Aún ahora me resulta difícil explicar cómo una idea tan retorcida y perversa pudo introducirse en mi cabeza. Pensé realmente que era mi deber persuadir a Dizzy Dean de que ya no deseaba vivir. Expresado en términos tan escuetos, la cosa huele a locura, pero fue precisamente así como planeé salvarle: convenciéndole de que pusiera fin a su vida. Aunque sólo fuera eso, demuestra lo enferma que mi alma había llegado a ponerse en los años posteriores a la muerte del maestro Yehudi. Me aferré a Dizzy porque me recordaba a mí mismo, y mientras su carrera fue floreciente yo pude revivir mis pasadas glorias a través de él. Tal vez eso no habría sucedido si él hubiera jugado para alguna otra ciudad que no fuera Saint Louis. Tal vez no habría sucedido si nuestros apodos no fueran tan parecidos. [6] No lo sé. No sé nada, pero el hecho es que llegó un momento en que ya no podía ver las diferencias entre nosotros. Sus triunfos eran mis triunfos, y cuando la mala suerte le alcanzó finalmente y su carrera quedó destrozada, su desgracia fue mi desgracia. No podía soportar volver a vivir aquello, y poco a poco empecé a perder el control. Por su propio bien, Dizzy tenía que morir, y yo era el hombre adecuado para insistirle en que tomara la decisión correcta. No sólo por su bien, sino por el mío. Tenía el arma, tenía los argumentos, tenía el poder de la locura de mi parte. Destruiría a Dizzy Dean y al hacerlo finalmente me destruiría a mí mismo.
Los Cubs llegaron a Chicago para su primer partido en casa el día diez de abril. Llamé a Diz aquella misma tarde y le pedí que se pasara por mi oficina, explicándole que había surgido algo importante. Trató de sacármelo, pero le dije que era demasiado importante para discutirlo por teléfono. Si te interesa una propuesta que cambiará tu vida radicalmente, le dije, vendrás. Estaba comprometido hasta después de la cena, así que fijamos la cita para las once de la mañana siguiente. Se presentó con sólo quince minutos de retraso y entró con sus andares largos y sueltos, haciendo rodar un palillo de dientes con la lengua. Llevaba un traje azul de estambre y un sombrero vaquero color tostado, y aunque había engordado algunos kilos desde la última vez que le vi, su piel tenía un tono saludable después de seis semanas tomando el sol por esos mundos de Dios. Como de costumbre, era todo sonrisas cuando entró, y pasó los primeros minutos hablando de lo diferente que parecía el club de día y sin clientes.
– Me recuerda un estadio vacío -dijo-. Da repelús. Silencioso como una tumba y muchísimo más grande.
Le dije que se sentara y le serví un refresco de la nevera que tenía detrás de mi mesa.
– Esto nos llevará unos minutos -dije-, y no quiero que te entre sed mientras hablamos.
Noté que mis manos empezaban a temblar, así que me puse un trago de Jim Beam y bebí dos sorbitos.
– ¿Cómo va ese brazo, viejo? -dije, acomodándome en mi sillón de cuero y esforzándome por parecer tranquilo.
– Igual que estaba. Es como si un hueso me se saliera por el codo.
– Te han machacado bastante en los entrenamientos de primavera, según he oído.
– Eso son sólo partidos de prácticas. No son na’.
– Claro. Los partidos en serio son peores,¿no?
Percibió el cinismo en mi voz y se encogió de hombros; luego buscó los cigarrillos en el bolsillo de su camisa.
– Bueno, hombrecito -dijo-, ¿cuál es el notición? -Sacó un Lucky de su paquete y lo encendió, echando una gran humareda en mi dirección-. Por teléfono parecía que era cosa de vida o muerte.
– Lo es. Eso es exactamente lo que es.
– ¿Y eso? ¿Es que has inventado un bromuro nuevo o algo así? ¡Joder, si encuentras una medicina que cure lo’ brazo’ enfermo’, Walt, te daré la mitá de mi sueldo durante los próximos diez años!
– Tengo algo mejor que eso, Diz. Y no te costará nada.
– Todo cuesta, amigo. E’ la ley de la tierra.
– Yo no quiero tu dinero. Yo quiero salvarte, Diz. Déjame que te ayude y el tormento que has estado viviendo durante estos últimos cuatro años desaparecerá.
– ¿Si? -dijo sonriendo como si le hubiera contado un chiste moderadamente gracioso-. ¿Y cómo piensas hacerlo?
