Por otra parte, ése fue el año en que los altibajos de Dizzy empezaron a afectarme de un modo excesivamente personal. No le llamaría una obsesión en aquella época, pero después de verle derrumbarse en la primera entrada del partido inaugural en Wrigley -tan poco tiempo después del exitazo de la serie del año 34- empecé a intuir que una nube se estaba formando en torno a él. No contribuyó a mejorar las cosas que el brazo de su hermano se quedara insensible en el 36, pero aún peor fue lo que sucedió en un partido contra los Giants aquel verano, cuando Burgess Whitehead golpeó una bola que le dio justo encima del oído derecho. La pelota había sido golpeada con tanta fuerza que rebotó y voló al lado izquierdo del campo. Dean se derrumbó de nuevo, y aunque recobró la conciencia en el vestuario siete u ocho minutos más tarde, el diagnóstico inicial fue fractura de cráneo. Resultó ser una concusión grave, que le dejó aturdido durante un par de semanas, pero dos o tres centímetros más a la derecha y el gran hombre habría estado criando malvas en lugar de ganar veinticuatro partidos más en aquella temporada.
La primavera siguiente mi hombre continuó maldiciendo, peleando y armando bulla, pero eso era únicamente porque no sabía hacer otra cosa. Provocó altercados con sus lanzamientos de espalda, le llamaron la atención por tentativas inconclusas en dos partidos seguidos y decidió montar una sentada en el montículo, y cuando se levantó en un banquete y llamó estafador al nuevo presidente de la liga, el alboroto resultante llevó a una bonita reyerta de vaqueros, especialmente después de que Dizzy se negara a firmar una retractación formal autoinculpándose. «No voy a firmar na», fue lo que dijo, y sin esa firma, Ford Frick no tuvo más remedio que dar marcha atrás y rescindir la suspensión de Dean. Yo me sentí orgulloso de él por comportarse como un gallito pendenciero, pero la verdad era que la suspensión le habría impedido participar en el Partido de las Estrellas, y si no hubiera lanzado en aquella absurda exhibición, tal vez habría podido retrasar un poco más la hora del desastre.
Jugaron en Washington, D.C., aquel año, y Dizzy empezó para la Liga Nacional. Hizo con facilidad las dos primeras entradas de un modo esmerado, y luego, después de que dos fuesen eliminados en la tercera, le regaló un sencillo a DiMaggio y una larga cuadrangular a Gehrig. Earl Averill fue el siguiente, y cuando el jardinero del Cleveland devolvió el primer lanzamiento de Dean al montículo, el telón cayó de repente sobre el más grande diestro del siglo. En aquel momento la cosa no pareció muy preocupante. La pelota le golpeó en el pie izquierdo, rebotó hacia Billy Herman en la segunda y Herman la tiró a la primera para la eliminación. Cuando Dizzy salió cojeando del campo, nadie le dio importancia, ni siquiera el propio Dizzy.
Ése fue el famoso dedo del pie roto. Si no se hubiera precipitado a volver a entrar en acción antes de estar en condiciones, probablemente el dedo se habría curado a su debido tiempo. Pero los Cardinals estaban a punto de ser eliminados de la carrera por el trofeo y le necesitaban en el montículo, y aquel estúpido paleto les aseguró que estaba bien. Andaba con una muleta, el dedo estaba tan hinchado que no podía ponerse el zapato, y, sin embargo, se vistió el uniforme y salió a jugar. Como todos los gigantes entre los hombres, Dizzy Dean pensaba que era inmortal, y aunque el dedo estaba demasiado sensible para que pudiera girar sobre su pie izquierdo, aguantó las nueve entradas. El dolor le obligó a alterar su saque natural y el resultado fue que forzó demasiado el brazo. Después de aquel primer partido tuvo el brazo dolorido y luego, para acabar de arreglarlo, continuó lanzando durante un mes más. Al cabo de seis o siete partidos, se puso tan mal que tuvieron que sacarlo a la fuerza después de tres lanzamientos. Para entonces Dizzy estaba tirando melones en trayectoria alta y lenta, y no le quedó más remedio que colgar las botas y descansar el resto de la temporada.
