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Todo apuntaba al golpe en la cabeza que había recibido en New Haven. Ésa era la causa más probable del problema, y, sin embargo, si había estado paseándome por ahí con una concusión durante las últimas semanas, debía ser la concusión más leve de la historia de la medicina. ¿Cómo explicar, si no, el extraño e inquietante hecho de que mientras mantuviera los pies en la tierra conservaba la buena salud? Las jaquecas y los mareos sólo se presentaban después de haber actuado, y si la conexión entre levitar y mi nuevo estado era tan clara como parecía, entonces el maestro se preguntó si mi cerebro habría sido dañado de tal modo que producía una presión excesiva en mis arterias craneales cada vez que me elevaba en el aire, lo cual a su vez causaría los atroces dolores de cabeza cuando bajaba. Quería meterme en el hospital para que me hicieran unas radiografías de cráneo.

– ¿Por qué arriesgarnos? -dijo-. Estamos en la parte más insulsa de la gira, y una semana o diez días de descanso podrían ser exactamente lo que necesitas. Te harán unas pruebas, hurgarán en tu caja de cambios neurológica y tal vez descubran qué diablos te pasa.

– ¡Ni hablar! -dije-. Yo no voy a ingresar en un hospital.

– La única cura para una concusión es el descanso. Si es eso lo que es, entonces no tienes elección.

– Olvídelo. Preferiría hacer trabajos forzados que aparcar mi trasero en uno de esos sitios.

– Piensa en las enfermeras, Walt. Todas esas chicas encantadoras de uniforme blanco. Tendrás a una docena de bombones cuidándote noche y día. Si eres listo, puede que incluso entres en combate.

– No conseguirá tentarme. Nadie va a convertirme en un crío. Hemos firmado para hacer algunas funciones y me propongo hacerlas, aunque eso me mate.

– Reading y Altoona no son lugares importantes, hijo. Podemos saltarnos Elmira y Binghamton y no importará un comino. Estoy pensando en Nueva York y sé que tú también. Para eso es para lo que tienes que estar en forma.

– La cabeza no me duele cuando hago el número. Es al final, jefe. Mientras pueda continuar tengo que continuar. ¿Qué importa si luego me duele un poco? Puedo vivir con el dolor. La vida es dolor de todas formas y la única cosa buena que tiene es cuando estoy en el escenario haciendo mi número.

– El problema es que el número te está aniquilando. Si sigues teniendo esos dolores de cabeza, no serás Walt el Niño Prodigio por mucho tiempo. Tendré que cambiarte el nombre y llamarte Mr. Vértigo.

– ¿Mister qué?

– Mr. Mareos. Mr. Miedo a las Alturas.

– Yo no tengo miedo de nada. Ya lo sabe usted.

– Tienes agallas, muchacho, y te quiero por eso. Pero llega un momento en la carrera de todo levitador en que el aire está cargado de peligros y me temo que ya hemos llegado a ese momento.

Seguimos discutiendo esas cosas durante una hora y al final le cansé lo suficiente como para que me diera una última oportunidad. Ése fue el trato. Actuaría en Reading la noche siguiente y, con dolor de cabeza o sin él, si estaba lo bastante bien para continuar hasta Altoona, dos noches después haría la función allí como estaba previsto. Era una locura intentarlo, pero aquel segundo ataque me había asustado muchísimo y temía que significara que estaba perdiendo facultades. ¿Y si las jaquecas eran sólo el primer paso? Pensé que mi única esperanza era luchar hasta el final, seguir actuando hasta que mejorara o no pudiera soportarlo más, y luego veríamos qué pasaba. Estaba tan alterado, que realmente no me importaba que mi cerebro estallara en mil pedazos. Mejor estar muerto que perder mis poderes, me dije. Si no podía ser Walt el Niño Prodigio, no quería ser nadie.

