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Las manos de Slim estaban temblando, pero obedeció y desenroscó el tapón del frasco.

– No la derrame -dije, mientras él empezaba a echar la leche en el cáliz-. Si derrama una sola gota, aprieto el gatillo. -El líquido blanco fluyó de un contenedor a otro y no cayó nada sobre la mesa-. Bien -dije-, muy bien. Ahora levante la copa y haga el brindis.

– Larga vida para ti, Walt.

El canalla sudaba balas. Aspiré todo su hedor mientras él se llevaba la copa a los labios, y me sentí contento, muy contento de que supiera lo que le iba a suceder. Vi cómo el terror iba en aumento en sus ojos, y de pronto yo también estaba temblando. No de vergüenza o arrepentimiento, sino de alegría.

– Trágatelo, viejo cerdo -dije-. Abre el gaznate y haz glu-glu-glu.

Él cerró los ojos, se tapó la nariz como un niño a punto de tomarse una medicina y empezó a beber. Estaba condenado si lo hacía y condenado si no lo hacía, pero al menos yo le había ofrecido una pizca de esperanza. Mejor eso que la pistola. Las pistolas te matan con seguridad, pero tal vez yo sólo estaba bromeando respecto a la leche. Y aunque no fuera una broma, quizá tendría suerte y sobreviviría al veneno. Cuando un hombre tiene una única posibilidad, la aprovecha, aunque sea remotísima. Así que se tapó la nariz y se puso a ello, y a pesar de lo que yo sentía por él, debo reconocer esto: aquel mal bicho se tomó su medicina como un niño bueno. Se bebió su muerte como si fuera una dosis de aceite de ricino, y aunque derramó algunas lágrimas mientras tanto, boqueando y gimoteando después de cada trago, engulló valientemente hasta que lo terminó.

Esperé a que el veneno le hiciera efecto, inmóvil como un maniquí mientras observaba la cara de Slim en busca de señales de malestar. Los segundos pasaban y aquel cabrón no se derrumbaba. Yo había esperado resultados inmediatos -la muerte después de uno o dos tragos-, pero la leche debía de haber amortiguado el efecto y cuando mi tío dejó la copa vacía sobre la mesa con un golpe yo ya estaba preguntándome qué había salido mal.

– Jódete -dijo él-. Jódete, hijoputa farolero.

Debió de ver el asombro en mi cara. Se había bebido suficiente estricnina como para matar a un elefante y sin embargo allí estaba, levantándose y tirando la silla al suelo de un empujón, sonriendo como un duende que acaba de ganar a la ruleta rusa.

– Quédese donde está -dije, apuntándole con la pistola-. Lo lamentará si no lo hace.

Por toda respuesta, Slim se echó a reír.

– No tienes cojones, cretino.

Y tenía razón. Se volvió y echó a andar y yo no fui capaz de disparar el arma. Me estaba ofreciendo su espalda como blanco y yo me quedé allí quieto mirándole, demasiado trastornado como para apretar el gatillo. Dio un paso, luego otro, y empezó a desaparecer entre las sombras del almacén. Escuché su risa burlona y lunática rebotando en las paredes, y justo cuando yo ya no podía soportarlo más, justo cuando pensaba que me había derrotado definitivamente, el veneno le alcanzó. Para entonces había conseguido dar veinte o treinta pasos, pero no llegó más lejos, lo cual significaba que yo había reído el último después de todo. Oí el repentino y ahogado gorgoteo de su garganta, oí el golpe sordo de su cuerpo al caer al suelo, y, cuando finalmente avancé tambaleándome por la oscuridad y le encontré, estaba más muerto que mi bisabuela.

Sin embargo, no quería dar nada por sentado, así que llevé el cadáver hacia la luz para verlo mejor; tirando del cuello de la chaqueta le arrastré boca abajo por el suelo de cemento. Me detuve a poca distancia de la mesa, pero justo cuando estaba a punto de agacharme y meterle una bala en la cabeza, una voz que venía de atrás me interrumpió.

– De acuerdo, tío -dijo la voz-. Tira la pipa y pon las manos en alto.

Solté la pistola, levanté las manos y luego, muy despacio, me volví para enfrentarme al desconocido. No me pareció nada especiaclass="underline" un fulano anodino entre treinta y tantos a treinta y muchos o cuarenta. Iba vestido con un elegante traje azul de rayas finas y calzado con caros zapatos negros y lucía un pañuelo color melocotón en el bolsillo del pecho. Al principio pensé que era mayor, pero eso era únicamente porque tenía el pelo blanco. Una vez que le mirabas la cara, te dabas cuenta de que no era nada viejo.

