– No voy a hacerlo -dije.
– ¡Oh, vaya si vas a hacerlo! -dijo Slim. Ahora tenía las manos libres y Fritz había concentrado su atención en las cuerdas que rodeaban mis piernas-. Lo harás durante todo el día si yo te lo mando.
– Puede pegarme un tiro -dije llorando-. Puede cortarme el cuello o quemarme hasta convertirme en cenizas, pero no voy a hacerlo de ninguna manera.
Slim se rió brevemente y luego me dio una patada en la espalda con la punta del zapato. El aliento salió disparado de mi pecho como un cohete y caí al suelo presa del dolor.
– Eh, déjale en paz, Slim -dijo Fritz, deshaciendo el último nudo alrededor de mis tobillos-. No está de humor. Cualquier imbécil se daría cuenta.
– ¿Y quién te ha pedido tu opinión, gordinflón? -dijo Slim, volviendo su ira contra un hombre que pesaba dos veces más que él y era tres veces más fuerte.
– ¡Basta ya! -dijo Fritz, gruñendo por el esfuerzo de levantarse del suelo-. Ya sabes que no me gusta que me llames cosas.
– ¿Cosas? -gritó Slim-. ¿A qué cosas te refieres, seboso?
– Ya lo sabes. Todo eso de gordinflón y seboso. No está bien burlarse así de la gente.
– Así que nos estamos volviendo sensibles, ¿eh? ¿Y qué tengo que llamarte, entonces? Mírate al espejo y dime lo que ves. Una montaña de carne, eso es lo que ves. Yo llamo a la gente como se merece, seboso. Si quieres que te llame otra cosa, entonces empieza a perder kilos.
Fritz tenía la mecha más larga y más lenta que ningún hombre que yo hubiera conocido, pero esta vez Slim había ido demasiado lejos. Yo podía sentirlo, podía saborearlo, e incluso mientras estaba allí tirado boqueando y tratando de recobrarme del golpe en la espalda, comprendí que aquélla era la única oportunidad que tendría. Mis brazos y mis piernas estaban libres, encima de mí se estaba armando una bronca, y lo único que tenía que hacer era elegir el momento. Éste se presentó cuando Fritz dio un paso hacia Slim y le clavó un dedo en el pecho.
– No tienes derecho a hablarme así -dijo-. No cuando te he pedido que lo dejes.
Sin emitir un sonido, empecé a arrastrarme en dirección a la puerta, avanzando lo más lenta y suavemente que pude. Oí un golpe sordo detrás de mí. Luego hubo otro, seguido del ruido de zapatos arrastrándose sobre el suelo de madera. Gritos, gruñidos y palabrotas puntuaban aquel tango, pero para entonces yo estaba empujando la puerta, que afortunadamente estaba demasiado torcida para encajar en la jamba. La abrí de un empujón, seguí arrastrándome medio metro más y luego caí fuera, bajo la luz del sol, aterrizando sobre un hombro en la dura tierra de Dakota del Sur.
Notaba los músculos raros y esponjosos. Cuando traté de ponerme de pie, apenas los reconocí. Se me habían vuelto estúpidos y no conseguía que funcionaran. Después de tanto confinamiento e inactividad, me había convertido en un payaso que se movía espasmódicamente. Batallé para ponerme de pie, pero en cuanto di un paso tropecé. Me caí, me levanté, avancé a trompicones un metro o dos, luego volví a caerme. No tenía un segundo que perder y allí estaba yo tambaleándome como un borracho, derrumbándome cada dos o tres pasos. Por pura tenacidad, finalmente llegué hasta el coche de Slim, un viejo cacharro abollado que estaba aparcado a la vuelta de la casa. El sol lo había convertido en un horno y cuando toqué la manija de la portezuela, el metal estaba tan caliente que casi solté un grito. Afortunadamente, sabía arreglármelas con un coche. El maestro me había enseñado a conducir, y no tuve ninguna dificultad para soltar el freno de mano, tirar del starter y girar la llave de contacto. Pero no había tiempo para ajustar el asiento. Mis piernas eran demasiado cortas y la única forma que tenía de llegar con el pie al acelerador era deslizarme hasta el borde del asiento, agarrándome al volante como si me fuera en ello la vida. La primera tos del motor detuvo la pelea dentro de la cabaña, y cuando puse el coche en marcha, Slim salía ya disparado por la puerta y corría hacia mi con su pistola en la mano. Y yo no podía apartar la mano del volante para meter la segunda. Vi que Slim levantaba la pistola y apuntaba. En lugar de virar a la derecha, viré a la izquierda, arremetiendo contra él con el parachoques. Le di justo por encima de la rodilla y él dio un salto y cayó al suelo. Eso me proporcionó unos segundos para maniobrar. Antes de que Slim pudiera levantarse, yo había enderezado el volante y había puesto el coche en la dirección adecuada. Metí la segunda y pisé el pedal hasta el fondo. Una bala atravesó la ventanilla trasera haciendo añicos el cristal a mis espaldas. Otra bala dio en el salpicadero y abrió un agujero en la guantera. Tanteé en busca del embrague con el pie izquierdo, cambié a tercera y me alejé. Puse el coche a cuarenta y cinco, luego a sesenta kilómetros por hora, saltando sobre el escabroso terreno como un domador de potros broncos mientras esperaba que la próxima bala me diera en la espalda. Pero no hubo más balas. Había dejado a aquel saco de mierda en el polvo, y cuando llegué a la carretera unos minutos más tarde, estaba libre.
