Por primera vez desde que habíamos empezado esta espantosa conversación, el maestro Yehudi soltó una risita.
– Exactamente. Como en una película de acción.
– Déjala, Walt. Está firmemente decidida, y no hay nada que podamos hacer para detenerla.
– Pero es culpa mía. Si no llega a ser por ese asqueroso secuestro, nada de esto habría ocurrido.
– Es culpa de tu tío, hijo, no tuya, y no debes culparte por ello. Ni ahora ni nunca. Déjalo estar. La señora Witherspoon está haciendo lo que desea hacer, y nosotros no vamos a afligirnos por ello. ¿Entendido? Vamos a comportarnos como caballeros, y no sólo no vamos a reprochárselo, sino que vamos a mandarle el regalo de boda más bonito que haya visto novia alguna. Ahora duerme. Tenemos una tonelada de trabajo por delante, y no quiero que te preocupes por este asunto ni un segundo más. Se acabó. Ha caído el telón y el próximo acto está a punto de comenzar.
El maestro Yehudi hablaba de un modo convincente, pero cuando nos sentamos a desayunar en el coche restaurante a la mañana siguiente, estaba pálido y preocupado, como si se hubiera pasado toda la noche levantado, mirando fijamente la oscuridad y contemplando el fin del mundo. Se me ocurrió que parecía más delgado que antes, y me pregunté cómo no lo había advertido el día anterior. ¿Me había cegado la felicidad? Le miré más atentamente, estudiando su cara con toda la objetividad que pude. No había duda de que algo había cambiado en él. Su piel estaba consumida y cetrina, cierto aspecto macilento había aparecido en las arrugas en torno a sus ojos, y en conjunto parecía algo disminuido, menos imponente de lo que yo le recordaba. Había estado sometido a mucha tensión, después de todo -primero la severa prueba de mi secuestro, luego el golpe de perder a su amada-, pero yo esperaba que no fuese más que eso. En algún momento me pareció detectar una ligera mueca mientras masticaba y una vez, hacia el final de la comida, vi inconfundiblemente que su mano bajaba con un movimiento rápido y se agarraba el vientre. ¿Estaba enfermo o era simplemente un ataque pasajero de indigestión? Y, si no estaba bien, ¿era grave lo que le pasaba?
Él no dijo una palabra, por supuesto, y dado que mi aspecto tampoco era demasiado saludable, se las arregló para mantener el foco de atención centrado en mi durante todo el desayuno.
– Come -me dijo.- Te has quedado como un palo. Cómete estas tortitas, hijo, y luego te pediré más. Tenemos que poner algo de carne sobre tus huesos y lograr que recuperes toda tu fuerza.
– Hago lo que puedo -dije-. No es exactamente que me alojaran en un hotel de lujo. Con esos vagabundos he vivido a base de una dieta constante de comida para perros y el estómago se me ha encogido hasta el tamaño de un guisante.
– Y luego está el asunto de tu piel -añadió el maestro, mirándome mientras yo luchaba por comerme otra loncha de bacon-. También tendremos que hacer algo con ella. Todas esas manchas. Parece como si te hubiese brotado la varicela.
– No, señor, lo que tengo son granos, y a veces están tan enconados, que me duele hasta al sonreír.
– Claro. Tu pobre cuerpo se ha trastornado a causa de tanta cautividad. Después de estar encerrado, sin ver el sol, sudando la gota gorda día y noche, no es de extrañar que estés hecho un desastre. La playa te va a sentar de maravilla, Walt, y si esos granos no desaparecen, te enseñaré cómo curarlos y mantener a raya a los nuevos. Mi abuela tenía un remedio secreto que no ha fallado nunca.
– ¿Quiere decir que no tendré que cambiar de cara?
– Ésta servirá. Si no tuvieras tantas pecas, la cara no estaría tan mal. Combinadas con el acné, producen un efecto raro. Pero no te preocupes, muchacho. Dentro de poco, la única cosa de la que tendrás que preocuparte será del pelo de la barba, y ése es permanente, se quedará contigo hasta el mismísimo final.
