– Eres listo. Aprenderás deprisa. Mira los progresos que has hecho ya. Ropa buena, restaurantes de lujo, dinero en el bolsillo. Has llegado muy lejos, compañero. Y no creas que no me he dado cuenta de cómo has pulido tu gramática. Ni un solo error en todo el tiempo que llevamos juntos.
– Sí, he trabajado duro en eso. No quería hablar como un ignorante, así que he leído algunos libros y reorganizado mi caja de las palabras. Pensé que ya era hora de salir del arroyo.
– A eso me refiero. Puedes hacer lo que te dé la gana. Con tal de que te lo propongas, quién sabe hasta dónde podrías llegar. Ya lo verás, Walt. Vente conmigo y dentro de dos o tres años seremos socios.
Era un respaldo extraordinario, pero una vez que me empapé de sus elogios, apagué mi Camel y sacudí la cabeza.
– Me gusta lo que estoy haciendo ahora. ¿Por qué irme a Texas cuando tengo todo lo que quiero en Chicago?
– Porque estás en el negocio equivocado, por eso. No hay futuro en ese asunto de policías y ladrones. Si sigues por ese camino, estarás muerto o cumpliendo condena antes de los veinticinco.
– ¿Qué asunto de policías y ladrones? Yo estoy limpio como las uñas de un cirujano.
– Ya. Y el Papa es un encantador de serpientes hindú disfrazado.
Luego trajeron el carrito de los postres y mordisqueamos nuestros pastelillos de crema en silencio. Era una mala manera de acabar la comida, pero ambos éramos demasiado tercos para echarnos atrás. Finalmente charlamos sobre el tiempo e hicimos comentarios intrascendentes acerca de las próximas elecciones, pero el jugo se había secado y no había modo de recuperarlo. La señora Witherspoon no estaba simplemente enfadada conmigo por rechazar su oferta. La casualidad nos había reunido de nuevo y sólo un imbécil dejaría pasar la llamada del destino tan despreocupadamente como yo. No le faltaba razón para sentirse disgustada conmigo, pero yo tenía que seguir mi propio camino y estaba demasiado engreído para comprender que mi camino era el mismo que el suyo. Si no me hubiera urgido tanto salir corriendo y meterle el pito a Dixie Sinclair, tal vez la habría escuchado con más atención, pero tenía prisa y no podía molestarme en hacer examen de conciencia aquel día. Así es la vida. En cuanto la entrepierna te domina, pierdes la capacidad de razonar.
Nos saltamos el café, y cuando el camarero trajo la cuenta a la mesa a las dos y diez, se la arrebaté de la mano antes de que la señora Witherspoon pudiera cogerla.
– Invito yo -dije.
– De acuerdo, señorón. Alardea si eso te hace feliz. Pero si alguna vez abres los ojos, no olvides dónde estoy. Puede que entres en razón antes de que sea demasiado tarde. -Y al decir eso metió la mano en el bolso, sacó una tarjeta de visita profesional y me la puso suavemente en la mano-. No te preocupes por el coste -añadió-. Si estás sin blanca cuando te acuerdes de mí, dile a la operadora que llame a cobro revertido.
Pero no la llamé, me metí la tarjeta en el bolsillo con toda la intención de guardarla, pero cuando la busqué antes de acostarme aquella noche, no apareció por ninguna parte. Dados los revolcones y los tirones a que aquel pantalón había estado sometido inmediatamente después del almuerzo, no era difícil adivinar lo que había sucedido. La tarjeta se había caído y, si no la había tirado ya a la basura una camarera, estaría en el suelo de la suite 409 del Hotel Royal Park.
Yo era una fuerza imparable en aquellos días, un joven prometedor capaz de dejar atrás a todos los jóvenes prometedores, e iba en el tren expreso con un billete de ida a Fat City. Menos de un año después de mi almuerzo con la señora Witherspoon, tuve mi siguiente gran oportunidad cuando fui a Arlington una bochornosa tarde de agosto y aposté mil dólares a un caballo con remotísimas posibilidades como ganador de la tercera carrera. Si añado que el caballo se llamaba Niño Prodigio, y si añado además que yo seguía siendo esclavo de mis viejas supersticiones, no hará falta leer el pensamiento para comprender por qué piqué en una apuesta tan improbable. Yo hacía cosas disparatadas por rutina en aquel entonces, y cuando el potro ganó por medio cuerpo cuarenta a uno, supe que había un Dios en el cielo y que le hacía gracia mi locura.
