El plan era cualquier cosa menos sencillo. Estaba todo mezclado con recuerdos del pasado, y nunca se me habría ocurrido sin los libros que Aesop me leía en la granja de Cibola. Uno de ellos, un tomo grande con la portada azul andrajosa, era sobre el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Exceptuando a mi tocayo Sir Walter, aquellos muchachos de los trajes metálicos eran mis héroes favoritos, y yo le pedía esa colección más que ninguna otra. Siempre que estaba especialmente necesitado de compañía (curando mis heridas, por ejemplo, o simplemente deprimido por mis luchas con el maestro), Aesop interrumpía sus estudios y subía para sentarse conmigo y nunca olvidé el consuelo que me proporcionaba escuchar aquellos cuentos de magia negra y aventuras. Ahora que estaba solo en el mundo, volvían a mi con frecuencia. Yo también estaba entregado a una búsqueda, después de todo. Estaba buscando mi propio Santo Grial, y cuando llevaba más o menos un año en su busca, empezó a ocurrirme una cosa curiosa: la copa de la historia comenzó a convertirse en una copa real. Bebe de la copa y te dará la vida. Pero la vida que yo andaba buscando sólo comenzaría con la muerte de mi tío. Ése era mi Santo Grial, y no podría haber verdadera vida para mí hasta que lo encontrara. Bebe de la copa y te dará la muerte. Poco a poco, una copa se transformó en la otra, y mientras continuaba yendo de un sitio a otro, gradualmente comprendí cómo iba a matarle. Cuando el plan cristalizó finalmente, estaba en Lincoln, Nebraska -encorvado sobre un cuenco de sopa en la misión luterana de San Olaf-, y a partir de entonces no hubo más dudas. Iba a llenar una copa con estricnina y hacérsela beber a aquel cabrón. Ésa era la imagen que veía, y desde ese día no me abandonó nunca. Le apuntaría a la cabeza con una pistola y le haría beber su propia muerte.
Así que allí estaba yo, acercándome furtivamente a él por la espalda en aquel frío y vacío almacén de Rockford, Illinois. Había pasado las últimas tres horas agachado detrás de una pila de cajas de madera, esperando a que Slim se adormilara lo suficiente y ahora había llegado mi momento. Considerando cuántos años había pasado planeando aquel instante, era notable lo tranquilo que me sentía.
– ¿Qué tal, tío? -dije, murmurando en su oído-. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Tenía el cañón de la pistola apretado contra su nuca, pero sólo para asegurarme de que entendía la situación, amartillé el arma con el pulgar. Una bombilla desnuda de cuarenta vatios colgaba sobre la mesa donde Slim estaba sentado y todas las herramientas de su oficio de vigilante nocturno estaban extendidas ante éclass="underline" un termo de café, una botella de whisky de centeno, un vaso jaspeado, las tiras cómicas de los periódicos del domingo y un revólver del treinta y ocho.
– ¿Walt? -dijo-. ¿Eres tú, Walt?
– De carne y hueso, compañero. Su sobrino favorito número uno.
– No he oído nada. ¿Cómo diablos te las has arreglado para llegar hasta aquí?
– Ponga las manos sobre la mesa y no se vuelva. Si intenta coger el revólver, es hombre muerto. ¿Entendido?
Él soltó una risita nerviosa.
– Sí, entendido.
– Como en los viejos tiempos, ¿eh? Uno de nosotros sentado en una silla y el otro apuntándole con un arma. Pensé que apreciaría que siga la tradición familiar.
– No tienes ningún motivo para hacer esto, Walt.
– Cállese. Si empieza a suplicarme, le dejo tieso ahora mismo.
– Joder, muchacho! ¡Dame un respiro!
Olfateé el aire detrás de su cabeza.
– ¿Qué es ese olor, tío? No se habrá cagado ya en los pantalones, ¿verdad? Pensé que era usted un tipo duro. Durante todos estos años he estado viajando y recordando lo duro que era usted.
– Estás loco. Yo no he hecho nada.
