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– ¡Ah! -dije-. ¡Así se habla!

– Supuse que elegirías éste -dijo el maestro, recostándose en su butaca y encendiendo un grueso cigarro habano-. Por eso lo reservé para el final.

Y así, sin más, entramos de nuevo en la carrera.

Dejamos el hotel por la mañana temprano, y a las ocho ya estábamos en la carretera, dirigiéndonos hacia el Oeste, hacia una nueva vida en las soleadas colinas de la Ciudad del Oropel. En aquellos tiempos era un viaje largo y agotador. No había superautopistas ni boleras de seis carriles que se extendieran de costa a costa, y tenías que ir serpenteando, cruzando pueblecitos y aldeas, siguiendo cualquier carretera que te llevara en la dirección adecuada. Si te quedabas atascado detrás de un granjero que transportaba una carga de heno en un tractor Modelo T, mala suerte. Si estaban haciendo obras en una carretera, tenías que dar media vuelta y encontrar otra, y con frecuencia eso significaba apartarte de tu camino durante muchas horas. Ésas eran las reglas del juego en aquel entonces, pero no puedo decir que me molestara el ir despacio. Yo no era más que un pasajero, y si me apetecía dormirme una hora o dos en el asiento trasero, nada me lo impedía. Unas cuantas veces, cuando encontrábamos un tramo de carretera particularmente desierto, el maestro me dejó coger el volante, pero eso no sucedió a menudo, y él acabó haciendo el noventa y ocho por ciento de la conducción. Era una experiencia hipnótica para él, y al cabo de cinco o seis días cayó en un estado de ánimo melancólico y rumiante, cada vez más perdido en sus propios pensamientos a medida que avanzábamos hacia el centro del país. Habíamos vuelto a la tierra de los grandes cielos y las extensiones llanas y monótonas, y el aire envolvente parecía privarle de parte de su entusiasmo. Tal vez estaba pensando en la señora Witherspoon, o tal vez alguna otra persona de su pasado había vuelto para obsesionarle, pero es más probable que estuviera meditando sobre la vida y la muerte, las grandes y pavorosas preguntas que se insinúan en tu cabeza cuando no hay nada que té distraiga. ¿Por qué estoy aquí? ¿Adónde voy? ¿Qué me ocurrirá después de que dé mi último suspiro? Éstos son temas graves, lo sé, pero después de reflexionar sobre los actos del maestro en aquel viaje durante más de medio siglo, creo que sé de lo que estoy hablando. Una conversación destaca en mi memoria, y si no me equivoco al interpretar lo que dijo, demuestra la clase de cosas que empezaban a agobiar su espíritu. Estábamos en algún lugar de Texas, un poco mas allá de Forth Worth, creo, y yo estaba parloteando de ese modo animado y jactancioso típico de mí, hablando sin otro motivo que oírme hablar.

– California -dije-. Allí nunca nieva y puedes nadar en el mar durante todo el año. Por lo que dice la gente, es lo mejor después del paraíso. Hace que Florida parezca un pantano sofocante por comparación.

– Ningún lugar es perfecto -dijo el maestro-. No olvides los terremotos, los aludes de barro y las sequías. Allí pueden pasar años sin que llueva, y cuando ocurre eso, todo el estado se convierte en yesca. Tu casa puede arder en menos tiempo del que se tarda en romper un huevo.

– No se preocupe por eso. Dentro de seis meses estaremos viviendo en un castillo de piedra. Ese material no puede arder, pero, por si acaso, tendremos nuestros propios bomberos en la finca. Se lo aseguro, jefe, el cine y yo estamos hechos el uno para el otro. Voy a ganar tanta pasta que tendremos que abrir un nuevo banco. El Banco de Crédito y Ahorro Rawley, con sede nacional en Sunset Boulevard. Espere y verá. Dentro de nada seré una estrella.

– Si todo va bien, podrás ganarte el pan. Eso es lo que importa. Yo no estaré aquí eternamente y quiero asegurarme de que puedas valerte por ti mismo. Da igual lo que hagas. Actor, cámara, mensajero; un oficio es tan bueno como cualquier otro. Sólo necesito saber que tendrás un futuro después de que yo me haya ido.

– Ésas son palabras de viejo, maestro. Usted no tiene ni cincuenta años.

– Cuarenta y seis. De donde yo vengo, ésos son muchos años.

– Tonterías. En cuanto se ponga bajo ese sol de California, le añadirá diez años a su vida el primer día.

– Puede que sí. Pero aunque así sea, sigo teniendo más años detrás de mí que delante de mí. Son simples matemáticas, Walt, y no nos hará ningún daño prepararnos para lo que ha de venir.

Después de eso cambiamos de tema o quizá simplemente dejamos de hablar, pero aquellos sombríos comentarios suyos cobraron cada vez más importancia para mi a medida que los días pasaban tediosamente. Para un hombre que se esforzaba tanto en ocultar sus sentimientos, las palabras del maestro equivalían a una confesión. Nunca le había oído abrirse de esa manera, y aunque lo expresó con un lenguaje de sis y cuandos, yo no era tan estúpido como para no entender el mensaje escondido entre líneas. Mis pensamientos volvieron a la escena del hotel de New Haven. Si yo no me hubiera sentido tan agobiado por mis propios problemas desde entonces, habría estado más vigilante. Ahora que no tenía nada mejor que hacer que mirar por la ventanilla y contar los días que faltaban para llegar a California, resolví observar cada uno de sus movimientos. No iba a ser un cobarde esta vez. Si le pillaba haciendo una mueca o agarrándose el estómago otra vez, hablaría y le apagaría el farol… y le llevaría a toda prisa el primer médico que pudiera encontrar.

Él debió de notar mi preocupación, porque poco después de aquella conversación abandonó la charla lúgubre y empezó a silbar una canción diferente. Para cuando dejamos Texas y entramos en Nuevo Mexico, pareció animarse considerablemente, y aunque yo estaba alerta a cualquier señal de malestar, no pude detectar ninguna, ni siquiera el más leve indicio. Poco a poco, consiguió correr un tupido velo ante mis ojos, y de no haber sido por lo que sucedió mil o mil doscientos kilómetros más allá, habrían pasado meses antes de que yo sospechara la verdad, tal vez incluso años. Tal era el poder del maestro. Nadie podía igualarle en una batalla de ingenio, y cada vez que yo lo intentaba, terminaba sintiéndome un cretino. Era mucho más rápido que yo, mucho más diestro y más experto, y era capaz de quitarme los pantalones con engaños incluso antes de que me los hubiera puesto. Nunca hubo ninguna competición. El maestro Yehudi ganaba siempre, y siguió ganando hasta el amargo final.

Comenzó la parte más tediosa del viaje. Pasamos días atravesando Nuevo México y Arizona, y al cabo de algún tiempo nos sentíamos como si fuéramos las únicas personas que quedaban en el mundo. Al maestro le gustaba el desierto, sin embargo, y cuando entramos en aquel árido paisaje de rocas y cactus no paraba de señalar formaciones geológicas curiosas y de soltar pequeñas conferencias sobre la incalculable edad de la tierra. Para ser absolutamente sincero, a mí me dejaba frío. Como no quería estropearle la diversión al maestro, callaba la boca y fingía escuchar, pero después de cuatro mil farallones y seiscientos cañones había tenido suficiente recorrido turístico como para que me durasen toda la vida.