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– Si éste es el país de Dios -dije finalmente-, entonces Dios puede quedárselo.

– No dejes que te deprima -dijo el maestro-. Continúa igual eternamente, y contar los kilómetros no acortará el viaje. Si quieres llegar a California, ésta es la carretera que tenemos que tomar.

– Lo sé. Pero que tenga que aguantarlo no significa que tenga que gustarme.

– Más te vale intentarlo. El tiempo pasará más deprisa de ese modo.

– Detesto ser un aguafiestas, señor, pero esta historia de la belleza es una gran tontería. Quiero decir, ¿a quién le importa que un sitio sea feo o no? Mientras haya gente allí, será interesante. Si quitamos a la gente, ¿qué queda? Vacío, nada más. Y el vacío no hace nada por mi excepto bajarme la tensión y hacer que se me caigan los párpados.

– Entonces cierra los ojos y duerme, y yo comulgaré con la naturaleza. No te preocupes, hombrecito. Ya no queda mucho. Antes de que te des cuenta, tendrás toda la gente que quieras.

El día más negro de mi vida amaneció en el oeste de Arizona el dieciséis de noviembre. Era una mañana sequísima, como todas las demás, y a las diez estábamos cruzando la frontera de California para comenzar nuestra travesía del desierto de Mojave hacia la costa. Lancé un gritito para celebrarlo cuando pasamos el mojón y luego nos preparamos para la última parte del viaje. El maestro iba a buena velocidad y calculamos que llegaríamos a Los Ángeles a la hora de la cena. Recuerdo que argumenté a favor de un restaurante de lujo para nuestra primera noche en la ciudad. Quizá nos encontraríamos con Buster Keaton o Harold Lloyd, dije, y eso sería muy emocionante, ¿no? Imagínese estrecharle la mano a esos tipos por encima de un montecillo de crema cocida en un restaurante elegante. Si estaban de humor, tal vez podríamos meternos en una pelea de tartas y destrozar el local. El maestro estaba empezando a reírse de mi descripción de esta descabellada escena cuando levanté la vista y vi algo en la carretera delante de nosotros.

– ¿Qué es eso? -dije.

– ¿Qué es qué? -dijo el maestro.

Y un par de momentos más tarde corríamos para salvar la vida. El qué era una banda de cuatro hombres desplegados sobre la estrecha carretera. Estaban de pie en fila -doscientos o trescientos metros delante de nosotros- y al principio era difícil distinguirlos. Con el resplandor del sol y el calor que se elevaba del suelo, parecían espectros de otro planeta, cuerpos trémulos hechos de luz y aire. Cincuenta metros más allá pude ver que tenían las manos levantadas por encima de la cabeza, como si estuvieran haciéndonos señales para que parásemos. En ese momento los tomé por una cuadrilla de obreros, e incluso cuando nos acercamos más y vi que llevaban pañuelos en la cara, no le di importancia. Hay mucho polvo aquí, me dije, y cuando sopla el viento un hombre necesita alguna protección. Pero luego estábamos a sesenta o setenta metros, y de pronto vi que los cuatro sostenían objetos metálicos brillantes en las manos levantadas. Justo cuando comprendí que eran pistolas, el maestro frenó violentamente, se detuvo patinando y metió la marcha atrás. Ninguno de los dos dijo una palabra. Con el acelerador pisado a fondo, retrocedimos mientras el motor gemía y el chasis temblaba. Los cuatro malhechores nos perseguían, corriendo por la carretera con el cañón de sus pistolas destellando al sol. El maestro Yehudi había vuelto la cabeza para mirar por la ventanilla trasera y no pudo ver lo que yo veía, pero mientras observaba que los hombres nos ganaban terreno, me fijé en que uno de ellos cojeaba. Era un saco de huesos con cuello de pollo, pero a pesar de su defecto se movía más deprisa que los otros. Al poco tiempo iba en cabeza él solo, y fue entonces cuando el pañuelo resbaló de su cara y le vi bien por primera vez. El polvo volaba en todas direcciones, pero habría reconocido esa jeta en cualquier parte. ¡Edward J. Sparks! Volvíamos a encontrarnos, y en el mismo momento en que le eché la vista encima al tío Slim, supe que mi vida estaba arruinada para siempre. Grité por encima del ruido del motor forzado.