– Como tú quieras. El método no es importante Lo único que cuenta es que tú estés de acuerdo, y que entiendas por qué hay que hacerlo.
– No te sigo, muchacho. No sé de que me estas hablando
– Una gran persona me dijo una vez: «Cuando un hombre llega al final del camino, lo único que realmente desea es la muerte.» ¿Está algo más claro ahora? Oí esas palabras hace mucho tiempo, pero fui demasiado estúpido para comprender lo que querían decir. Ahora lo sé, y te diré algo, Diz, son verdad. Son las palabras más verdaderas que ningún hombre ha dicho nunca.
Dean se echó a reír.
– Ere’ un bromista, Walt. Tienes mucho sentido del humor. Por eso me gustas tanto. Nadie de la ciudad sale con cosas tan cojonudas.
Suspiré ante su estupidez. Tratar con un payaso como aquél iba a ser un trabajo duro, y lo último que yo quería era perder la paciencia. Bebí otro sorbo de mi vaso, paseé el aromático líquido dentro de mi boca durante un par de segundos y lo tragué.
– Escucha, Diz -dije-. Yo he estado donde tú estás. Hace doce o trece años yo estaba sentado en la cima del mundo. Era el mejor en lo que hacía, único en mi género. Y permíteme que te diga que lo que tú has logrado en el campo no es nada comparado con lo que yo podía hacer. A mi lado no eres más alto que un pigmeo, un insecto, un maldito bicho. ¿Oyes lo que te digo? Luego, de repente, sucedió algo y no pude seguir. Pero no me empeñé en continuar y no hice que la gente se compadeciera de mí, no me convertí en un chiste. Lo dejé y luego me hice una nueva vida. Eso es lo que he estado esperando y rogando que te sucediera a ti. Pero tú no lo entiendes, ¿verdad? Tu gordo cerebro paleto está demasiado atascado de tortas de maíz y melaza.
– Espera un segundo -dijo Dizzy, amenazándome con el dedo mientras una repentina e inesperada expresión de gozo se extendía por su cara-. Espera un segundo. Ya sé quién ere’. Mierda, lo he sabío siempre. Tú ere’ aquel chico, ¿no? Ere’ aquel maldito chico. Walt… Walt el Niño Prodigio. ¡Cielo santo! Mi papá nos llevó a Paul, a Elmer y a mí a la feria un día en Arkansas y te vimos hacer tu número. Era algo fuera de este mundo. Siempre me pregunté qué habría sío de ti. Y aquí estás, sentao enfrente de mi. Coño, no puedo creerlo.
– Créelo, amigo mío. Cuando te dije que fui grande, quería decir más grande que nadie. Como un cometa atravesando el cielo.
– Eras grande, vaya si lo eras. Soy testigo de ello. Lo más grande que he visto en mi vida.
– Tú también. De los más grandes que han existido. Pero ahora estás acabado, y se me parte el corazón al ver lo que te estás haciendo a ti mismo. Déjame ayudarte, Diz. La muerte no es tan terrible. Todos tenemos que morir algún día, y una vez que te acostumbres a la idea, verás que ahora es mejor que luego. Si me das la oportunidad, puedo ahorrarte la vergüenza, puedo devolverte tu dignidad.
– Hablas realmente en serio, ¿no?
– Puedes estar seguro. Lo más en serio que he hablado en mi vida.
– Estás mal de la chaveta, Walt. Estás más loco que una cabra.
– Deja que te mate y los últimos cuatro años quedarán olvidados. Volverás a ser grande. Serás grande para siempre.
Estaba yendo demasiado deprisa. Él me había desconcertado con su charla sobre el Niño Prodigio, y en lugar de dar un rodeo y modificar mi planteamiento, yo había seguido adelante a toda velocidad. Había querido ir aumentando la presión y poco a poco arrullarle con argumentos tan elaborados y herméticos que finalmente se convenciera él solo. Ése era el objetivo: no forzarle, sino hacerle ver la sabiduría del plan. Yo quería que él desease lo que yo deseaba, que estuviera tan convencido de mi proposición que llegase a rogarme que lo hiciera, y lo único que había hecho era dejarle atrás, asustarle con mis amenazas y precipitadas trivialidades. No era de extrañar que creyera que yo estaba loco. Había dejado que todo el asunto se me fuera de las manos y ahora, justo cuando deberíamos haber estado empezando, él estaba ya de pie y dirigiéndose hacia la puerta.