Выбрать главу

Yo la reconocí antes que ella a mí. Eso era comprensible, dado que el paso del tiempo había sido más drástico con mi aspecto que con el suyo. Mis pecas prácticamente habían desaparecido y me había convertido en un tipo achaparrado y regordete con el pelo gris y escaso y unas gafas de culo de vaso cabalgando sobre la nariz. Nada parecido al joven vigoroso y elegante con el que había almorzado en Lemmele’s hacía treinta y ocho años. Yo iba vestido con anodinas ropas de diario -una chaqueta de leñador, pantalones caqui, zapatos rojizos y calcetines blancos- y llevaba el cuello subido para protegerme del frío. Probablemente ella no podía ver bien mi cara, y la parte que veía estaba tan macilenta y consumida por mi lucha con el alcohol que no tuve más remedio que decirle quién era.

El resto no hace falta decirlo, ¿verdad? Derramamos lágrimas, nos contamos historias y charlamos hasta altas horas de la madrugada. Rememoramos los viejos tiempos en Coronado Avenue y dudo de que hubiese podido haber un mejor reencuentro que el que nosotros tuvimos aquella noche. Ya he contado la esencia de lo que me había sucedido a mí, pero su historia no era menos extraña o menos inesperada que la mía. En lugar de transformar sus millones en más millones durante el auge de los pozos perforados al azar en Texas, había hecho sus perforaciones en tierra seca y había quebrado. El negocio del petróleo era en gran medida un juego de las adivinanzas en aquel entonces y ella se había equivocado demasiadas veces en las suyas. En 1938 ya había perdido nueve décimas partes de su fortuna. Eso no quiere decir que se quedara en la miseria, pero ya no pertenecía a la liga de la Quinta Avenida, y después de lanzar unas cuantas empresas más que no tuvieron éxito, finalmente hizo las maletas y volvió a Wichita. Pensó que sería sólo temporalmente: unos cuantos meses en la vieja casa para evaluar la situación y luego pondría en marcha la siguiente idea brillante. Pero una cosa llevó a otra, y cuando llegó la guerra ella seguía allí. En lo que no puedo por menos de llamar un cambio de conducta asombroso, se dejó arrastrar por el fervor patriótico de la época y pasó los cuatro años siguientes trabajando como enfermera voluntaria en el hospital de veteranos de Wichita. Me costó trabajo imaginarla haciendo el papel de Florence Nightingale, pero la señora W. era una mujer de muchas sorpresas, y aunque el dinero era su punto fuerte, no era en absoluto la única cosa en la que pensaba. Después de la guerra, se metió de nuevo en negocios, pero esta vez se quedó en Wichita, y poco a poco consiguió que la empresa fuera rentable. Se dedicó a las lavanderías automáticas, ni más ni menos. Suena gracioso después de tanta especulación a gran escala en acciones y petróleo, pero ¿por qué no? Fue una de las primeras personas que vio las posibilidades comerciales de las lavadoras, y les llevó la delantera a sus competidores al entrar pronto en ese campo. Para cuando yo aparecí en 1974, ella tenía veinte lavanderías repartidas por la ciudad y otras doce en pueblos vecinos. La Casa de la Limpieza, las llamaba, y todas aquellas monedas de diez y de veinticinco la habían convertido nuevamente en una mujer rica.

Y ¿qué me cuenta de hombres?, le pregunté. Oh, muchos hombres, me contestó, más hombres de los que uno puede amenazar con una vara. Y Orville Cox, ¿qué había sido de él? Muerto y enterrado, me dijo. ¿Y Billy Bigelow? Aún entre los vivos. Casualmente, su casa estaba justo a la vuelta de la esquina. Ella le había metido en el negocio de las lavadoras automáticas después de la guerra y había sido su director y mano derecha hasta que se retiró hacía seis meses. El joven Billy iba ya para los setenta, y con dos ataques al corazón a sus espaldas, el médico le había dicho que se tomara las cosas con calma. Su mujer había muerto siete u ocho años antes y como todos sus hijos eran ya mayores y vivían lejos, Billy y la señora Witherspoon seguían estando en estrecho contacto. Le describió como el mejor amigo que había tenido, y por la forma en que su voz se dulcificó al decirlo, deduje que las relaciones entre ellos iban más allá de la conversación profesional sobre lavadoras y secadoras. Ajá, dije, así que la paciencia finalmente triunfó y el dulce Billy consiguió lo que quería. Ella me lanzó uno de sus endiablados guiños. A veces, dijo, pero no siempre. Depende de mi estado de ánimo.

