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– Se acabó el andar sobre el agua -dijo el maestro-, se acabó el atuendo de niño campesino, se acabaron las ferias del condado y las fiestas campestres de las cámaras de comercio. Ahora eres un artista aéreo, Walt, el único en tu género, y la gente va a pagar buenos dólares por el privilegio de verte actuar. Se vestirán con sus trajes de domingo y se sentarán en butacas de terciopelo, y cuando el teatro se quede a oscuras y los focos te iluminen, se les caerán los ojos de la cara. Morirán mil muertes, Walt. Harás cabriolas y darás vueltas ante ellos, y uno por uno te seguirán por las escaleras del cielo. Cuando termines, estarán sentados en presencia de Dios.

Tales son las vueltas de la fortuna. El secuestro fue lo peor que me había ocurrido nunca, y sin embargo resultó ser mi gran oportunidad, el combustible que finalmente me lanzó hasta ponerme en órbita. Me habían regalado un mes de publicidad gratuita, y cuando me escapé de las garras de Slim, ya era un hombre famoso. El caso más célebre del país. La noticia de mi fuga causó conmoción, una segunda sensación añadida a la primera, y a partir de entonces me convertí en el niño mimado de todos. No era sólo una víctima, era un héroe, una maravilla de arrojo e intrepidez, y además de compadecerme, simplemente, me amaban. ¿Cómo entender semejante historia? Me habían arrojado al infierno. Me habían maniatado y amordazado y dado por muerto, y un mes más tarde era el favorito de todo el mundo. Aquello era suficiente como para freírte los sesos, como para achicharrarte los pelos del hocico. El país entero estaba a mis pies y, con un hombre como el maestro Yehudi manejando los hilos, lo más probable era que permaneciera allí durante mucho tiempo.

Yo había sido más astuto que mi tío Slim, si, pero eso no cambiaba el hecho de que él seguía en libertad. Los polis registraron la choza de Dakota del Sur, pero, aparte de gran cantidad de huellas dactilares y un montón de ropa sucia, no encontraron ni rastro de los culpables. Supongo que deberla haber estado asustado, alerta por si había más problemas, pero, curiosamente, no me preocupaba mucho. Cape Cod era un lugar demasiado pacífico para eso, y ahora que había vencido a mi tío una vez, me sentía seguro de que podría volver a hacerlo; no tardé en olvidar que lo había conseguido por un pelo. Pero el maestro Yehudi me había prometido protegerme y yo le creí. Nunca más entraría solo en un cine, y mientras él estuviera conmigo en todas partes, ¿qué podía ocurrirme? Pensaba en el secuestro cada vez menos a medida que pasaban los días. Cuando pensaba en él, era principalmente para revivir mi fuga y preguntarme si habría herido gravemente la pierna de Slim con el coche. Esperaba que fuera verdaderamente grave, que el parachoques le hubiera dado en la rodilla, quizá con suficiente fuerza como para hacer pedazos el hueso. Deseaba haberle hecho verdadero daño, que cojeara el resto de su vida.

Pero estaba demasiado ocupado con otras cosas como para sentir muchos deseos de mirar atrás. Los días estaban llenos, atestados de preparativos y ensayos para mi nuevo espectáculo, y tampoco había muchos huecos en mi carné de baile nocturno, considerando lo dispuesto que estaba mi pito para el jugueteo y la diversión. Entre estas escapadas nocturnas y mis esfuerzos vespertinos, no me quedaba tiempo libre para deprimirme o asustarme. No estaba obsesionado por Slim ni preocupado por la inminente boda de la señora Witherspoon. Mis pensamientos se concentraban en un problema más inmediato, y éste era suficiente para tenerme ocupado: cómo reconvertir a Walt el Niño Prodigio en un actor teatral, un ser apto para los confines de un escenario cerrado.

El maestro Yehudi y yo tuvimos varias conversaciones larguísimas sobre este tema, pero fundamentalmente trabajamos en el nuevo número por el método de probar y eliminar errores. Hora tras hora, día tras día, permanecíamos en la ventosa playa haciendo cambios y correcciones, luchando para que saliera bien mientras bandadas de gaviotas chillaban y volaban en circulo sobre nuestras cabezas. Queríamos hacer que cada minuto contara. Ese era el principio que nos guiaba, el objetivo de todos nuestros esfuerzos y furiosos cálculos. En los pueblos perdidos había tenido todo el espectáculo para mí solo, una hora de actuación, incluso más si estaba de humor. Pero las variedades eran otra clase de cerveza. Compartiría el cartel con otros números, y había que reducir el programa a veinte minutos. Perderíamos el lago, perderíamos el impacto del cielo natural, perderíamos la grandeza de mis paseos de cien metros y mis alardes de locomoción. Había que meterlo todo en un espacio más pequeño pero, una vez que empezamos a explorar los pormenores, vimos que más pequeño no significaba necesariamente peor. Teníamos nuevos medios a nuestra disposición, y el truco estaba en utilizarlos del modo más beneficioso. Para empezar, teníamos luces. Al maestro y a mí se nos caía la baba al pensar en ellas, imaginando todos los efectos que posibilitarían. Podríamos pasar de la negra oscuridad a la luminosidad total en un abrir y cerrar de ojos, y viceversa. Podríamos oscurecer la sala y mover los focos de un lugar a otro, manipular los colores, hacerme aparecer y desaparecer a voluntad. Y luego estaba la música, que resultaría mucho más amplia y sonora interpretada en un interior. No se perdería en el fondo, no quedaría ahogada por el tráfico y los ruidos del tiovivo. Los instrumentos se convertirían en una parte integral del espectáculo y llevarían al público por un mar de emociones cambiantes, indicándole sutilmente a la gente cómo debía reaccionar. Instrumentos de cuerda, de viento y de madera, timbales: tendríamos profesionales en el foso de la orquesta todas las noches y cuando les dijéramos lo que tenían que tocar, sabrían cómo hacerlo. Pero lo mejor de todo era que el público iba a estar más cómodo. Al no ser distraída por el zumbido de las moscas y el resplandor del sol, la gente tendría menos tendencia a hablar y perder la concentración. Un silencio me recibiría en cuanto se levantara el telón, y desde el principio hasta el final la actuación estaría controlada, avanzando como un mecanismo de relojería desde unas sencillas demostraciones de habilidad hasta el más audaz y paralizante final jamás visto en un escenario moderno.

Así que discutimos a fondo nuestras ideas durante un par de semanas y finalmente dimos con un plan de acción detallado.

– Forma y coherencia -dijo el maestro-. Estructura, ritmo y sorpresa.

No íbamos a darles una colección de trucos al azar. El número iba a desarrollarse como un relato, y poco a poco iríamos aumentando la tensión, llevando al público a emociones cada vez mayores, reservándonos los mejores y más espectaculares despliegues de destreza para el final.

El vestuario no podía haber sido más elementaclass="underline" una camisa blanca con el cuello abierto, pantalones negros anchos y un par de zapatillas de baile blancas en los pies. Las zapatillas blancas eran esenciales. Tenían que saltar a la vista, crear el mayor contraste posible con el suelo marrón del escenario. Teniendo sólo veinte minutos de actuación, no había tiempo para cambios de vestuario ni entradas y salidas. Hicimos que el número fuera continuado, para ejecutarlo sin pausas ni interrupciones, pero mentalmente lo dividimos en cuatro partes y trabajamos cada una de ellas por separado como si fueran actos de una obra de teatro: