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Eso no me preocupaba. La había cerrado por dentro y sólo se podía abrir con la llave, que estaba en mi bolsillo. Sin embargo, no quería que se pusiera á tirar del picaporte y a sacudirla. Tal vez habría empezado a gritarme que le dejara salir, y como había media docena de personas trabajando en la cocina a esa hora, el alboroto seguramente les habría hecho venir corriendo. Así que, pensando únicamente en esa pequeña cuestión y sin hacer caso de las consecuencias mayores, abrí el cajón de mi mesa y saqué la pistola del maestro. Ése fue el error que finalmente me hundió. Al apuntar a Dizzy con esa pistola crucé la frontera que separa la charla ociosa de los delitos punibles, y la pesadilla que había puesto en marcha fue ya imparable. Pero la pistola era crucial, ¿no? Era la pieza clave de todo el asunto y en un momento u otro tenía que salir de aquel cajón. Apretar el gatillo apuntando a Dizzy y así volver al desierto para hacer el trabajo que nunca hice. Obligarle a suplicar la muerte del mismo modo que la había suplicado el maestro Yehudi, y entonces deshacer el mal teniendo el coraje de actuar.

Nada de eso importa ahora. Yo ya lo había estropeado todo antes de que Dizzy se pusiera de pie y sacar la pistola no era más que un desesperado intento de salvar la cara. Le convencí de que volviera a sentarse y durante los próximos quince minutos le hice sudar mucho más de lo que había pretendido. A pesar de su jactancia y su tamaño, Dean era cobarde físicamente y siempre que estallaba una reyerta él se escondía detrás del mueble más próximo. Yo ya conocía su reputación, pero la pistola le aterrorizó aún más de lo que yo esperaba. Incluso le hizo llorar, y mientras estaba allí sentado gimoteando y lloriqueando, casi apreté el gatillo sólo para que se callara. Estaba rogándome por su vida, no para que le matara, sino para que le dejara vivir, y era todo tan diferente, tan contrario a lo que yo había imaginado, que no sabía qué hacer. El punto muerto podía haber durado todo el día, pero entonces, justo alrededor de mediodía, alguien llamó a la puerta. Yo había dado instrucciones claras de que no me molestaran, pero de todas formas alguien estaba llamando.

– ¿Diz? -dijo una voz de mujer-. ¿Estás ahí dentro, Diz?

Era su mujer, Pat, una tipa mandona y dominante donde las haya. Había venido a recoger a su marido para almorzar en Lemmele’s y, por supuesto, Dizzy le había dicho dónde podía encontrarle, lo cual era otro obstáculo potencial en el que no se me había ocurrido pensar. Ella había irrumpido en mi club buscando a su tiranizada media naranja, y una vez que acorraló al ayudante del chef en la cocina (el cual estaba atareado cortando patatas y zanahorias en rodajas), se puso tan pesada que el pobre diablo finalmente reveló el secreto. La llevó al piso de arriba y así fue como ella acabó de pie delante de la puerta de mi oficina, aporreando el esmalte blanco con sus coléricos nudillos de mala pécora.

Aparte de meterle una bala en la cabeza a Dizzy, yo no podía hacer nada más que guardar el revólver y abrir la puerta. Era seguro que la mierda daría de lleno en el ventilador en aquel momento, a menos que el gran hombre se pusiera de mi parte y decidiera callarse la boca. Durante diez segundos mi vida pendió de ese hilo de telaraña: si estaba demasiado avergonzado para decirle lo muy asustado que había estado, no revelaría el embrollo. Puse mi más cordial y festiva sonrisa cuando la señora Dean entró en la habitación, pero el llorón de su marido lo soltó todo en el mismo instante en que le echó la vista encima.

– ¡Este cabrón iba a matarme! -dijo acusándome con voz aguda e incrédula-. ¡Me estaba apuntando a la cabeza con una pistola y el muy cabrón iba a disparar!

Ésas fueron las palabras que me expulsaron de golpe del negocio de los clubs nocturnos. En lugar de mantener su reserva en Lemmele’s, Pat y Dizzy salieron de mi despacho hechos unas furias y fueron derechos a la comisaría del barrio para presentar una denuncia contra mí. Pat me dijo lo que iban a hacer antes de dar un portazo en mis narices, pero yo no moví un músculo. Me senté detrás de mi mesa y me maravillé de lo estúpido que era, tratando de ordenar mis pensamientos antes de que la bofia se presentara a buscarme. Tardaron menos de una hora y me fui con ellos sin decir ni mu, sonriendo y gastando bromas cuando me pusieron las esposas. De no haber sido por Bingo, tal vez habría tenido que cumplir una condena seria por mi pequeña tentativa de jugar a ser Dios, pero él tenía todos los contactos adecuados, y llegaron a un acuerdo antes de que el caso se viera en los tribunales. Fue mejor así. No sólo para mí, sino también para Dizzy. Un juicio no le habría beneficiado -con la artillería y el escandalazo que lo habría acompañado- y estuvo absolutamente encantado de aceptar la componenda. El juez me dio a elegir. Declararme culpable de un cargo menor y cumplir de seis a nueve meses en la prisión de Joliet o bien marcharme de Chicago y alistarme en el ejército. Opté por la segunda puerta. No era que tuviese grandes deseos de llevar uniforme, pero pensé que me había quedado más tiempo del debido en Chicago y que ya era hora de mudarse.

Bingo había utilizado sus influencias y pagado sobornos para evitar que me metieran en la trena, pero eso no quería decir que sintiera ninguna simpatía por lo que yo había hecho. Pensaba que estaba loco, noventa-y-nueve-coma-nueve-por-ciento loco. Cargarse a un tipo por dinero era una cosa, pero ¿a qué clase de imbécil se le ocurriría matar a una gloria nacional como Dizzy Dean? Había que estar como una auténtica regadera para planear una cosa así. Probablemente lo estaba, dije, y no traté de explicarme. Que pensara lo que quisiera y me dejara en paz. Había un precio que pagar, naturalmente, pero yo no estaba en posición de discutir. En lugar de darle dinero por los servicios prestados, acepté compensar a Bingo por su ayuda legal cediéndole mi parte del club. Perder el Mr. Vértigo fue duro para mí, pero ni la mitad de duro de lo que había sido renunciar a mi espectáculo, ni una décima parte de duro que perder al maestro. Ahora no era nadie especial. Volvía a ser únicamente mi viejo yo corriente: Walter Claireborne Rawley, un soldado de veintiséis años con el pelo cortado a cepillo y los bolsillos vacíos. Bienvenido al mundo real. Les regalé mis trajes a los camareros, me despedí de mis novias con un beso y luego subí al tren de la leche y me dirigí al campamento. Considerando lo que estaba a punto de dejar atrás, supongo que tuve suerte.

Para entonces, Dizzy también se había ido. Su temporada había consistido en un solo partido, y después de que Pittsburgh le eliminara al conseguir tres carreras en su turno de la primera entrada, finalmente abandonó. No sé si mis tácticas terroristas le habían hecho entrar en razón, pero me alegré cuando leí acerca de su decisión. Los Cubs le dieron un empleo como entrenador de su primera base, pero un mes después recibió una oferta mejor de la fábrica de cerveza Falstaff de Saint Louis y regresó a su ciudad natal para trabajar como locutor de radio en los partidos de los Browns y de los Cardinals.

– Este trabajo no me va a cambiar pa’ na’ -dijo-. Voy a seguir hablando un simple inglés de andar por casa.

Había que reconocerle eso al gran destripaterrones. Al público le gustó la campechana basura que vomitaba por las ondas, y tuvo tanto éxito que le mantuvieron en ese puesto durante veinticinco años. Pero eso es otra historia, y no puedo decir que le prestara mucha atención. Una vez que salí de Chicago aquello ya no tenía nada que ver conmigo.