Me fugué por segunda vez en mitad de la tarde. La noche me había frustrado con su magia, así que contraataqué con una nueva estrategia y me marché a plena luz del día, pensando que si podía ver por dónde iba, no habría ningún duende que amenazara mis pasos. Durante la primera hora o dos, todo fue de acuerdo con mis planes. Salí furtivamente del establo justo después del almuerzo y me encaminé a Cibola, decidido a mantener un paso rápido para llegar al pueblo antes de que anocheciera. Allí iba a subirme a un tren de mercancías y dirigirme al Este. Si no me metía en líos, al cabo de veinticuatro horas estaría de nuevo paseando por los bulevares de la vieja y querida Saint Louis.
Así que ahí iba yo, trotando por la llana y polvorienta carretera con los ratones del campo y los cuervos, sintiéndome más confiado a cada paso que daba, cuando de pronto levanté los ojos y vi una calesa que venía en dirección contraria. Se parecía sorprendentemente a la calesa que pertenecía al maestro Yehudi, pero puesto que acababa de verla en el establo antes de salir, me encogí de hombros pensando que era una coincidencia y continué andando. Cuando estaba a unos doce metros de ella, levanté la vista de nuevo. La lengua se me quedó pegada al paladar; los ojos se me salieron de las órbitas y cayeron a mis pies. Efectivamente, era la calesa del maestro Yehudi, y sentado en el pescante iba el maestro en persona, que me miraba con una gran sonrisa en la cara. Detuvo la calesa y me saludó quitándose el sombrero de un modo despreocupado y amistoso.
– Hola, hijo. Hace un poco de frío para pasear esta tarde, ¿no crees?
– El tiempo que hace me va bien -dije-. Por lo menos aquí se puede respirar. Si te quedas demasiado tiempo en el mismo sitio, empiezas a ahogarte con tu propio aliento.
– Claro, lo comprendo. Un chico necesita estirar las piernas. Pero la salida ha terminado ya, es hora de volver a casa. Sube, Walt, y veremos si podemos llegar antes de que los otros se den cuenta de que hemos salido.
No tenía elección, así que subí y me senté a su lado mientras él sacudía las riendas para que el caballo se pusiera de nuevo en marcha. Por lo menos no me estaba tratando con su habitual grosería, y aunque yo estaba deshecho porque mi escapada se había frustrado, no iba a permitir que supiera lo que me proponía. Probablemente ya lo había adivinado, pero antes que revelar lo decepcionado que estaba, le seguí la corriente y fingí que había salido a dar un paseo.
– No es bueno para un chico estar tan encerrado -dije-. Le pone triste y malhumorado, y entonces no emprende sus tareas con el espíritu adecuado. Si le das un poco de aire fresco, entonces está mucho más dispuesto a hacer su trabajo.
– Oigo lo que dices, compañero -dijo el maestro-, y entiendo cada palabra.
– Bueno, ¿qué le parece, capitán? Ya sé que Cibola no es una gran ciudad, pero apuesto a que tendrán un cine o algo. Podría estar bien ir allí una tarde. Ya sabe, una pequeña excursión para romper la monotonía. O puede que haya algún club de béisbol por aquí, uno de esos equipos de la liga menor. Cuando llegue la primavera, ¿por qué no ir a ver un partido o dos? No tiene por qué ser un equipo importante como los Cardinals. Quiero decir que me basta con uno de tercera división. Con tal de que usen bates y balones, no oirá una palabra de queja de mis labios. Y nunca se sabe, señor. Si se deja caer por un campo de béisbol, a lo mejor incluso llega a aficionarse, ¿no cree?
– Estoy seguro de ello. Pero todavía tenemos una montaña de trabajo por delante y mientras tanto la familia tiene que esconderse temporalmente. Cuanto más invisibles seamos, más seguros estaremos. No quiero asustarte, pero las cosas no son tan aburridas como parecen por estos andurriales. Tenemos poderosos enemigos por aquí y no están demasiado entusiasmados con nuestra presencia en su condado. A muchos de ellos no les importaría que dejásemos de respirar de repente, y no queremos provocarles mostrando nuestro variopinto grupo en público.
– Con tal de que nos ocupemos de nuestros asuntos, ¿a quién le importa lo que piense otra gente?
– Ésa es justamente la cuestión. Algunas personas piensan que nuestros asuntos son los suyos, y mi objetivo es mantenerme apartado de esos entrometidos. ¿Me captas, Walt?
Le dije que sí, pero la verdad era que no le captaba en absoluto. Lo único que sabía era que había gente que quería matarme y que él no me permitiría ir a ningún partido. Ni siquiera el tono de simpatía que había en la voz del maestro podía hacerme comprender esto, y durante todo el camino de vuelta estuve repitiéndome que tenía que ser fuerte y no darme nunca por vencido. Antes o después encontraría la manera de escapar de allí, antes o después dejaría tirado en el polvo al Hombre del Vudú.
Mi tercer intento fracasó tan miserablemente como los otros dos. Me marché por la mañana esa vez, y aunque llegué hasta las afueras de Cibola, el maestro Yehudi me estaba esperando de nuevo subido en la calesa con la misma sonrisa satisfecha en su cara. Me quedé totalmente trastornado por aquel suceso. Contrariamente a la vez anterior, ya no podía considerar que su presencia allí era una casualidad. Era como si hubiese sabido que iba a escaparme antes de que lo supiera yo mismo. El muy bribón estaba dentro de mi cabeza, chupando los jugos de mi cerebro, y ni siquiera podía ocultarle mis pensamientos más íntimos.
Sin embargo, no renuncié. Simplemente, iba a tener que ser más listo, más metódico en la forma de realizarlo. Después de amplia reflexión, llegué a la conclusión de que la causa principal de mis problemas era la granja misma. No podía salir de allí porque el lugar estaba muy bien organizado y era totalmente autosuficiente. Teníamos leche y mantequilla gracias a las vacas, huevos de las gallinas, carne de los cerdos, verduras del huerto, abundantes existencias de harina, sal, azúcar y telas, y no era necesario que nadie fuera al pueblo para comprar provisiones. Pero ¿y si nos quedáramos sin algo, me dije, y si hubiera una repentina escasez de algo vital sin lo cual no pudiésemos vivir? El maestro tendría que ir a buscar más, ¿no? Y tan pronto como se marchara, yo saldría furtivamente de allí y me escaparía.
Era todo tan sencillo, que estuve a punto de gritar a causa de la alegría cuando se me ocurrió esta idea. Debíamos estar ya en febrero, y durante el mes siguiente casi no pensé en otra cosa que en el sabotaje. Mi mente hervía con incontables conjuras y maquinaciones, inventando actos de indecible terror y devastación. Pensé que empezaría a pequeña escala -acuchillando un saco de harina o dos, quizá orinando en el barril del azúcar-, pero si esto no producía el resultado deseado, no tenía nada en contra de formas más grandiosas de vandalismo: soltar a las gallinas del gallinero, por ejemplo, o cortarles el cuello a los cerdos. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer para salir de allí, y, si era preciso, estaba dispuesto incluso a prenderle fuego a la paja y quemar el establo.