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– La situación es la siguiente, Walt. Estamos en un serio aprieto y tenemos que salir de él. Si no lo hacemos bastante pronto, vamos a palmarla los dos.

– Puede ser. Pero no tiene sentido marcharnos hasta que baje un poco la temperatura.

– No me interrumpas. Primero escúchame hasta el final y luego podrás hablar tú. -Se detuvo un momento para humedecerse los labios con la lengua, pero tenía la boca demasiado seca para que el gesto sirviera de nada-. Tenemos que levantarnos y alejarnos de aquí. Eso está claro, y cuanto más tiempo esperemos, peor será. El problema es que yo no puedo levantarme ni andar. Nada va a cambiar eso. Para cuando el sol se ponga, sólo estaré más débil que ahora.

– Quizá sí y quizá no.

– Nada de quizá, compañero. Así que, en lugar de quedarnos aquí sentados perdiendo un tiempo precioso, tengo una proposición que hacerte.

– Sí, y ¿cuál es?

– Yo me quedo aquí y tú te vas solo.

– Olvídelo. Yo no me muevo de su lado, maestro. Hice esa promesa hace mucho tiempo y pienso cumplirla.

– Esos son buenos sentimientos, muchacho, pero sólo van a causarte problemas. Tienes que salir de aquí y no puedes hacerlo conmigo estorbándote. Enfréntate a los hechos. Este es el último día que vamos a pasar juntos. Tú lo sabes y yo lo sé, y cuanto antes lo hablemos abiertamente, mejor nos irá.

– Nada de eso. Ni lo sueñe.

– No quieres dejarme. No es que creas que no deberías irte, pero te duele pensar en mí tirado aquí en este estado. No quieres que sufra, y yo te lo agradezco. Eso demuestra que has aprendido bien tus lecciones. Pero te ofrezco una salida, y cuando lo pienses un poco, te darás cuenta de que es la mejor solución para los dos.

– ¿Cuál es esa salida?

– Es muy simple. Coges esa pistola y me pegas un tiro en la cabeza.

– Vamos, maestro, éste no es momento para bromas.

– No es ninguna broma, Walt. Primero me matas y luego sigues tu camino.

– El sol le ha dado en la cabeza y le ha vuelto majareta. Tiene usted una bala en el hombro, eso es todo. Seguro que le duele mucho, pero no va a matarle. Los médicos pueden arreglar esas cosas en un periquete.

– No estoy hablando de la bala. Estoy hablando del cáncer que tengo en la barriga. Ya no es necesario que nos engañemos más. Mis tripas están destruidas y no me quedan más de seis meses de vida. Aunque saliera de aquí, estoy acabado. Así que, ¿por qué no tomar el asunto en nuestras manos? Seis meses de dolores y agonía, eso es lo que me espera. Confiaba en iniciarte en algo nuevo antes de estirar la pata, pero no va a ser así. Mala suerte. Mala suerte en muchas cosas, pero me harás un gran favor si aprietas el gatillo ahora, Walt. Dependo de ti y sé que no me fallarás.

– Basta. Deje de hablar así, maestro. No sabe lo que dice.

– La muerte no es tan terrible, Walt. Cuando un hombre llega al final del trayecto, es lo único que realmente desea.

– No lo haré. Ni en mil años. Puede usted pedírmelo hasta el día del juicio final, pero nunca levantaré una mano contra usted.

– Si no lo haces tú, tendré que hacerlo yo mismo. Es mucho más duro de esa manera, y esperaba que me evitases el problema.

– ¡Dios santo, maestro, baje esa pistola!

– Lo siento, Walt. Si no quieres verlo, di adiós ahora.

– No diré nada. No me sacará usted una palabra hasta que haya bajado esa pistola.

Pero él ya no me escuchaba. Sin dejar de mirarme a los ojos, levantó la pistola contra su cabeza y la amartilló. Era como si estuviera desafiándome a impedírselo, desafiándome a alargar la mano y quitarle la pistola. Pero yo no podía moverme. Me quedé allí sentado mirándole, y no hice nada.

Su mano temblaba y el sudor le corría a chorros por la frente, pero sus ojos seguían firmes y claros.

– Recuerda los buenos tiempos -dijo-. Recuerda las cosas que te enseñé.

Luego, tragando una sola vez, cerró los ojos y apretó el gatillo.