¿Fui feliz al volver a ver al maestro? Pueden apostar su vida a que lo fui. ¿Se aceleró mi corazón de alegría cuando él abrió sus brazos y me asfixió en un largo abrazo? Sí, mi corazón se aceleró de alegría. ¿Lloramos por nuestra buena suerte? Por supuesto que sí. ¿Reímos y lo celebramos y bailamos cien jigas? Hicimos todo eso y más.
– Nunca más te perderé de vista -dijo el maestro Yehudi.
– Nunca iré a ninguna parte sin usted durante el resto de mis días -dije yo.
Hay un viejo adagio que dice que no apreciamos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Por muy cierto que sea ese adagio, debo reconocer que no siempre había sido así para mi. Pero entonces sabía lo que había perdido desde el principio: desde el momento en que me sacaron de aquel cine de Northfield, Minnesota, hasta el momento en que le eché la vista encima al maestro en Rapid City, Dakota del Sur. Durante cinco semanas y media lloré la pérdida de todo lo que era bueno y precioso para mí, y ahora me presento ante el mundo para testimoniar que nada puede compararse a la dulzura de recobrar lo que te han quitado. De todos los triunfos que he marcado con muescas en mi cinturón, ninguno me emociono mas que el simple hecho de volver a mi vida normal.
El reencuentro tuvo lugar en Rapid City porque allí fue donde acabé después de mi fuga. Como era un tacaño, Slim había descuidado la salud de su coche y aquel trasto se quedó sin gasolina antes de que yo hubiera conducido treinta kilómetros. De no haber sido por un viajante de comercio que me recogió justo antes de anochecer, tal vez estaría aún vagando por aquella comarca yerma, buscando ayuda en vano. Le pedí que me dejara en la comisaría más próxima, y cuando aquellos policías descubrieron quién era, me trataron como si hubiera sido el príncipe heredero de Ruritania. Me dieron sopa y salchichas, me proporcionaron ropa nueva y un baño caliente y me enseñaron a jugar al pinacle. Cuando el maestro llegó a la tarde siguiente, yo ya había hablado con dos docenas de reporteros y posado para cuatrocientas fotografías. Mi secuestro había sido noticia de primera página durante más de un mes, y cuando un corresponsal local de prensa vino a husmear a la comisaría en busca de algunas migajas de última hora me reconoció por mis fotos y dio la noticia. Los periodistas de sucesos llegaron en manadas después de eso. Los flashes estallaban como cohetes a mi alrededor, y fanfarroneé como un loco hasta altas horas de la noche, contando historias increíbles sobre cómo había sido más listo que mis captores y me había fugado antes de que pudieran intercambiarme por el botín. Supongo que los simples hechos habrían servido igual, pero no pude resistir la tentación de exagerar. Me recreé en mi recién encontrada celebridad y al cabo de un rato estaba aturdido por la forma en que aquellos periodistas me miraban, pendientes de cada una de mis palabras. Yo era un hombre del espectáculo, después de todo, y, teniendo la bendición de un público como aquél, no tuve valor para defraudarles.