Pasamos más de un mes en una casita de playa en la costa de Cape Cod, un día por cada día que había estado cautivo del tío Slim. El maestro la alquiló con nombre falso para protegerme de la prensa, y por motivos de simplicidad y conveniencia nos hicimos pasar por padre e hijo. El alias que eligió fue Buck. Timothy Buck para él y Timothy Buck II para mí, o Tim Buck Uno y Tim Buck Dos. Nos reímos mucho con eso, y lo gracioso era que el lugar donde estábamos no era muy diferente de Timbuktu, por lo menos en cuanto a lejanía: en lo alto de un promontorio mirando al océano, sin ningún vecino en varios kilómetros a la redonda. Una mujer que se llamaba señora Hawthorne venía en coche desde Truro todos los días para cocinar y limpiar, pero, aparte de cotillear con ella, estábamos casi siempre solos. Nos empapábamos de sol, dábamos largos paseos por la playa, tomábamos sopa de almejas, dormíamos diez o doce horas cada noche. Al cabo de una semana de este régimen de holgazán, yo me sentía lo bastante en forma como para intentar la levitación de nuevo. El maestro me hizo comenzar despacio con algunos ejercicios de rutina en el suelo. Flexiones, saltos, carreras por la playa, y cuando llegó el momento de probar de nuevo. en el aire, trabajábamos detrás del acantilado, donde la señora Hawthorne no podía espiarnos. Yo estaba un poco herrumbroso al principio, y di algunos aleteos y tumbos, pero al cabo de cinco o seis días estaba otra vez en forma, tan ágil y elástico como siempre. El aire fresco me sentó de maravilla, y aunque el remedio del maestro (una toalla caliente empapada de salmuera, vinagre y astringentes comprados en la farmacia, aplicada sobre mi cara cada cuatro horas) no hizo todo lo que él me había prometido, la mitad de mis granos empezaron a secarse por sí mismos, sin duda gracias al sol y los buenos alimentos que comía.
Creo que habría recobrado las fuerzas aún más rápidamente de no ser por una desagradable costumbre que adquirí durante aquellas vacaciones entre las dunas y las sirenas de los barcos. Ahora que mis manos volvían a estar libres, comenzaron a mostrar una notable independencia. Estaban llenas de la pasión de los viajes, inquietas por el ansia de vagar y explorar, y por mucho que les ordenara estarse quietas, viajaban adonde les daba la gana. Bastaba con que me metiera entre las sábanas por la noche para que ellas insistieran en volar a su lugar favorito, un reino de bosques justo al sur del ecuador. Allí visitaban a su amigo, el gran dedo entre los dedos, el todopoderoso que gobernaba el universo por telepatía mental. Cuando él llamaba, ningún súbdito podía resistirse. Mis manos eran sus siervas, y de no volver a amarrarlas con cuerdas, yo no tenía más remedio que concederles su libertad. Así fue como la locura de Aesop se convirtió en mi locura y así fue como mi pájaro se levantó para controlar mi vida. Ya no se parecía a la pistolita de agua que la señora Witherspoon había cogido una vez en el hueco de su palma. Había ganado tanto en tamaño como en estatura desde entonces, y su palabra era ley. Suplicaba que lo tocaran y yo lo tocaba. Pedía a gritos que lo acariciaran, lo sacudieran y lo estrujaran, y yo me sometía a sus caprichos de buen grado. ¿Qué importaba si me quedaba ciego? ¿Qué importaba si se me caía el pelo? La naturaleza llamaba y todas las noches yo corría hacia ella tan jadeante y ávido como el propio Adán.
En cuanto al maestro, yo no sabía qué pensar. Parecía estar disfrutando, pero aunque su piel y su color indudablemente habían mejorado, presencié tres o cuatro episodios de agarrarse el estómago y las crispaciones faciales ocurrían ahora casi con regularidad, cada dos o tres comidas. Pero su estado de ánimo no podía haber sido más alegre, y cuando no estaba leyendo su libro de Spinoza o trabajando conmigo en el número, estaba ocupado en el teléfono, negociando los arreglos para mi próxima gira. Yo era ahora un personaje. El secuestro había servido para eso, y el maestro Yehudi estaba más que dispuesto a aprovechar plenamente la situación. Revisando apresuradamente sus planes para mi carrera, nos instaló en el retiro de Cape Cod y pasó a la ofensiva. Ahora tenía los triunfos y podía permitirse ser exigente. Podía imponer las condiciones, presionar para obtener nuevos e inauditos porcentajes de los agentes, exigir garantías sólo igualadas por las más grandes atracciones. Yo había llegado a la cima mucho antes de lo que ninguno de nosotros había esperado, y antes de que el maestro hubiera concluido sus regateos y tratos, yo ya estaba contratado en docenas de teatros arriba y abajo de la Costa Este, una serie de actuaciones de una o dos noches que nos mantendrían activos hasta final de año. Y no sólo en aldeas y pueblos, sino en verdaderas ciudades, los lugares de primera fila a los que siempre había soñado ir. Providence y Newark; New Haven y Baltimore; Filadelfia, Boston, Nueva York. El número había pasado a locales cerrados y a partir de ahora jugaríamos fuerte.