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Tuve una posibilidad de salirme de aquello antes de que fuera demasiado tarde, una sola oportunidad de reducir pérdidas y echar a correr, pero fui demasiado ciego para aprovecharla cuando la oferta me cayó en el regazo. Eso fue en octubre de 1936, y yo estaba tan convencido de mi propia importancia por entonces que pensé que la burbuja nunca reventaría. Me había escapado de la tintorería una tarde para ocuparme de algunos asuntos personales: un afeitado y un corte de pelo en la barbería de Brower, un almuerzo en Lemmele’s en Wabash Avenue y luego al Hotel Royal Park para un poco de diversión con una bailarina que se llamaba Dixie Sinclair. La cita estaba fijada a las dos y media en la suite 409 y mis pantalones ya abultaban ante la perspectiva. Seis o siete metros antes de llegar a la puerta de Lemmele’s, sin embargo, justo cuando yo volvía la esquina y estaba a punto de entrar a almorzar, levanté la vista y vi a la última persona del mundo que esperaba ver. Me detuve en seco. Allí estaba la señora Witherspoon con los brazos llenos de paquetes, tan guapa y elegante como siempre, corriendo hacia un taxi a ciento cincuenta kilómetros por hora. Me quedé allí parado con un nudo formándose en mi garganta, y antes de que pudiera decir nada, ella miró en dirección a mí y se paralizó. Sonreí. Sonreí de oreja a oreja y entonces se produjo una de las reacciones tardías más asombrosas que yo había visto. Abrió la boca literalmente, los paquetes resbalaron de sus manos y se esparcieron por la acera, y un segundo más tarde ella me echaba los brazos al cuello y me plantaba el lápiz de labios por toda la jeta recién afeitada.

– ¡Aquí estás, bribón! -dijo, estrechándome con todas sus fuerzas-. ¡Al fin te tengo, escurridizo hijo de puta! ¿Dónde diablos has estado, muchacho?

– Aquí y allí -dije-. De acá para allá. Arriba y abajo, abajo y arriba, la historia de siempre. Tiene usted un aspecto estupendo, señora Witherspoon, verdaderamente fantástico. ¿O debo llamarla señora Cox? Ése es su nombre ahora, ¿no? Señora de Orville Cox.

Ella retrocedió para verme mejor, cogiéndome con los brazos extendidos mientras una gran sonrisa se extendía por su cara.

– Sigo siendo Witherspoon, cariño. Llegué hasta el altar, pero cuando fue el momento de decir «sí quiero», las palabras se me atragantaron. Los síes se convirtieron en noes, y aquí estoy siete años más tarde, aún soltera y orgullosa de serlo.

– Bien hecho. Siempre supe que ese Cox era una equivocación.

– De no haber sido por el regalo, probablemente habría llegado hasta el final. Cuando Billy Bigelow me trajo aquel paquete de Cape Cod, no pude resistir la tentación de echarle un vistazo. Se supone que una novia no debe abrir sus regalos antes de la boda, pero aquél era especial, y una vez que lo desenvolví, supe que la boda no se celebraría.

– ¿Qué había en la caja?

– Creí que lo sabias.

– Nunca llegué a preguntárselo.

– Me regaló un globo. Un globo terráqueo.

– ¿Un globo? ¿Qué tiene eso de especial?

– No era el regalo, Walt. Era la nota que lo acompañaba.

– Tampoco la vi.

– Una frase, eso era todo. Donde quiera que estés, estaré contigo. Leí esas palabras y me deshice. Sólo había un hombre para mí, encanto. Si no podía tenerlo, no iba a andar tonteando con sustitutos e imitaciones baratas.

Se quedó allí recordando la nota mientras el gentío del centro se arremolinaba a nuestro alrededor. El viento agitó el ala de su sombrero de fieltro verde, y al cabo de un momento sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Antes de que pudiera echarse a llorar en serio, me agaché y recogí sus paquetes.

– Entre conmigo, señora W. -dije-. La invito a comer, y luego pediremos una cuba de Chianti y nos cogeremos una buena juma.

