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La frente me dolía muchísimo y tenía magulladuras por todo el cuerpo, pero no había ningún hueso roto. Eso lo descubrí cuando me incorporé y traté de abrir la puerta que estaba encima de mí. Si hubiera tenido heridas graves no habría podido moverme. No obstante, no fue fácil empujar la puerta sobre sus goznes. Pesaba media tonelada y con la extraña inclinación del coche y la dificultad de hacer palanca debí luchar con ella durante cinco minutos antes de salir por la escotilla. El aire caliente me dio en la cara, pero me pareció fresco después de estar confinado en la sauna del Pierce Arrow. Me quedé sentado en lo alto un par de segundos, escupiendo tierra y aspirando la lánguida brisa, pero luego mis manos resbalaron y en el mismo momento en que toqué la superficie del coche, que estaba ardiendo, tuve que saltar. Me estrellé contra el suelo, me levanté y empecé a dar la vuelta al coche tambaleándome. De camino vi el maletero abierto y me fijé en que la caja del dinero había desaparecido, pero dado que ésa era una conclusión sacada de antemano, no me detuve a pensar en ello. El lado izquierdo del coche había caído sobre unas piedras y había un pequeño espacio entre el suelo y la puerta, entre quince y veinte centímetros. No era lo bastante ancho como para que yo pudiera meter la cabeza por él, pero tumbándome en el suelo pude mirar dentro del coche lo suficiente como para vislumbrar la cabeza del maestro colgando por la ventanilla. No puedo explicar cómo sucedió, pero en el momento en que le vi por aquella estrecha rendija, sus ojos se abrieron. Me vio mirándole y un momento más tarde su cara se contrajo en algo parecido a una sonrisa.

– Sácame de aquí, Walt -dijo-. Tengo el brazo destrozado y no puedo moverme.

Corrí de nuevo al otro lado del coche, me quité la camisa y me envolví las manos con ella, improvisando un par de mitones para proteger mis palmas del ardiente metal. Luego me encaramé a lo alto, me apoyé bien en el borde de la puerta abierta y alargué las manos para tirar del maestro. Desgraciadamente, su hombro derecho era el malo y no podía extender ese brazo. Hizo un esfuerzo para girar el cuerpo y darme el otro brazo, pero eso le costaba trabajo, verdadero trabajo, y vi que le producía un dolor agudísimo. Le dije que se quedara quieto, me quité el cinturón y luego lo intenté de nuevo bajando la correa al interior del coche. Esto pareció dar resultado. El maestro Yehudi la agarró con la mano izquierda y yo empecé a tirar. No quiero recordar cuántas veces se golpeó, cuántas veces resbaló, pero ambos continuamos luchando y al cabo de veinte o treinta minutos finalmente conseguí sacarle.

Allí estábamos, abandonados en mitad del desierto de Mojave. El coche era una ruina, no teníamos agua y el pueblo más próximo estaba a sesenta kilómetros. Eso ya era bastante malo, pero la peor parte de nuestra difícil situación era la herida del maestro. Había perdido muchísima sangre durante las últimas dos horas. Los huesos estaban destrozados, los músculos desgarrados y él había empleado sus últimas fuerzas en salir del coche. Le senté a la sombra del Pierce Arrow y luego corrí para reunir parte de la ropa esparcida por el suelo. Una por una, recogí sus finas camisas blancas y sus corbatas de seda hechas de encargo, y cuando mis brazos estuvieron demasiado llenos para abarcar más, las llevé al coche para utilizarlas como vendas. Fue la mejor idea que se me ocurrió, pero no sirvió de mucho. Até las corbatas unas con otras, rasgué las camisas en largas tiras y le envolví el brazo lo más apretadamente que pude, pero la sangre las había calado antes de que yo hubiera terminado.

– Descansaremos aquí durante un rato -dije-. Una vez que el sol empiece a ponerse veremos si puede usted levantarse y echar a andar.

– Es inútil, Walt -dijo-. Nunca lo conseguiré.

– Claro que sí. Echaremos a andar por la carretera y enseguidita vendrá un coche y nos recogerá.

