El único que me mostraba verdadera bondad era Aesop, pero yo estaba en contra de él desde el principio, y nada de lo que él pudiera decir o hacer cambiaría eso. Yo no podía remediarlo. Estaba en mi sangre sentir desprecio por él, y dado que era el ejemplar más feo de su raza que yo había tenido la desgracia de ver, me parecía disparatado que estuviésemos viviendo bajo el mismo techo. Iba contra las leyes de la naturaleza, transgredía todo lo que era sagrado y correcto, y yo no iba a permitirme aceptarlo. Cuando a eso se sumaba el hecho de que Aesop hablaba como ningún otro muchacho de color en la faz de la tierra -más como un lord inglés que como un americano- y también el hecho adicional de que era el favorito del maestro, yo ni siquiera podía pensar en él sin sucumbir a un ataque de nervios. Para empeorar las cosas, tenía que mantener la boca cerrada siempre que él estaba presente. Unos cuantos comentarios seleccionados habrían desahogado parte de mi rabia, supongo, pero recordaba el dedo del maestro clavado debajo de mi barbilla y no tenía ganas de someterme a esa tortura de nuevo.
Lo peor de todo era que a Aesop no parecía importarle que yo le despreciara tanto. Perfeccioné todo un repertorio de miradas ceñudas y muecas para utilizarlo en su compañía, pero cada vez que le lanzaba una de esas miradas, él se limitaba a menear la cabeza y sonreír para sí. Lo cual hacía que me sintiera como un idiota. Por mucho que me esforzara por herirle, él nunca me permitía exasperarle, nunca me daba la satisfacción de marcar un tanto contra él. No estaba simplemente ganando la guerra entre nosotros, estaba ganando cada maldita batalla de esa guerra, y pensé que si ni siquiera podía superar a un diablo negro en un limpio intercambio de insultos, entonces toda aquella pradera de Kansas debía de estar embrujada. Debían haberme llevado con engaños a una tierra de malos sueños, y cuanto más luchaba por despertarme, más terrorífica se volvía la pesadilla.
– Deberías ser más flexible -me dijo Aesop una tarde-. Estás tan seguro de tus propias convicciones, que eso te ciega respecto a lo que te rodea. Y si no puedes ver lo que tienes delante de las narices, nunca podrás mirarte a ti mismo y saber quién eres.
– Sé quién soy -dije-. Eso no me lo puede robar nadie.
– El maestro no te está robando nada. Te está dando el don de la grandeza.
– Escucha, hazme un favor, ¿quieres? No menciones el nombre de ese buitre delante de mí. Ese maestro tuyo me da escalofríos, y cuanto menos tenga que pensar en él, mejor estaré.
– Te quiere, Walt. Cree en ti con toda su alma.
– Y un cuerno. A ese farsante no le importa nada, absolutamente nada. Es el rey de los gitanos, eso es lo que es, y si tuviera alma, y no digo que la tenga, entonces la tendría llena de maldad.
– ¿El rey de los gitanos? -Los ojos de Aesop se salieron de sus órbitas por el asombro-. ¿Es eso lo que piensas? -La idea debió de hacerle gracia, porque un momento más tarde se agarró el estómago y empezó a sacudirse con un ataque de risa-. La verdad es que se te ocurre cada cosa… -dijo, limpiándose las lágrimas-. ¿Cómo se te ha metido esa idea en la cabeza?
– Bueno -dije, notando las mejillas sonrojadas por la vergüenza-, si no es gitano, ¿qué diablos es?
– Húngaro.
– ¿Qué? -tartamudeé.
Era la primera vez que oía a alguien usar esa palabra y me quedé tan perplejo que momentáneamente perdí el habla.
– Húngaro. Nació en Budapest y vino a los Estados Unidos de niño. Creció en Brooklyn, Nueva York, y tanto su padre como su abuelo eran rabinos.
– Y ¿qué es eso, una forma inferior de roedor?
– Es un profesor judío. Una especie de ministro o sacerdote, sólo que para los judíos.
– Bueno, entonces está claro -dije-. Eso lo explica todo, ¿no? Es peor que un gitano, el viejo doctor Cejas Negras es un fariseo. No hay nada peor en todo este miserable planeta.