– Ciertamente, a mí me huele a mierda. ¿O es sólo el olor del miedo? ¿Es así como huele su miedo, Eddie?
Tenía la pistola en la mano izquierda y con la derecha sostenía una bolsa. Antes de que él pudiera continuar la conversación -que ya me estaba irritando los nervios-, balanceé la bolsa y la dejé caer sobre la mesa delante de él.
– Ábrala -dije.
Mientras él estaba abriendo la cremallera, me puse a un lado de la mesa y me guardé su revólver en el bolsillo. Luego, apartando despacio la pistola de su cabeza, continué andando hasta estar directamente frente a él. Mantuve la pistola apuntándole a la cara mientras él metía la mano en la bolsa y sacaba su contenido: primero el frasco de tapón de rosca lleno de leche envenenada, luego el cáliz de plata. Yo lo había robado en una casa de empeños de Cleveland dos años antes y lo había llevado conmigo desde entonces. El metal no era puro -sólo un baño de plata-, pero estaba labrado con pequeñas figuras a caballo, y yo le había sacado brillo aquella tarde hasta dejarlo reluciente. Una vez que estuvo sobre la mesa con el frasco, retrocedí medio metro para tener una visión más amplia. El espectáculo estaba a punto de empezar y yo no quería perderme nada.
Slim me pareció viejo, tan viejo como los montes. Había envejecido veinte años desde la última vez que le vi, y la expresión de sus ojos era tan dolida, tan llena de pena y confusión, que un hombre inferior a mí tal vez habría sentido algo de compasión por él. Pero yo no sentí nada. Quería que muriera e incluso mientras le miraba a la cara, buscando en ella la menor señal de humanidad o bondad, la idea de matarle me excitó.
– ¿Qué es todo esto? -dijo.
– La hora del cóctel. Se va usted a servir una copa bien cargada, amigo, y luego se la va a beber a mi salud.
– Parece leche.
– Cien por cien… y algo más. Directamente de la vaca Bessie.
– La leche es para los niños. No soporto el sabor de esa mierda.
– Le sentará bien. Fortalece los huesos y alegra el carácter. A pesar de lo viejo que está usted, tío, puede que no fuera mala idea que bebiese de la fuente de la juventud. Hará maravillas. Créame. Unos cuantos sorbos de ese líquido y nunca parecerá un día más viejo de lo que es ahora.
– Quieres que vierta la leche en la copa. ¿Es eso lo que me estás diciendo?
– Vierta la leche en la copa, levántela en el aire y diga «Larga vida para ti, Walt», y luego empiece a beber. Bébasela toda. Hasta la última gota.
– Y luego ¿qué?
– Luego nada. Le hará usted un gran servicio al mundo, Slim, y Dios se lo recompensara.
– Hay veneno en esta leche, ¿no?
– Puede que sí y puede que no. Sólo hay una manera de averiguarlo.
– Mierda. Tienes que estar loco si crees que voy a beberme eso.
– Si no se lo bebe, le meto una bala en la cabeza. Si se lo bebe, puede que tenga una oportunidad.
– Seguro. Como el chino aquel en el infierno.
– Nunca se sabe. Puede que esté haciendo esto sólo para asustarle. Puede que quiera hacer un pequeño brindis con usted antes de hablar de negocios.
– ¿Negocios? ¿Qué clase de negocios?
– Negocios pasados, negocios presentes. Quizá incluso negocios futuros. Estoy sin blanca, Slim, y necesito un trabajo. Quizá he venido a pedirle ayuda.
– Claro, yo te ayudaré a conseguir un trabajo. Pero para eso no necesito beberme ninguna leche. Si tú quieres, hablaré con Bingo a primera hora de la mañana.
– Estupendo. Le tomo la palabra. Pero primero nos vamos a beber nuestra vitamina D. -Me acerqué al borde la mesa, alargué la mano con la pistola y le di con ella debajo de la barbilla, lo bastante fuerte como para que su cabeza cayera hacia atrás-. Y vamos a bebérnosla ahora.