No necesitó insistirme mucho para que me quedase. El trabajo de conserje no era más que un recurso momentáneo, y ahora que había surgido algo mejor, no tuve que pensarlo dos veces para cambiar mis planes. El sueldo era solamente una pequeña parte del asunto, por supuesto. Había vuelto a donde pertenecía, y cuando la señora Witherspoon me invitó a ocupar el antiguo puesto de Billy, le dije que empezaría a primera hora de la mañana. No me importaba en qué consistiera el trabajo. Si me hubiera invitado a quedarme para fregar los cacharros de su cocina, le habría dicho que sí igualmente.

Dormía en la misma habitación del último piso que ocupaba de niño, y una vez que aprendí el negocio, le fui muy útil. Mantuve las lavadoras zumbando, aumenté los beneficios, la convencí de que nos expandiéramos en diferentes direcciones: una bolera, una pizzería, una salón de juegos. Con todos los universitarios que llegaban a la ciudad cada otoño, había demanda de comida rápida y entretenimiento barato, y yo era el hombre adecuado para proporcionar esas cosas. Le eché muchas horas y me quemé los sesos, pero me gustaba estar a cargo de algo nuevamente, y la mayor parte de mis proyectos salieron bien. La señora Witherspoon me llamaba vaquero, lo cual viniendo de ella era un cumplido, y durante los primeros tres o cuatro años galopamos a paso vivo. Luego, de repente, Billy murió. Fue otro ataque al corazón, pero éste ocurrió en el duodécimo hoyo del Club de Campo Cherokee Acres, y para cuando los médicos llegaron, él ya había dado su último suspiro. La señora W. entró en barrena a partir de entonces. Dejó de venir conmigo a la oficina por las mañanas, y poco a poco pareció perder interés por la compañía, dejando la mayoría de las decisiones en mis manos. Yo había pasado por algo parecido cuando murió Molly, pero no servía de mucho decirle que el tiempo todo lo cura. La única cosa que ella no tenía era tiempo. El hombre que la había adorado durante cincuenta años había desaparecido, y nadie iba a sustituirle nunca.

Una noche, en medio de todo esto, la oí sollozar a través de las paredes cuando yo estaba leyendo en la cama en el piso de arriba. Bajé a su habitación, hablamos durante un rato y luego la cogí en mis brazos y la sostuve así hasta que se durmió. No sé cómo, acabé durmiéndome yo también, y cuando me desperté por la mañana me encontré acostado bajo las mantas en la enorme cama doble. Era la misma cama que ella había compartido con el maestro Yehudi en los viejos tiempos, y ahora me tocaba a mí dormir a su lado, ser el hombre sin el cual ella no podía vivir. Era principalmente una cuestión de comodidad, de compañía, de preferir dormir en una cama en lugar de dos, pero eso no quiere decir que las sábanas no ardieran de vez en cuando. Sólo porque uno envejece, no deja de sentir el impulso, y cualquier escrúpulo que yo tuviera al principio se desvaneció pronto. Durante los próximos once años vivimos juntos como marido y mujer. No creo que tenga que disculparme por ello. En otros tiempos yo había sido lo bastante joven como para ser su hijo, pero ahora era más viejo que la mayoría de los abuelos, y cuando llegas a esa edad, ya no tienes que jugar siguiendo las reglas. Vas donde tienes que ir, y cualquier cosa que te permite seguir respirando, eso es lo que haces.