– ¡Mire! -le grité-. ¡Míreme bien y dígame qué ve!
El maestro me estudió con expresión sombría y afligida.
– Veo el pasado -dijo-. Veo a Walt el Niño Prodigio por última vez. Veo a alguien que está a punto de lamentar lo que acaba de hacer.
– ¡Soy tan bueno como siempre! -le grité-. ¡Y eso significa que soy el mejor del mundo!
El maestro miró su reloj.
– Diez segundos -dijo-. Por cada segundo que permanezcas ahí arriba tendrás tres minutos de dolor. Te lo garantizo.
Pensé que ya había demostrado lo que quería, así que antes que arriesgarme a otro largo periodo de agonía, decidí bajar. Y entonces sucedió, exactamente como el maestro había prometido que sucedería. En el mismo instante en que las puntas de mis pies tocaron el suelo, mi cabeza se abrió de nuevo, estalló con una violencia que absorbió la luz del día y me hizo ver las estrellas. Un chorro de vómito salió disparado de mi garganta y dio en la pared a dos metros de distancia. Navajas de resorte saltaron dentro de mi cráneo y penetraron profundamente hasta el centro de mi cerebro. Temblé, aullé y caí al suelo, y esta vez no tuve el lujo de desmayarme. Me sacudí como un lenguado con un anzuelo en el ojo, y cuando supliqué ayuda, implorando al maestro que llamara a un médico para que me pusiera una inyección, él se limitó a menear la cabeza y alejarse de mi.
– Lo superarás -dijo-. Dentro de menos de una hora, estarás como nuevo.
Luego, sin ofrecerme una sola palabra de consuelo, ordenó silenciosamente la habitación y empezó a hacer mi maleta.
Ése era el único tratamiento que merecía. Sus palabras habían caído en oídos sordos, y no le quedaba otra alternativa que retirarse y dejar que mis actos hablaran por sí mismos. Así que el dolor me habló, y esta vez le escuché. Escuché durante cuarenta y siete minutos, y cuando terminó la clase, yo había aprendido todo lo que necesitaba saber. ¡Menudo curso intensivo sobre los métodos del mundo! ¡Menudo repaso sobre el sufrimiento! El dolor me enseñó, y de qué manera, y cuando salí del hospital aquella misma mañana, tenía la cabeza más o menos en su sitio nuevamente. Conocía las verdades de la vida. Las conocía con cada grieta de mi alma y cada poro de mi piel, y no iba a olvidarlas nunca. Los días de gloria habían pasado. Walt el Niño Prodigio había muerto y no existía ni la más remota posibilidad de que volviera a asomar la cara.
Volvimos al hotel del maestro caminando en silencio, pasando por las calles de la ciudad como un par de fantasmas. Tardamos diez o quince minutos en llegar y cuando estuvimos ante la entrada no se me ocurrió nada mejor que alargar la mano y tratar de despedirme.
– Bueno -dije-. Supongo que aquí es donde nos separamos.
– ¿Ah, sí? -dijo el maestro-. ¿Y por qué?
– Usted tendrá que buscar otro chico, ytiene mucho sentido que me yo me quede aquí si no voy a hacer más que estorbar.
– ¿Y por qué iba yo a buscar otro chico?
Parecía verdaderamente asombrado por la sugerencia.
– Porque yo soy un fracasado, por eso. Porque el espectáculo ha terminado y ya no le sirvo para nada.
– ¿Crees que te abandonaría así?
– ¿Por qué no? Es justo, y si yo no puedo cumplir mi parte, es natural que usted empiece a hacer otros planes.
– He hecho planes. He hecho cien planes, mil planes. Tengo planes guardados en las mangas y en los calcetines. Todo mi cuerpo hierve de planes, y antes de que el picor me ponga frenético, quiero sacarlos y ponerlos sobre la mesa para que los veas.
– ¿Yo?
– ¿Quién si no, mequetrefe? Pero no podemos tener una conversación seria de pie en la puerta, ¿verdad? Sube a la habitación, pediremos el almuerzo y entraremos en materia.
– Sigo sin entender.
– ¿Qué es lo que hay que entender? Puede que hayamos tenido que dejar la levitación, pero eso no significa que hayamos cerrado el negocio.
– ¿Quiere usted decir que seguimos siendo socios?