III

Tardé tres años en encontrar al tío Slim. Durante más de mil días vagué por el país, buscando a aquel cabrón en todas las ciudades desde San Francisco a Nueva York. Viví al día, gorroneando y mangando lo mejor que podía, y poco a poco me convertí en el mendigo que estaba predestinado a ser. Hice autostop, viajé a pie, monté en los ferrocarriles. Dormí en portales, en campamentos de vagabundos, en posadas de mala muerte, en campo abierto. En algunas ciudades tiré el sombrero en la acera e hice malabarismos con unas naranjas para entretener a los transeúntes. En otras ciudades barrí suelos y vacié cubos de basura. En otras robé. Hurté comida en las cocinas de los restaurantes, dinero de las cajas registradoras, calcetines y ropa interior de los cajones de Woolworth’s, cualquier cosa a la que pudiera echar mano. Hice cola para recibir alimentos gratis y ronqué durante los sermones del Ejército de Salvación. Bailé claqué en las esquinas. Canté para ganarme la cena. Una vez, en un cine de Seattle, gané diez dólares por dejar que un viejo me chupara la polla. Otra vez, en Hennepin Avenue de Minneapolis, encontré un billete de cien dólares tirado en el arroyo. En el curso de esos tres años, una docena de personas se acercaron a mí en una docena de sitios diferentes y preguntaron si yo era Walt el Niño Prodigio. El primero me pilló de sorpresa, pero a partir de entonces tenía la respuesta preparada. «Lo siento, amigo», decía. «No sé quién es. Debe usted confundirme con otra persona.» Y antes de que pudieran insistir, les saludaba quitándome la gorra y desaparecía entre la gente.

Me faltaba poco para cumplir los dieciocho años cuando le alcancé. Yo había crecido hasta mi estatura definitiva de un metro sesenta y cuatro centímetros y sólo faltaban dos meses para la toma de posesión de Roosevelt. Los contrabandistas de licores seguían en activo, pero con la ley seca a punto de dar sus últimas boqueadas, ya estaban vendiendo los restos de existencias y explorando nuevas líneas de inversión ilegal. Así fue como encontré a mi tío. Una vez que me di cuenta de que iban a echar a Hoover, empecé a llamar a la puerta de todos los contrabandistas que pude encontrar. Slim era exactamente la clase de hombre que se engancharía en una operación sin futuro como el alcohol ilegal, y lo más probable era que si había mendigado para que alguien le diese un trabajo, lo hubiera hecho cerca de su ciudad natal. Eso eliminaba las Costas Este y Oeste. Ya había perdido suficiente tiempo en aquellos lugares, así que empecé a centrar la puntería en todas sus viejas querencias. Cuando no encontré nada en Saint Louis, Kansas City ni Omaha, amplié el radio de acción a zonas cada vez más extensas del Medio Oeste. Milwaukee, Cincinnati, Minneapolis, Chicago, Detroit. De Detroit volví a Chicago, y aunque no había dado con ninguna pista en mis tres visitas anteriores, en la cuarta cambió mi suerte. Olvídense de eso de que tres es el número afortunado. Tres lanzamientos y estás fuera, pero cuatro balones y entras, y cuando regresé a Chicago en enero de 1933, finalmente llegué a la primera base. El rastro llevaba a Rockford, Illinois -a sólo ciento veinte kilómetros por carretera-, y allí fue donde le encontré: sentado en un almacén a las tres de la madrugada guardando doscientas cajas de whisky de centeno canadiense.

Habría sido fácil matarle allí mismo. Yo tenía una pistola cargada en el bolsillo, y teniendo en cuenta que era la misma pistola que el maestro había utilizado para suicidarse tres años antes, hubiera sido justo apuntar con ella a Slim. Pero yo tenía otros planes, y había estado alimentándolos durante tanto tiempo que no iba a dejarme arrastrar por el entusiasmo ahora. No bastaba con matar a Slim. Él tenía que saber quién era su ejecutor, y antes de permitirle morir, quería que viviera con su muerte durante un largo momento. Lo que es justo, es justo, después de todo, y si la venganza no podía ser dulce, ¿para qué molestarse en llevarla a cabo? Ahora que había entrado en la pastelería, me proponía atiborrarme con toda una bandeja de pasteles.