primera parte. Solo de clarinete, trinando unos cuantos compases de música pastoral. La melodía sugiere inocencia, mariposas, dientes de león meciéndose en la brisa. El telón se levanta sobre un escenario desnudo fuertemente iluminado. Entro yo y durante los dos primeros minutos me comporto como un patán, un palurdo bobalicón y corriente que no para de ir de un lado para otro. Tropiezo con objetos invisibles esparcidos a mi alrededor, encontrando un obstáculo tras otro mientras al clarinete se le une un retumbante fagot. Tropiezo con una piedra, me doy de narices contra una pared, me pillo un dedo en una puerta. Soy la imagen de la incompetencia humana, un bobo tambaleante que apenas puede sostenerse de pie en el suelo, no digamos elevarse sobre él. Finalmente, después de evitar varias caídas milagrosamente, caigo de bruces. El trombón hace un glissando descendente, se oyen algunas risas. Repetición. Pero aún más torpe que la primera vez. De nuevo el trombón deslizante, seguido de un golpeteo en el tambor pequeño y un retumbo en el timbal. Esto es el paraíso de la comedia bufa y yo estoy en una pista de autos de choque sobre hielo. En cuanto me levanto y doy un paso, mi pie se engancha en un patín de ruedas y caigo de nuevo. Carcajadas. Lucho por levantarme, me tambaleo mientras bostezo y me desperezo, y entonces, justo cuando el público está empezando a desconcertarse, justo cuando creen que soy tan inepto como parezco, hago mi primer acto de destreza.
segunda parte. Tiene que parecer un accidente. Acabo de dar otro traspié, y cuando me inclino hacia delante, tratando desesperadamente de recobrar el equilibrio, alargo la mano y cojo algo. Es un travesaño de una escala invisible, y de pronto estoy suspendido en el aire, pero sólo por una fracción de segundo. Todo sucede tan rápidamente que es difícil saber si mis pies se han separado del suelo o no. Antes de que el público pueda estar seguro, me suelto y caigo al suelo. Las luces disminuyen, luego se apagan, dejando la sala en la oscuridad. Suena la música: cuerdas misteriosas, trémulas de asombro y expectación. Un momento después se enciende un foco. Vaga de izquierda a derecha y luego se detiene en el lugar que ocupaba la escala. Yo me levanto y empiezo a buscar el travesaño invisible. Cuando mis manos entran de nuevo en contacto con la escala, le doy unas palmaditas cautelosas, boquiabierto por el pasmo. Una cosa que no está allí, está allí. La palmeo de nuevo, probándola para asegurarme de que está firme, y luego empiezo a subir, muy despacio, un travesaño tras otro. Ahora no hay duda. Me he elevado del suelo, y las puntas de mis luminosas zapatillas blancas cuelgan en el aire para demostrarlo. Durante mi ascenso, el foco se ensancha, disolviéndose en un suave resplandor que finalmente inunda todo el escenario. Llego a lo alto, miro hacia abajo y empiezo a asustarme. Ahora estoy a metro y medio por encima del suelo, y ¿qué diablos estoy haciendo allí? Las cuerdas vibran de nuevo, subrayando mi pánico. Empiezo a bajar, pero cuando estoy a medio camino alargo la mano y me encuentro algo sólido: un tablón que sobresale en mitad del espacio. Me quedo atónito. Paso los dedos por encima de este objeto invisible y poco a poco me vence la curiosidad. Deslizo el cuerpo al otro lado de la escala y paso a gatas al tablón. Es lo bastante fuerte como para soportar mi peso. Me pongo de pie y empiezo a andar, cruzando lentamente el escenario a una altitud de un metro. Después de eso, un soporte lleva a otro. El tablón se convierte en una escalera, la escalera se convierte en una cuerda, la cuerda se convierte en un columpio, el columpio se convierte en un tobogán. Durante siete minutos exploro estos objetos, moviéndome sobre ellos de puntillas, tímidamente, ganando confianza de manera gradual mientras la música crece en intensidad. Parece como si pudiera continuar retozando así para siempre. Luego, de pronto, doy un paso en falso y empiezo a caer.
