De New Haven fuimos a Providence; de Providence a Boston; de Boston a Albany; de Albany a Syracuse; de Syracuse a Buffalo. Recuerdo todas aquellas paradas, todos aquellos teatros y hoteles, todas las actuaciones que hice, todo de todo. Era a finales de verano y principios de otoño. Poco a poco los árboles perdían su verdor. El mundo se volvía rojo, amarillo, naranja y pardo, y por todas partes donde íbamos las carreteras estaban bordeadas por el extraño espectáculo del color mutante. El maestro y yo estábamos lanzados y parecía que nada podría ya detenernos. Actuaba en teatros abarrotados todas las noches. No sólo se vendían todas las localidades, sino que cientos de personas más eran rechazadas en la taquilla todas las noches. Los revendedores hacían un negocio redondo, y cada vez que deteníamos el coche delante de un nuevo hotel, había una multitud de gente esperando en la entrada, admiradores desesperados que aguardaban de pie durante horas bajo la lluvia y la helada sólo para verme un instante.
Creo que mis compañeros sentían un poco de envidia, pero la verdad era que nunca les había ido tan bien. Cuando las masas acudían en tropel para ver mi actuación, también veían las otras, y eso significaba dinero para todos los bolsillos. En el curso de aquellas semanas y meses encabecé carteles que incluían toda clase de números. Cómicos, malabaristas, falsetistas, tipos que imitaban voces de aves, pequeñas orquestas de jazz, monos bailarines, todos ellos daban sus tumbos y hacían sus números antes de que yo saliera. A mí me gustaba ver aquellas bobadas y me esforzaba por hacerme amigo entre cajas de cualquiera que pareciera simpático, pero al maestro no le hacía demasiada gracia que me tratara con mis compañeros. Él se mostraba distante con la mayoría de ellos e insistía en que yo siguiera su ejemplo.
– Tú eres la estrella -murmuraba-. Actúa como tal. No tienes que darles ni la hora a esos tontos.
Esto era una pequeña manzana de la discordia entre nosotros, pero yo pensaba que estaría en el circuito de las variedades durante años y no veía ningún motivo para buscarme enemigos sin necesidad. Sin saberlo yo, no obstante, el maestro había estado incubando sus propios planes para nuestro futuro, y a finales de septiembre ya estaba hablando de una gira de primavera en la que actuaría yo sólo. Así era el maestro Yehudi: cuanto mejor nos iban las cosas, más altas ponía sus miras. La gira actual no terminaría hasta Navidad, pero él no podía resistir la tentación de mirar más allá, hacia algo aún más espectacular. La primera vez que me lo mencionó, se me cortó el resuello ante la pura osadía de la proposición. La idea era ir desde San Francisco a Nueva York, trabajando en las diez o doce ciudades más grandes en funciones especiales. Alquilaríamos pistas cerradas y estadios de fútbol como el Madison Square Garden y el Soldier’s Field, y ningún aforo sería inferior a las quince mil personas. «Una marcha triunfal a través de América» era como él lo describía, y para cuando terminó su plática de propaganda, mi corazón latía cuatro veces más deprisa de lo normal. ¡Joder, cómo hablaba aquel hombre! Su boca era una de las más grandes máquinas publicitarias de todos los tiempos, y una vez se ponía a funcionar a toda potencia, los sueños salían de ella como el humo por una chimenea.
– ¡Mierda, jefe! -dije-. Si puede usted organizar una gira como ésa, nos embolsaremos millones.
– ¡Vaya si la organizaré! -dijo-. Tú mantén la calidad del trabajo, y eso está en el bote. Es lo único que hace falta, Walt. Tú sigue haciendo lo que has estado haciendo, y la Marcha de Rawley es cosa segura.
