo, jo, jo!

– El número es honesto. Lo que se ve es lo que hay.

– ¿Y esperas que me lo crea?

– Me da igual lo que crea. Le digo que no hay truco.

– Mentir es pecado, Walt, ya lo sabes. Especialmente a tus mayores. Los mentirosos arden en el infierno, y si no dejas de soltarme trolas, ahí es exactamente adonde irás. Al fuego del infierno. Puedes estar seguro, muchacho. Quiero la verdad, y la quiero ahora.

– Eso es lo que le estoy dando. Toda la verdad y nada más que la verdad, y que Dios me castigue si no es así.

– De acuerdo -dijo, dándose una palmada en las rodillas en un gesto de frustración-. Si es así como quieres que juguemos, así es como jugaremos. -Se levantó de la cama de un salto y me agarró por el cuello de la camisa, arrancándome de mi silla con un rápido tirón de su brazo-. Si estás tan condenadamente seguro de ti mismo, entonces demuéstramelo. Saldremos ahí fuera y me harás una pequeña demostración. Pero más vale que cumplas con lo dicho, listillo. Yo no tengo tratos con tramposos. ¿Me oyes, Walt? Actúas o te callas. Te elevas del suelo o te dejo el culo hecho papilla.

Me arrastró al otro cuarto, vociferando mientras mi cabeza golpeaba contra el suelo y las astillas se me clavaban en el cuero cabelludo. No había nada que pudiera hacer para defenderme. Las cuerdas seguían sujetando mis brazos y mis piernas, y lo más que podía hacer era retorcerme y chillar, suplicando piedad mientras la sangre goteaba por mi pelo.

– Desátalo -le ordenó a Fritz-. Este mequetrefe dice que puede volar, y vamos a tomarle la palabra. Nada de sis ni peros. Empieza el espectáculo, caballeros. El pequeño Walt va a abrir sus alas y bailar en el aire para nosotros.

Yo podía ver la cara de Fritz desde mi posición en el suelo y vi que estaba mirando a Slim con una mezcla de horror y confusión. El gordo estaba tan aturdido que ni siquiera trató de hablar.

– ¿Bien? -dijo Slim-. ¿A qué esperas? ¡Desátalo!

– Pero, Slim -tartamudeó Fritz-. No tiene sentido. Si le dejamos echar a volar se nos escapará. Como siempre has dicho.

– Olvida lo que he dicho. Desata las cuerdas y veremos qué clase de mentiroso es. Apuesto que no se elevará medio metro del suelo. Ni siquiera cinco miserables centímetros Y aunque lo hiciera, ¿a quién coño le importa? Yo tengo mi pistola, ¿no? Un disparo en la pierna y caerá tan deprisa como un maldito pato.

Este disparatado argumento pareció convencer a Fritz. Se encogió de hombros, vino hasta el centro del cuarto, donde Slim me había depositado, y se agachó para hacer lo que le ordenaban. En cuanto aflojó el primer nudo, sin embargo, sentí que me inundaba una oleada de miedo y repugnancia.