– Acabas de cargarte a uno de mis hombres -dijo-. Eso no se hace, muchacho. No me importa lo joven que seas. Si haces algo así, tienes que pagar la multa.

– Sí, así es -dije-. He matado a ese hijo de puta. Se lo había buscado, y yo lo he hecho. Así es como se trata a las sabandijas, señor. Si entran en tu casa, las eliminas. Puede pegarme un tiro si quiere, me da igual. He hecho lo que vine a hacer, y eso es lo único que cuenta. Si muero ahora, por lo menos moriré feliz.

Las cejas del hombre se alzaron como medio centímetro y luego se agitaron allí por un momento a causa de la sorpresa. Mi discursito le había desconcertado y no estaba seguro de cómo reaccionar. Después de pensárselo durante un par de segundos, pareció decidir que iba a divertirse.

– Así que ahora quieres morir -dijo-. ¿No es eso?

– Yo no he dicho eso. Es usted quien tiene la pistola, no yo. Si quiere apretar el gatillo, no es mucho lo que yo puedo hacer para impedírselo.

– ¿Y si no disparo? ¿Qué hago contigo entonces?

– Bueno, visto que acaba usted de perder a uno de sus hombre, podría pensar en contratar a otro para sustituirle. No sé cuánto tiempo llevaba Slim en nómina, pero debía de ser lo suficiente como para que usted se haya dado cuenta de que era un cubo de fango con el cerebro lleno de mugre. Si no supiera eso, yo no estaría ahora de pie, ¿verdad? Estaría tendido en el suelo con una bala en el corazón.

– Slim tenía sus defectos. No voy a discutírtelo.

– No ha perdido mucho de nada, señor. Si mira los pros y los contras, verá que está mejor sin él. ¿Por qué fingir que le da pena un negado y un inútil como Slim? Lo que él hiciera para usted, lo haré yo mejor. Se lo prometo.

– Menuda labia tienes, enano.

– Después de lo que he pasado durante los últimos tres años, es casi lo único que me queda.

– ¿Y un nombre? ¿Todavía tienes nombre?

– Walt.

– Walt ¿qué?

– Walt Rawley, señor.

– ¿Sabes quién soy, Walt?

– No, señor. No tengo ni idea.

– Me llamo Bingo Walsh. ¿Has oído hablar de mi?

– Claro que sí. Usted es el señor Chicago. El brazo derecho del jefe O’Malley. Usted es el Rey del Trago, Bingo, el que le da vueltas al manubrio y maneja el cotarro.

Él no pudo evitar sonreír ante la exageración. Le dices a un número dos que es el número uno y es seguro que aprecia el cumplido. Considerando que aún no había bajado la pistola, yo no estaba de humor para decir cosas desagradables de él. Mientras eso me permitiera seguir vivo, seguiría lamiéndole el culo hasta el día del juicio final.

– De acuerdo, Walt -dijo-. Lo intentaremos. Dos, tres meses y luego veremos qué pasa. Una especie de periodo de prueba para conocernos. Pero si no me das resultado, me deshago de ti. Te mando a un viaje muy largo.

– Al mismo sitio adonde acaba de irse Slim, supongo.

– Ése es el trato que te ofrezco. Lo tomas o lo dejas, muchacho.

– Me parece justo. Si no puedo hacer el trabajo, usted me corta la cabeza con un hacha. Si, puedo vivir con eso. ¿Por qué no? Si no puedo caerle bien, Bingo, ¿para qué quiero vivir?

Así fue como comenzó mi nueva carrera. Bingo me domó y me enseñó todos los trucos, y poco a poco me convertí en su muchacho. El período de prueba de dos meses fue duro para mis nervios, pero mi cabeza seguía unida a mi cuerpo cuando terminó, y después de eso descubrí que le estaba cogiendo gusto al asunto. O’Malley tenía una de las mayores organizaciones del condado de Cook, y Bingo era el encargado de dirigirla. Casas de juego, loterías ilegales, burdeles, piquetes de protección, máquinas tragaperras, él dirigía todos estos negocios con mano firme y no tenía que darle cuentas a nadie excepto al jefe en persona. Yo le conocí en un momento tumultuoso, un periodo de transición y nuevas oportunidades, y para finales de año él había consolidado su posición como uno de los talentos más hábiles del Medio Oeste. Tuve suerte de tenerle como mentor. Bingo me tomó bajo su protección, yo mantuve los ojos abiertos y escuché lo que él decía, y toda mi vida cambió. Después de tres años de desesperación y hambre, ahora tenía comida en el estómago, dinero en el bolsillo y ropa decente sobre los hombros. De pronto estaba de nuevo en camino, y, como era el muchacho de Bingo, las puertas se abrían dondequiera que llamara.