tercera parte. Bajo flotando hacia el suelo con los brazos extendidos, descendiendo tan despacio como alguien en un sueño. Justo cuando estoy a punto de tocar el escenario, me detengo. La gravedad ha cesado de contar, y allí estoy yo, suspendido quince centímetros por encima del suelo sin ningún soporte que me sostenga. El teatro se oscurece y un segundo más tarde estoy encerrado en el rayo de un solo foco. Miro hacia abajo, miro hacia arriba, miro de nuevo hacia abajo. Muevo los dedos de los pies rápidamente. Giro el pie izquierdo en varias direcciones. Giro el pie derecho en varias direcciones. Ha sucedido de verdad. Es absolutamente cierto que estoy de pie en el aire. Un redoble de tambores rompe el silencio: fuerte, insistente, exasperante. Parece anunciar riesgos terribles, un asalto a lo imposible. Cierro los ojos, extiendo los brazos al máximo y respiro hondo. Ésta es exactamente la mitad de la actuación, el momento culminante. Con el foco aún fijo en mí, comienzo a elevarme en el aire, subiendo lenta e inexorablemente, ascendiendo hasta una altura de dos metros en un suave vuelo dirigido al cielo. Hago una pausa en lo alto, cuento tres largos instantes en mi cabeza y luego abro los ojos. Todo se convierte en magia después de eso. Con la música sonando a toda potencia, realizo una serie de acrobacias aéreas de ocho minutos, entrando y saliendo del foco mientras doy giros, volteretas y saltos mortales completos hacia atrás. Una contorsión se transforma fluidamente en otra, cada despliegue de habilidad es más bello que el anterior. Ya no hay sensación de peligro. Todo se ha convertido en placer, euforia, el éxtasis de ver que las leyes de la naturaleza se desmoronan ante mis ojos.
cuarta parte. Después del último salto mortal, vuelvo planeando a mi posición en el centro del escenario a dos metros del suelo. La música se detiene. Tres focos caen sobre mí: uno rojo, otro blanco y otro azul. La música empieza de nuevo: un ligero movimiento de cellos y cornos franceses, de una belleza sin límites. La orquesta está tocando «América la bella», la canción más conocida y más querida de todas. Cuando comienza el cuarto compás, yo empiezo a avanzar, camino en el aire por encima de las cabezas de los músicos y entro en la sala. Continúo andando mientras suena la música, avanzando hasta el mismo fondo del teatro, con los ojos fijos ante mí mientras los cuellos se estiran y la gente se levanta de sus asientos. Llego hasta la pared, me vuelvo e inicio el camino de vuelta, andando de la misma manera lenta y majestuosa que antes. Cuando llego de nuevo al escenario, el público es uno conmigo. Los he tocado con mi gracia, les he permitido compartir el misterio de mis poderes divinos. Me vuelvo en el aire, hago una breve pausa una vez más, y luego bajo flotando hasta el suelo mientras suenan las últimas notas de la canción. Abro los brazos y sonrío. Y luego hago una reverencia -sólo una- y el telón cae.
No era demasiado trillado. Un poquitín ampuloso al final, quizá, pero el maestro quería «América la bella» contra viento y marea, y no conseguí disuadirle. La pantomima del principio salió directamente de la cabeza de su seguro servidor, y el maestro se entusiasmó tanto con aquellas caídas de culo que se dejó llevar un poco. Un traje de payaso las haría aún más graciosas, dijo, pero yo le contesté que no, que era justamente lo contrario. Si la gente espera un chiste, tienes que trabajar mucho más para hacerles reír. No puedes emplearte a fondo desde el principio; tienes que acercarte a hurtadillas y sorprenderlos. Necesité medio día de discusión para ganar ese punto, pero en otras cuestiones no fui tan persuasivo. Lo que más me preocupaba era el final, la parte en la que tenía que abandonar el escenario y emprender un recorrido aéreo por encima del público. Sabía que era una buena idea, pero todavía no tenía una confianza total en mi capacidad de elevación. Si no conseguía mantener una altura de entre dos metros y medio y tres, podían surgir toda clase de problemas. La gente podría saltar y golpearme en las piernas, e incluso un ligero golpe indirecto sería suficiente para desviarme de mi curso. ¿Y si alguien llegaba a agarrarme por un tobillo y derribarme al suelo? Estallaría un tumulto en el teatro y acabarían matándome. Esto me parecía un peligro concreto, pero el maestro quitó importancia a mi nerviosismo.