Mientras tanto estábamos preparándonos para mi primera función teatral en Nueva York. No llegaríamos allí hasta el fin de semana de Acción de Gracias, para lo cual aún faltaba mucho tiempo, pero ambos sabíamos que iba a ser el momento culminante de la temporada, el pináculo de mi carrera hasta ahora. Sólo de pensarlo, me daban mareos. Aun sumando diez Bostons y diez Filadelfias, no igualarían a un Nueva York. Si juntamos ochenta y seis funciones en Buffalo con noventa y tres en Trenton, la suma no valdría lo que un minuto de tiempo escénico en la Gran Manzana. Nueva York era el no va más, el centro del mapa del mundo del espectáculo, y por mucho entusiasmo que despertara en otras ciudades, nunca sería nada hasta que presentara mi número en Broadway y les dejara ver lo que era capaz de hacer. Ésa era la razón de que el maestro hubiera puesto Nueva York hacia el final de la gira. Quería que yo fuera un zorro viejo cuando llegara allí, un soldado veterano y probado en la batalla que conocía el sabor de las balas y podía encajar cualquier golpe. Me convertí en ese veterano con tiempo de sobra. El doce de octubre había hecho cuarenta y cuatro funciones en teatros de variedades y me sentía dispuesto, tan en forma como podía llegar a estarlo; sin embargo, aún faltaba más de un mes. Nunca había soportado tanta ansiedad. Nueva York me consumía día y noche, y al cabo de algún tiempo pensé que no podía aguantar más.
Actuamos en Richmond el trece y el catorce, en Baltimore el quince y el dieciséis, y luego nos dirigimos a Scranton, Pennsylvania. Allí hice una buena actuación, ciertamente satisfactoria y no peor que ninguna de las otras, pero inmediatamente después de terminar el espectáculo, justo cuando hacia mi reverencia y bajaba el telón, me desmayé y caí al suelo. Me había encontrado perfectamente bien hasta ese momento, realizando mi número aéreo con toda la facilidad y el aplomo al que estaba acostumbrado, pero en cuanto mis pies tocaron el escenario por última vez, sentí como si pesara cinco mil kilos. Me mantuve de pie justo el tiempo suficiente para la sonrisa, la reverencia y la bajada del telón, y entonces se me doblaron las rodillas, mi espalda cedió y mi cuerpo cayó al suelo. Cuando abrí los ojos en el camerino cinco minutos más tarde, me sentía un poco mareado, pero parecía que la crisis habla pasado. Así que me levanté, y fue precisamente en ese momento cuando volvió la jaqueca, desgarrándome con una explosión de dolor salvaje y cegador. Traté de dar un paso, pero el mundo se movía, ondulante como una bailarina árabe reflejada en un espejo deformante, y yo no veía por dónde iba. Cuando di un segundo paso, ya había perdido el equilibrio. Si el maestro no hubiera estado allí para cogerme, habría caído de bruces otra vez.
Ninguno de los dos estaba dispuesto a dejarse dominar por el pánico todavía. La jaqueca y el mareo podían estar provocados por varias causas -fatiga, algo de gripe, una infección en el oído-, pero, sólo por precaución, el maestro llamó a Wilkes-Darre y canceló la función de la noche siguiente. Dormí profundamente en el hotel de Scranton y por la mañana estaba bien de nuevo, totalmente libre de dolor y molestias. Mi recuperación desafiaba toda lógica, pero ambos la aceptamos como una de esas cosas que pasan, un incidente que no merecía que le diéramos más vueltas. Salimos para Pittsburgh de buen humor, contentos de tener un día libre, y cuando llegamos allí y nos inscribimos en el hotel, incluso nos fuimos juntos al cine para celebrar mi vuelta a la normalidad. La noche siguiente, sin embargo, cuando hice la función en el teatro Fosberg, se repitió lo de Scranton. Mi actuación había sido una joya, y justo cuando caía el telón y terminaba el espectáculo, me desplomé. La jaqueca comenzó de nuevo inmediatamente después de que abriera los ojos, y esta vez no se pasó en una noche. Cuando me desperté a la mañana siguiente las dagas seguían clavadas en mi cráneo y no desaparecieron hasta las cuatro de la tarde, varias horas después de que el maestro Yehudi se hubiera visto obligado a cancelar la función de aquella noche.