Lo de Reading salió mal, mucho peor de lo que yo había temido. No sólo no gané la apuesta, sino que los resultados fueron aún más catastróficos que antes. Hice el espectáculo y me derrumbé, como había sabido que me ocurriría, pero esta vez no me desperté en el camerino. Dos tramoyistas tuvieron que llevarme al hotel al otro lado de la calle, y cuando abrí los ojos quince o veinte minutos más tarde, ni siquiera tuve que ponerme de pie para notar el dolor. En el mismo instante en que la luz dio en mis pupilas, comenzó el tormento. Cien tranvías se salieron de los raíles y convergieron en un punto detrás de mi sien izquierda; allí se estrellaban aviones; allí chocaban camiones; y luego dos duendecillos verdes cogieron martillos y comenzaron a clavar estacas en mis ojos. Me retorcía en la cama, pidiendo a gritos que alguien me librara de mi agonía, y para cuando el maestro llamó al matasanos del hotel para que subiera y me pusiera una inyección, yo estaba para que me ataran, era un tobogán de llamas precipitándose por el valle de las sombras de la muerte.

Me desperté en un hospital de Filadelfia diez horas más tarde y durante los siguientes doce días no me moví. El dolor de cabeza continuó durante cuarenta y ocho horas más y me mantuvieron bajo los efectos de sedantes tan fuertes que no puedo recordar nada hasta el tercer día, cuando finalmente me desperté de nuevo y descubrí que el dolor había desaparecido. Después de eso me sometieron a toda clase de análisis y reconocimientos. Su curiosidad era inagotable, y una vez que comenzaron no me dejaron en paz. A todas horas entraban médicos diferentes en mi habitación y me ponían a prueba. Me golpearon las rodillas con martillitos, me pasaron diversos instrumentos por la piel, me encendieron linternas delante de los ojos; les di pis, caca y sangre; escucharon mi corazón y me miraron los oídos; me hicieron radiografías de pies a cabeza. Ya no había nada por lo que vivir excepto la ciencia, y aquellos tipos de las batas blancas hicieron un trabajo concienzudo. Al cabo de un día o dos me habían convertido en un germen desnudo y tembloroso, un microbio atrapado en una maraña de agujas, estetoscopios y depresores de la lengua. Si las enfermeras hubiesen sido guapas, tal vez hubiera tenido algún alivio, pero las que me atendían eran todas viejas y feas, con traseros gordos y pelos en la barbilla. Nunca me había tropezado con semejante cuadrilla de participantes en una exposición de perros, y cada vez que una de ellas entraba para tomarme la temperatura o leer mi gráfica, yo cerraba los ojos y fingía dormir.

El maestro Yehudi permaneció a mi lado durante esta dura experiencia. La prensa se había enterado de mi paradero, y durante la primera semana o cosa así los periódicos estuvieron llenos de partes sobre mi estado. El maestro me leía estos artículos en voz alta todos los días. Yo encontraba cierto consuelo en el escándalo publicitario mientras escuchaba, pero en el momento en que dejaba de leer, el aburrimiento y la tristeza se cerraban de nuevo sobre mi. Luego la Bolsa de Nueva York quebró y me expulsaron de las primeras páginas. Yo no presté mucha atención, pero supuse que la crisis era sólo temporal y que una vez que terminara aquel asunto del Martes Negro volvería a los titulares, que era donde debía estar. Todas aquellas historias sobre gente que se tiraba por la ventana o se pegaba un tiro en la cabeza me parecían tonterías de la prensa sensacionalista y las deseché como si fueran cuentos de hadas. Lo único que me importaba era volver a la carretera con mi espectáculo. La jaqueca había desaparecido y me sentía estupendamente, cien por cien normal. Cuando abría los ojos por la mañana y veía al maestro Yehudi sentado junto a mi cama, empezaba el día haciéndole la misma pregunta que le había hecho el día anterior: ¿Cuándo voy a salir de aquí? Y todos los días él me daba la misma respuesta: En cuanto tengamos los resultados de las pruebas.

Cuando al fin llegaron, me puse contentísimo. Después de todo aquel galimatías de pinchazos y fisgoneos, todos aquellos tubos, copas de succión y guantes de goma, los médicos no pudieron encontrar nada que anduviera mal en mi. Ni concusión, ni tumor cerebral, ni enfermedad de la sangre, ni desequilibrio en mi oído interno, ni paperas, ni porrazos. Me dieron un certificado de buena salud y declararon que yo era el ejemplar humano de catorce años más sano que habían visto nunca. En cuanto a las jaquecas y los mareos, no pudieron determinar su causa precisa. Podía haber sido un virus que ya había abandonado mi organismo. Podía haber sido algo que hubiera comido. Fuera lo que fuera, ya no estaba presente, y si por casualidad lo estaba, era demasiado pequeño para ser detectado, incluso con el microscopio más potente del planeta.