– Más vale que no te oiga hablar así -dijo Aesop.
– Conozco mis derechos -dije-. Y ningún judío me va a mangonear. Lo juro.
– Tómatelo con calma, Walt. No haces más que buscarte problemas.
– Y ¿qué me dices de esa bruja, madre Sue? ¿Es otra de esos fariseos?
Aesop negó con la cabeza mirando al suelo. En mi voz hervía la cólera de tal modo que él no se atrevía a mirarme a los ojos.
– No -dijo-. Es una sioux oglala. Su abuelo era el hermano de Toro Sentado, y cuando era joven fue la principal amazona en el Espectáculo del Salvaje Oeste de Búfalo Bill.
– Me estás tomando el pelo.
– No se me ocurriría. Lo que te estoy diciendo es la pura y simple verdad. Estás viviendo en la misma casa con un judío, un negro y una india, y cuanto antes lo aceptes, más feliz serás.
Había resistido tres semanas hasta entonces; pero después de esa conversación con Aesop supe que no podría soportarlo más. Me fugué de allí aquella misma noche; esperé hasta que todos estuvieron dormidos y luego me levanté de la cama a hurtadillas, me escabullí por las escaleras y salí de puntillas a la helada oscuridad de diciembre. No había luna en el cielo, ni siquiera una estrella que me iluminara, y en el mismo momento en que crucé el umbral me golpeó un viento tan furioso que me empujó directamente contra el costado de la casa. Mis huesos no eran más pesados que el algodón en aquel viento. La noche era un estruendo y el aire soplaba y atronaba como si llevara la voz de Dios, aullando su ira sobre cualquier criatura lo bastante idiota como para levantarse contra ella. Me convertí en ese idiota, y una y otra vez me levanté del suelo y luché para adentrarme en el torbellino, girando como un molinillo mientras mi cuerpo avanzaba centímetro a centímetro por el patio. Después de diez o doce intentos estaba completamente agotado, era un casco de buque vacío y baqueteado. Había llegado hasta la pocilga, y justo cuando estaba a punto de ponerme de rodillas una vez más, mis ojos se cerraron y perdí la conciencia. Pasaron las horas. Me desperté al romper el alba y me encontré rodeado de cuatro cerdos dormidos. Si no hubiera caído entre aquellos puercos, es muy probable que hubiera muerto congelado durante la noche. Pensando en ello ahora, supongo que fue un milagro, pero cuando abrí los ojos aquella mañana y vi dónde estaba, lo primero que hice fue levantarme de un salto y escupir, maldiciendo mi mala suerte.
No tenía ninguna duda de que el maestro Yehudi era el responsable de lo que me había sucedido. En aquella primera etapa de nuestra historia juntos le atribuía toda clase de poderes sobrenaturales, y estaba plenamente convencido de que él había provocado aquel viento feroz sin otro motivo que impedirme la huida. Durante varias semanas después de eso mi cabeza estuvo llena de multitud de teorías y especulaciones disparatadas. La más aterradora tenía que ver con Aesop, y era mi creciente certidumbre de que él había nacido blanco. Era terrible pensar eso, pero todas las pruebas parecían apoyar mi conclusión. Hablaba como un blanco, ¿no? Actuaba como un blanco, pensaba como un blanco, tocaba el piano como un blanco, y sólo porque su piel fuera negra, ¿por qué iba yo a creer a mis ojos cuando mis tripas me decían otra cosa? La única respuesta era que él había nacido blanco. Hacía años, el maestro le había elegido para que fuese su primer alumno en el arte de volar. Le había dicho a Aesop que saltara desde el tejado del establo y Aesop había saltado, pero en lugar de coger las corrientes de viento y elevarse por los aires, había caído al suelo y se había roto todos los huesos de su cuerpo. Eso explicaba su lamentable y torcida osamenta, pero luego, para empeorar las cosas, el maestro Yehudi le había castigado por su fracaso. Invocando el poder de cien demonios judíos, había señalado a su discípulo con el dedo y le había convertido en un espantoso negro. La vida de Aesop había quedado destruida, y no había duda de que la misma suerte me esperaba a mí. No sólo acabaría con la piel negra y el cuerpo lisiado, sino que me vería obligado a pasar el resto de mis días estudiando libros.