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Al cabo de dos o tres semanas de creciente controversia, las cosas llegaron finalmente a su culminación en New Haven. Yo no había olvidado que era la sede de la Universidad de Yale, y que de no ser por las villanías y desmanes cometidos en Kansas dos años antes, también habría sido el hogar de mi hermano Aesop. Me entristecía estar allí y pasé todo el día anterior a la actuación sentado en la habitación del hotel con el corazón afligido, recordando los locos tiempos que habíamos vivido juntos y pensando que se habría convertido en un gran hombre. Cuando finalmente salí camino del teatro a las seis de la tarde, estaba destrozado emocionalmente, y, por más que intenté concentrarme, realicé la actuación más plana de mi carrera. Mi sincronización era mala, me tambaleaba en los giros y mi elevación era un desastre. Cuando llegó el momento de subir y volar por encima de las cabezas del público, la temida bomba estalló finalmente. No podía mantener la altitud. Por pura fuerza de voluntad conseguí elevarme hasta dos metros veinte centímetros, pero eso fue lo máximo que pude lograr, y empecé la final con graves recelos, sabiendo que una persona alta con un moderado alcance podría agarrarme sin siquiera molestarse en saltar. Después de eso, las cosas fueron de mal en peor. Cuando estaba a mitad de camino sobre el foso de la orquesta decidí hacer un último y arrojado esfuerzo para ver si era capaz de subir un poco más. No esperaba ningún milagro, sólo un poco de espacio, tal vez quince o veinte centímetros más. Me detuve un momento para reunir fuerzas, inmóvil en el aire, mientras cerraba los ojos y me concentraba en mi tarea, pero una vez que empecé a moverme de nuevo, mi altitud era tan lamentable como antes. No sólo no estaba subiendo, sino que al cabo de pocos segundos me di cuenta de que había empezado a hundirme. Sucedía despacio, muy despacio, tres o cuatro centímetros por cada metro que avanzaba, pero el declive era irreversible, como el de un globo al que se le escapa el aire. Para cuando llegué a las últimas filas, estaba sólo a un metro ochenta centímetros, una presa fácil para el más bajo de los enanos. Y entonces empezó la diversión. Un imbécil calvo con una chaqueta roja se levantó de su asiento y me dio una palmada en el talón del pie izquierdo. El golpe me hizo girar sobre mí mismo, ladeándome como una carroza de desfile escorada, y antes de que pudiera enderezarme, alguien me dio en el otro pie. Ese segundo golpe fue definitivo. Me desplomé como un gorrión muerto y aterricé de cabeza sobre el borde metálico del respaldo de una silla. El impacto fue tan repentino y tan fuerte, que me dejó inconsciente.

Me perdí el jaleo que siguió, pero según todos los relatos fue una maravilla de tumulto: novecientas personas gritando y brincando por todas partes, un estallido de histeria de masas que se extendió por la sala como un incendio por los matorrales. Aunque estaba inconsciente, mi caída había demostrado una cosa, y la había demostrado sin sombra de duda para siempre: el número era real. No había cables invisibles atados a mis miembros, ni burbujas de helio escondidas debajo de mis ropas, ni motores silenciosos sujetos a mi cintura. Uno por uno, los espectadores fueron pasando mi cuerpo dormido por todo el teatro, palpándome y pellizcándome con sus dedos curiosos como si fuera alguna clase de espécimen médico. Me quitaron la ropa, miraron dentro de mi boca, me separaron las nalgas y metieron la nariz en mi ojete, y ni uno de ellos encontró una maldita cosa que no hubiera puesto allí Dios mismo. Mientras tanto, el maestro se había lanzado desde su posición entre bastidores y luchaba por abrirse paso hasta mí. Para cuando saltó diecinueve filas de espectadores y me arrancó del último par de brazos, el veredicto era unánime: Walt el Niño Prodigio era un producto auténtico. El espectáculo era honesto y lo que veías era lo que había, amén.