Le deslicé un billete de diez al maître y le dije que queríamos intimidad. Se encogió de hombros, explicando que todas las mesas íntimas estaban reservadas, así que separé otro billete de diez de mi fajo. Eso fue suficiente para provocar una inesperada cancelación y menos de un minuto después uno de sus subordinados nos guiaba al fondo del restaurante, donde nos instaló en un acogedor gabinete iluminado con velas y provisto de unas cortinas de terciopelo rojo para separarnos de los otros clientes. Yo habría hecho cualquier cosa por impresionar a la señora Witherspoon aquel día, y creo que no quedó decepcionada. Vi el brillo de diversión en sus ojos mientras nos acomodábamos en nuestras sillas, y cuando saqué mi encendedor de oro con mi monograma para encender su Chesterfield, de pronto ella pareció caer en la cuenta de que el pequeño Walt ya no era tan pequeño.

– Nos va muy bien, ¿no? -dijo.

– No está mal -dije-. He corrido mucho desde la última vez que nos vimos.

Hablamos de esto y de aquello, dando vueltas en torno al otro durante los primeros minutos, pero no tardamos mucho en empezar a sentirnos cómodos de nuevo y cuando el camarero nos trajo la carta ya estábamos hablando de los viejos tiempos. Resultó que la señora Witherspoon sabía mucho más sobre mis últimos meses con el maestro de lo que yo pensaba. Una semana antes de morir, él le había escrito una larga carta desde algún punto del viaje y le había contado todo: las jaquecas, el final de Walt el Niño Prodigio, el plan de ir a Hollywood y convertirme en una estrella de cine.

– No lo entiendo -dije-. Si usted y el maestro habían roto, ¿qué hacia él escribiéndole una carta?

– No habíamos roto. No íbamos a casarnos, simplemente.

– Sigo sin entenderlo.

– Se estaba muriendo, Walt. Ya lo sabes. Debías saberlo ya entonces. Descubrió que tenía cáncer poco después de que te secuestraran. Bonito desastre, ¿no? Hablamos del infierno. Hablamos de tus épocas duras. Estábamos recorriendo Wichita tratando de arañar el dinero para liberarte cuando él cayó con una maldita enfermedad mortal. Así fue como empezamos a hablar de matrimonio. Yo estaba completamente decidida a casarme con él, ¿comprendes? Me daba igual cuánto tiempo le quedara de vida, lo único que quería era ser su esposa. Pero él no estaba por la labor. «Si te casas conmigo, te casarás con un cadáver», me decía. «Piensa en el futuro, Marion.» Debió decirme esas palabras mil veces. «Piensa en el futuro, Marion. Ese tipo, Cox, no está tan mal. Nos dará el dinero para liberar a Walt y luego tú quedarás bien situada para el resto de tus días. Es un buen negocio, hermana, y serías tonta si no lo aprovecharas.»

– ¡Joder! La quería de verdad, ¿no? La quería como Dios manda.

– Nos quería a los dos, Walt. Después de lo que les sucedió a Aesop y a madre Sioux, tú y yo éramos el mundo entero para él.

Yo no tenía intención de contarle cómo había muerto. Deseaba ahorrarle los detalles sangrientos, y durante el aperitivo conseguí mantenerla a raya, pero ella continuaba insistiendo para que le hablase de la última parte del viaje, para que le explicara lo que nos sucedió después de llegar a California. ¿Por qué no me había dedicado al cine? ¿Cuánto tiempo había vivido él? ¿Por qué la miraba yo de esa manera? Empecé a decirle que él había muerto dulcemente durante el sueño una noche, pero ella me conocía demasiado bien para tragárselo. Me caló en unos cuatro segundos, y una vez que comprendió que estaba ocultándole algo, ya fue inútil fingir. Así que se lo conté. Le conté toda la fea historia y, paso a paso, descendí de nuevo al horror. No omití nada. La señora Witherspoon tenía derecho a saber, y una vez que empecé no pude parar. Seguí hablando mientras ella lloraba, viendo cómo su maquillaje se corría y los polvos desaparecían de sus mejillas mientras las palabras salían a trompicones de mi boca.