Aun así, no había un hincha en el país que creyera que estaba acabado. La opinión general era que un invierno de reposo arreglaría sus lesiones y que llegado abril volvería a ser invencible. Pero hizo los entrenamientos de primavera con dificultad y luego, en uno de los grandes bombazos de la historia deportiva, Saint Louis le traspasó a los Cubs por 185.000 dólares en metálico y dos o tres jugadores del montón. Yo sabía que Dean y Branch Rickey, el director general de los Cardinals, no se tenían mucho cariño, pero también sabía que Rickey no se habría desprendido de él si creyera que aún quedaba algo de energía en el brazo del palurdo. Yo estaba contentísimo de que Dizzy viniera a Chicago, pero al mismo tiempo sabía que su venida significaba que había llegado al final de su carrera. Mis peores temores se habían visto confirmados, y a la madura edad de veintisiete o veintiocho años, el mejor lanzador del mundo era historia.
Sin embargo, proporcionó algunos buenos momentos en ese primer año con los Cubs. El Mr. Vértigo tenía sólo cuatro meses cuando comenzó la temporada, pero conseguí escaparme al estadio tres o cuatro veces para ver a Diz arrancar unas cuantas entradas más a su machacado brazo. A principio de temporada, hubo un partido contra los Cardinals que recuerdo bien, un clásico partido de animosidad que enfrentaba a antiguos compañeros de equipo, y él ganó aquella confrontación decisiva a base de maña y estratagemas, desconcertando a los bateadores con una variedad de bolas blandas y cambiadas. Luego, hacia el final de la temporada, con los Cubs empujando fuerte para lograr otro trofeo, el entrenador de Chicago, Gabby Hartnett, asombró a todo el mundo al darle a Dizzy luz verde para entrar a vencer o morir contra los Pirates. El juego fue verdaderamente de infarto, la alegría y la desesperación acompañaban cada lanzamiento y Dean, con menos que nada que ofrecer, logró a duras penas una victoria para su nuevo equipo. Casi repitió el milagro en un segundo partido de la Serie Mundial, pero finalmente los Yanks le ganaron en la octava, y cuando el asalto continuó en la novena y Hartnett le sacó del campo para que se tomara un descanso, Dizzy abandonó el montículo acompañado por uno de los más atronadores aplausos que he oído nunca. Todo el estadio estaba de pie, aplaudiendo, vitoreando y silbando al gran campesino, y la ovación fue tan larga y tan fuerte que algunos de nosotros estábamos parpadeando para contener las lágrimas cuando terminó. Ése debería haber sido el final. El valiente guerrero hace su última reverencia y se aleja hacia la puesta de sol. Yo habría aceptado eso y habría reconocido sus méritos, pero Dean era demasiado lerdo para comprenderlo, y el clamor de despedida cayó en oídos sordos. Eso es lo que me molestó: el hijo de puta no sabía parar. Dejando a un lado toda dignidad, volvió y jugó de nuevo para los Cubs, y si la temporada del 38 había sido patética -con unos cuantos momentos brillantes salpicados-, la del 39 fue pura oscuridad, sin paliativos. El brazo le dolía tanto que apenas podía lanzar. Partido tras partido calentaba el banquillo, y los breves momentos que pasaba en el montículo eran una vergüenza. Era infecto, más infecto que el chucho de un vagabundo, ni siquiera un pálido facsímil de lo que había sido en otro tiempo. Yo sufría por él, me afligía por él, pero al mismo tiempo pensaba que era el patán más estúpido sobre la faz de la tierra.
Así estaban las cosas más o menos cuando él entró en el Mr. Vértigo en septiembre. La temporada estaba terminando, y con los Cubs fuera de la carrera por el trofeo, no causó mucha sensación que Dean se presentara un viernes por la noche con su señora y un grupo de dos o tres parejas. Ciertamente no era el momento para una conversación íntima sobre su futuro, pero me acerqué a su mesa y le di la bienvenida al club.