La primera de las jaquecas se presentó esa noche. Considerando cómo me había estrellado contra el respaldo de la silla, no era sorprendente que tuviera algunas punzadas y efectos secundarios. Pero aquel dolor era monstruoso -un horroroso ataque con un martillo neumático, una interminable granizada que aporreaba las paredes internas de mi cráneo- y me despertó de un profundo sueño en mitad de la noche. El maestro y yo teníamos habitaciones comunicadas con un cuarto de baño en medio, y una vez que reuní el valor para levantarme de la cama, fui tambaleándome hacia el cuarto de baño, pidiéndole a Dios que encontrara unas aspirinas en el botiquín. Estaba tan mareado y distraído por el dolor, que no me di cuenta de que la luz del cuarto de baño ya estaba encendida. O, si me di cuenta, no me detuve a pensar por qué estaría encendida esa luz a las tres de la mañana. Como descubrí enseguida, yo no era la única persona que se había levantado de la cama a esa hora intempestiva. Cuando abrí la puerta y entré en el deslumbrante cuarto de baldosines blancos, casi tropiezo con el maestro Yehudi. Vestido con su pijama de seda color lavanda, estaba aferrado al lavabo con ambas manos y doblado en dos por el dolor, dando arcadas como si tuviera fuego en las tripas. El ataque duró otros veinte o treinta segundos, y fue algo tan terrible de ver, que casi me olvidé de mi propio dolor.

Cuando vio que yo estaba allí, hizo todo lo que pudo para encubrir lo que acababa de suceder. Transformó sus muecas de dolor en forzadas sonrisas histriónicas; se irguió y echó los hombros hacia atrás; se atusó el pelo con las palmas de las manos. Quise decirle que podía dejar de fingir, que ahora estaba enterado de su secreto, pero mi propio dolor era tan tremendo que no pude encontrar las palabras para hacerlo. Me preguntó por qué no estaba durmiendo, y cuando supo que tenía jaqueca, se hizo cargo de la situación, yendo y viniendo y haciendo el papel de médico: sacudió el frasco para sacar unas aspirinas, llenó un vaso de agua, examinó el chichón de mi frente. Habló tanto mientras me administraba estos cuidados, que yo no pude meter una palabra ni de canto.

– Vaya par estamos hechos, ¿eh? -dijo, mientras me llevaba a mi habitación y me arropaba en la cama-. Primero tú caes en picado y te das en el coco, y luego yo me atiborro de almejas rancias. Debería aprender a mantenerme alejado de esos bichos. Cada vez que los como me da la maldita vomitona.

No era un mal cuento, especialmente considerando que se lo había inventado sobre la marcha, pero no me engañó. Por mucho que deseara creerle, no me engañó ni por un segundo.

Hacia la mitad de la tarde siguiente lo peor de la jaqueca había pasado. Persistía un latido sordo cerca de la sien izquierda, pero no era suficiente para impedirme levantarme. Puesto que el chichón estaba en el lado derecho de mi frente, habría sido más lógico que el punto sensible estuviera allí, pero yo no era ningún experto en estos asuntos y no pensé mucho en la discrepancia. Lo único que me interesaba era que me sentía mejor, que el dolor había disminuido y que estaría listo para la siguiente función.

Mis preocupaciones se centraban en la enfermedad del maestro, o lo que fuera que había causado aquel horrendo ataque que yo había presenciado en el cuarto de baño. La verdad no podía permanecer oculta por más tiempo. Su impostura había sido descubierta, pero parecía tan mejorado a la mañana siguiente que yo no me atreví a mencionarlo. Me faltó el valor, simplemente, y no fui capaz de abrir la boca. No estoy orgulloso de mi comportamiento, pero la idea de que el maestro fuera víctima de alguna terrible enfermedad me asustaba demasiado para considerarla siquiera. Antes que precipitarme a morbosas conclusiones, le dejé que me intimidara hasta aceptar su versión del incidente. ¡Vaya con las almejas! Él se había cerrado como una almeja, y ahora que yo había visto lo que no debiera haber visto, él se encargaría de que no lo viera nunca más. Podía contar con él para esa clase de actuación. Haría de tripas corazón, presentaría una fachada fuerte, y poco a poco yo empezaría a creer que no había visto nada después de todo. No porque creyera semejante mentira, sino porque estaba demasiado asustado para no creerla.