– No ha pasado un coche por aquí en todo el día.

– Eso no importa. Tiene que venir alguien. Es la ley de las probabilidades.

– ¿Y si no viene nadie?

– Entonces le llevaré a cuestas. De una forma u otra, vamos a llevarle a un matasanos para que le recomponga.

El maestro Yehudi cerró los ojos y murmuró a través de su dolor:

– Se llevaron el dinero,¿no?

– En eso ha acertado. Ha desaparecido, hasta el último céntimo.

– Oh, bueno -dijo él, tratando de sonreír-. Tal y como viene se va, ¿eh, Walt?

– Así es.

El maestro Yehudi empezó a reírse, pero las sacudidas le hacían demasiado daño para que pudiera continuar. Se detuvo para dominarse y luego, sin que viniera a cuento, me miró a los ojos y anuncio:

– Dentro de tres días habríamos estado en Nueva York.

– Eso es historia antigua, jefe. Dentro de un día vamos a estar en Hollvwood.

El maestro me miró durante largo rato sin decir nada. Luego, inesperadamente, alargó la mano izquierda y me cogió el brazo.

– Lo que quiera que seas -dijo finalmente- me lo debes a mí. ¿No es así, Walt?

– Por supuesto que sí. Yo era un pobre diablo antes de que usted me encontrara.

– Sólo quiero que sepas que al revés también es cierto. Lo que quiera que yo sea, te lo debo a ti.

Yo no sabía qué contestar a eso, así que no lo intenté. Había algo extraño en el aire, y de pronto yo ya no sabía adónde íbamos. No es que estuviera asustado -por lo menos, todavía no-, pero mi estómago estaba empezando a crisparse y aletear, y eso era siempre una señal segura de perturbaciones atmosféricas. Cada vez que uno de esos fandangos empezaba dentro de mí, yo sabía que el tiempo estaba a punto de cambiar.

– No te preocupes, Walt -continuó el maestro-. Todo saldrá bien.

– Eso espero. La forma en que me está usted mirando ahora, es suficiente para poner nervioso a cualquiera.

– Estoy pensando, eso es todo. Pensando las cosas con todo el cuidado que puedo. No debes dejar que eso te disguste.

– No estoy disgustado. Con tal de que no me haga una mala pasada, no me disgustaré.

– Confías en mí, ¿no, Walt?

– Claro que sí.

– Harías cualquier cosa por mí, ¿no es cierto?

– Claro, ya lo sabe usted.

– Bueno, lo que quiero que hagas por mi ahora es subirte al coche y coger la pistola de la guantera.

– ¿La pistola? ¿Para qué la quiere? Ya no hay ladrones a quienes disparar. Aquí estamos sólo nosotros y el viento, y el viento que hay no es gran cosa.

– No hagas preguntas. Haz sólo lo que te digo y tráeme la pistola.

¿Tenía elección? Sí, probablemente. Probablemente podía haberme negado, y eso habría puesto punto final al asunto inmediatamente. Pero el maestro me había dado una orden, y yo no iba a contestarle con insolencia, no entonces, no en un momento como aquél. Quería la pistola y, en mi opinión, mi deber era dársela. Así que, sin decir una palabra más, me encaramé al coche y la cogí.

– Dios te bendiga, Walt -dijo cuando se la entregué un minuto después-. Eres un muchacho de mi completo agrado.

– Tenga cuidado -dije-. Esta arma está cargada y lo último que necesitamos es otro accidente.

– Ven aquí, hijo -dijo, dando unas palmaditas en el suelo-. Siéntate a mi lado y escucha lo que tengo que decirte.

Yo ya había comenzado a lamentarlo todo. El tono dulce de su voz fue lo que le delató, y para cuando me senté, mi estómago estaba dando volteretas, saltando con garrocha contra mi esófago. El maestro tenía la piel como la tiza. Pequeñas gotas de sudor se aferraban a su bigote, y sus miembros temblaban por la fiebre. Pero su mirada era firme. Las fuerzas que le quedaban estaban dentro de sus ojos y los mantuvo fijos en mí durante todo el tiempo que hablamos.