Las ganancias me proporcionaron la posibilidad de hacer lo que más deseaba y rápidamente me dediqué a convertir mi sueño en realidad. Le pedí consejo a Bingo en su ático con vistas al lago Michigan, y una vez que le expuse el plan y él se recobró del susto inicial, me dio luz verde de mala gana. No era que pensase que la propuesta no valía la pena, pero creo que le decepcioné por poner mis miras tan bajas. Él me estaba preparando para un puesto en el circulo interior y aquí estaba yo diciéndole que quería seguir mi camino y abrir un club nocturno que ocupase mis energías hasta el punto de excluir todo lo demás. Me di cuenta de que él podría interpretarlo como un acto de traición y tuve que sortear cuidadosamente esa trampa con algunos pasos de fantasía. Afortunadamente, mi boca estaba en buena forma aquella tarde, y, mostrándole cuántas ventajas supondría para él, tanto en términos de beneficio como de placer, finalmente conseguí convencerle.
– Mis cuarenta de los grandes pueden cubrir toda la operación -dije-. Otro tipo en mi lugar se quitaría el sombrero y diría hasta la vista, pero no es así como yo hago los negocios. Tú eres mi colega, Bingo, y quiero que te lleves un pedazo del pastel. No tienes que poner dinero, ni trabajo, ni responsabilidades legales, pero por cada dólar que gane, te daré venticinco centavos. Lo que es justo es justo. Tú me diste mi primera oportunidad, y ahora estoy en situación de devolverte el favor. La lealtad tiene que contar para algo en este mundo, y yo no voy a olvidar de dónde vino mi suerte. No será un antro de tres al cuarto para los horteras. Estoy hablando de la Costa Dorada con todos los adornos. Un restaurante a gran escala con un cocinero francés, espectáculos de categoría y chicas bonitas con vestidos ajustados saliendo de los paneles de madera. Te pondrás cachondo sólo con entrar allí, Bingo. Tendrás la mejor mesa de la casa, y las noches en que no aparezcas, tu mesa permanecerá vacía, por mucha gente que haya esperando en la puerta.
Regateó conmigo hasta sacarme el cincuenta por ciento, pero yo esperaba cierto toma y daca y no convertí ese asunto en un problema. Lo importante era contar con su bendición, y eso lo conseguí animándole, minando constantemente sus defensas con mi actitud amistosa y acomodaticia, y al final, sólo para demostrar cuánta clase tenía, me ofreció invertir diez mil más para asegurarse de que decoraba el local como era debido. Me daba igual. Lo único que yo quería era mi club nocturno, y aun restando de los ingresos el cincuenta por ciento de Bingo, saldría ganando. Había numerosas ventajas en tenerle como socio, y habría estado engañándome si pensara que podría salir adelante sin él. Su mitad me garantizaba la protección de O’Malley (el cual se convirtió ipso facto en el tercer socio) y me ayudaría a evitar que los polis me echaran la puerta abajo. Si a esto añadimos sus contactos con la junta de bebidas alcohólicas de Chicago, las lavanderías comerciales y los agentes artísticos locales, perder ese cincuenta por ciento no me parecía tan mal negocio después de todo.
Llamé al lugar Mr. Vértigo. Estaba en el mismo corazón de la ciudad, en la esquina de West Division y North LaSalle, y su letrero de neón parpadeante iba del rosa al azul y al rosa mientras una bailarina se turnaba con una coctelera contra el cielo nocturno. El ritmo de rumba de aquellas luces hacía que tu corazón latiese más deprisa y tu sangre se calentara, y una vez que cogías el ritmo sincopado en tu pulso, no querías estar en ninguna parte excepto donde estaba la música. Dentro, el decorado era una mezcla de alto y bajo, una elegante comodidad de gran ciudad mezclada con traviesas insinuaciones y un relajado encanto de bar de carretera. Trabajé mucho para crear aquel ambiente, y cada matiz y efecto estaba planeado hasta en el menor detalle: desde el lápiz de labios de la chica del guardarropas hasta el color de los platos, desde el diseño de las cartas hasta los calcetines del barman. Había sitio para cincuenta mesas, una pista de baile de buen tamaño, un escenario elevado y una larga barra de caoba en una pared lateral. Me costó hasta el último céntimo de los cincuenta mil dólares decorarlo como yo quería, pero cuando finalmente se inauguró el 31 de diciembre de 1937, era un lugar de suntuosa perfección. Lo lancé con una de las más grandes fiestas de Nochevieja de la historia de Chicago y a la mañana siguiente el Mr. Vértigo estaba en el mapa. Durante los tres años y medio siguientes estuve allí todas las noches, paseando entre los clientes con mi esmoquin blanco y mis zapatos de charol, repartiendo buen humor con mis sonrisas presuntuosas y mi charla viva. Era un sitio fantástico para mí, y disfruté cada minuto que pasé en aquel estruendoso emporio. Si no hubiera metido la pata y destrozado mi vida, probablemente todavía estaría allí. Tal y como fueron las cosas, sólo tuve aquellos tres años y medio. Fui cien por cien responsable de mi propia ruina, pero saber eso no hace que resulte menos doloroso recordarlo. Estaba en lo más alto cuando caí, y la cosa acabó en un auténtico Humpty Dumpty [5] para mí, un espectacular salto del ángel al olvido.