– Cinco años es mucho tiempo, hijo. Después de todo lo que hemos pasado juntos, digamos que te he cogido cariño. No soy cada día más joven, ¿sabes? No tendría sentido que me pusiera a buscar a alguien. Ya no, no a mi edad. Tardé media vida en encontrarte, y no voy a despedirte con un beso porque hayamos tenido unos cuantos reveses. Como te dije, tengo algunos planes que comentar contigo. Si te gustan esos planes y quieres participar en ellos, está hecho. Si no, dividimos el dinero y nos separamos.
– ¡El dinero! ¡Se me había olvidado por completo!
– Tenías otras cosas en que pensar.
– He estado tan deprimido, que mi chaveta se fue de vacaciones. ¿Cuánto tenemos? ¿A cuánto sube, en números redondos, jefe?
– Veintisiete mil dólares. Están en la caja fuerte del hotel, y son todos nuestros, limpios de polvo y paja.
– ¡Y yo que pensaba que estaba otra vez en la ruina más total! Las cosas se ven a una luz diferente así, ¿no? Quiero decir que veintisiete de los grandes es un bonito botín.
– No está mal. Podía habernos ido peor.
– Así que el barco no se ha hundido, después de todo.
– Ni mucho menos. Nos defendimos bien. Y con los malos tiempos que vienen, estaremos bastante cómodos, secos y calentitos en nuestro pequeño barco, navegaremos por los mares de la adversidad mucho mejor que la mayoría.
– Así sea, señor.
– Eso es, compañero. Todos a bordo. En cuanto se levante el viento, levaremos el anda, soltaremos amarras y zarparemos.
Yo habría viajado a los confines de la tierra con él. En barco, en bicicleta, arrastrándome sobre el vientre; el medio de transporte que usáramos no me importaba. Lo único que quería era estar donde él estuviera e ir a donde él fuera. Hasta que tuvimos aquella conversación delante del hotel, yo pensaba que lo había perdido todo. No sólo mi carrera, no sólo mi vida, sino también a mi maestro. Supuse que había terminado conmigo, que me daría la patada sin pensárselo dos veces, pero ahora sabia que no era así. Yo no era para él únicamente un cheque. No era sólo una máquina voladora con el motor herrumbroso y las alas dañadas. Para bien o para mal, estábamos unidos hasta el fin, y eso contaba más para mi que todas las localidades de todos los teatros y estadios de fútbol juntos. No digo que las cosas no estuvieran negras, pero no estaban ni la mitad de negras de lo que podían haberlo estado. El maestro Yehudi seguía conmigo, y no sólo estaba conmigo, sino que llevaba el bolsillo lleno de cerillas con las que iluminar el camino.
Así que subimos y almorzamos. No sé si mil, pero ciertamente tenía tres o cuatro planes, y había pensado cada uno de ellos muy cuidadosamente. El tipo no cejaba. Cinco años de duro trabajo habían volado por la ventana, décadas de proyectos y preparativos se habían convertido en polvo de la noche a la mañana, y allí estaba él rebosante de ideas nuevas, planeando nuestro próximo paso como si aún tuviéramos todo por delante. Ya no hay hombres así. El maestro Yehudi fue el último de una raza, y nunca he tropezado con alguien igual a éclass="underline" un hombre que se sentía perfectamente a gusto en la selva. Puede que no fuese el rey, pero entendía sus leyes mejor que nadie. Le aporreabas en la barriga, le escupías en la cara, le partías el corazón y él se levantaba inmediatamente, listo para enfrentarse a todo el que viniera. Nunca te rindas. No sólo vivía de acuerdo con ese lema: era el hombre que lo había inventado.
El primer plan era el más simple. Nos trasladaríamos a Nueva York y viviríamos como gente corriente. Yo iría a la escuela y recibiría una buena educación, él montaría un negocio y ganaría dinero y ambos viviríamos felices para siempre. Yo no dije una palabra cuando terminó de hablar, así que pasó al siguiente. Nos iríamos de gira, dijo, dando conferencias en universidades, iglesias y clubes de señoras sobre el arte de la levitación. Habría una gran demanda, por lo menos durante los próximos seis meses o cosa así, y ¿por qué no continuar explotando a Walt el Niño Prodigio hasta agotar los últimos restos de mi fama? Tampoco me gustó ése, así que él se encogió de hombros y pasó al siguiente. Haríamos el equipaje, dijo, nos meteríamos en el coche y nos iríamos a Hollywood. Yo empezaría una nueva carrera como actor de cine y él seria mi agente y apoderado. Con toda la publicidad que había recibido por mi espectáculo, no sería difícil conseguirme una prueba. Yo ya era un gran nombre, y dadas mis dotes para la comedia bufa, probablemente caería de pie en poco tiempo.