– ¡Nos están alcanzando! ¡Dé la vuelta y vaya hacia adelante! ¡Están lo bastante cerca como para dispararnos!

Era un grito desesperado. Marcha atrás no podíamos ir lo bastante rápido como para escapar, pero el tiempo que nos llevaría dar la vuelta nos retrasaría aún más. Sin embargo, teníamos que arriesgarnos. Si no aumentábamos la velocidad en unos cuatro segundos, no tendríamos la menor oportunidad.

El maestro Yehudi giró bruscamente a la derecha, haciendo un frenético giro en U marcha atrás mientras metía la primera. La caja de cambios hizo un siniestro ruido chirriante, las ruedas traseras se salieron del borde de la carretera y chocaron contra algunas piedras sueltas, y luego estábamos girando sin tracción mientras el coche gemía y temblaba. Pasaron un segundo o dos antes de que los neumáticos agarraran de nuevo, y para cuando salimos disparados de allí con el morro apuntando en la dirección correcta, las pistolas ya estaban escupiendo detrás de nosotros. Una bala rasgó un neumático trasero, y en el mismo instante en que la goma reventó, el Pierce Arrow se desvió violentamente hacia la izquierda. Manejando el volante como un loco para mantenernos en la carretera, el maestro estaba ya metiendo la tercera cuando otra bala atravesó la ventanilla trasera. Lanzo un grito y sus manos soltaron el volante. El coche se salió de la carretera, rebotando sobre el suelo salpicado de rocas del desierto, y un momento más tarde la sangre empezó a manar de su hombro derecho. Dios sabe dónde encontró la fuerza necesaria, pero consiguió agarrar de nuevo el volante y volver a intentarlo. No fue culpa suya que no diera resultado. El coche corría ya sin control y antes de que él pudiera volver hacia la carretera, la rueda izquierda delantera derrapó en la rampa de una gran roca y la máquina volcó.

La hora siguiente fue un vacío. La sacudida me arrojó fuera de mi asiento y lo último que recuerdo es haber volado por el aire en dirección al maestro. En algún momento entre el despegue y el aterrizaje debí golpearme la cabeza contra el salpicadero o el volante, porque cuando el coche dejó de moverse yo ya estaba inconsciente. Docenas de cosas sucedieron después de eso, pero me las perdí todas. Me perdí ver a Slim y a sus hombres abalanzarse sobre el coche y robarnos la caja fuerte que llevábamos en el maletero. Me perdí verles rajar los otros tres neumáticos. Me perdí verles abrir nuestras maletas y esparcir nuestra ropa por el suelo. Por qué no nos pegaron un tiro todavía es un misterio. Debieron discutir si matarnos o no, pero yo no oí nada de lo que dijeron y no puedo especular sobre por qué nos perdonaron la vida. Puede que ya pareciésemos muertos, o puede que les importara un comino. Tenían la caja fuerte con todo nuestro dinero y, aunque estuviéramos respirando aún cuando nos dejaron, probablemente pensaron que moriríamos a consecuencia de nuestras heridas. Si hay algún consuelo en que nos robaran hasta el último céntimo que teníamos, éste viene de la pequeñez de la suma que se llevaron. Slim debía pensar que teníamos millones. Debía contar con un premio gordo de los que te tocan una vez en la vida, pero lo único que sacó de sus esfuerzos fueron unos despreciables veintisiete mil dólares. Si divides esa cantidad entre cuatro, las partes no ascienden a mucho. Una miseria, en realidad, y me alegraba pensar en su decepción. Durante años y años, mi alma encontraba consuelo al imaginar lo deprimido que debió de quedarse.

Creo que estuve inconsciente una hora, pero pudo haber sido más y pudo haber sido menos. Cuando me desperté me encontré tirado encima del maestro. Él seguía inconsciente y los dos estábamos encajados contra la puerta del lado del conductor, con nuestras extremidades enredadas y la ropa empapada de sangre. Lo primero que vi cuando mis ojos pudieron enfocar fue una hormiga marchando por encima de una piedrecita. Mi boca estaba llena de tierra y mi cara estaba apretada contra el suelo. Eso se debía a que la ventanilla estaba abierta en el momento del choque, y supongo que fue una suerte, si es que se puede utilizar la palabra suerte para describir tal cosa. Por lo menos mi cabeza no había atravesado el cristal. Eso había que agradecerlo, supongo. Por lo menos no tenía la cara destrozada.