Выбрать главу

Nada de ello salió como yo había imaginado. Tuve mis oportunidades, pero cada vez que estaba a punto de poner en marcha un plan, me faltaba misteriosamente el valor. El miedo llenaba mis pulmones, mi corazón empezaba a latir apresuradamente y justo cuando mi mano estaba preparada para cometer el acto, una fuerza invisible me robaba la energía. Nunca me había ocurrido nada semejante. Yo siempre había sido un enredador de tomo y lomo, con pleno dominio de mis impulsos y deseos. Si quería hacer algo, lo hacía, lanzándome con la temeridad de un delincuente nato. Ahora estaba bloqueado por una extraña parálisis de la voluntad y me despreciaba por actuar como un cobarde; no podía comprender que un truhán de mi calibre hubiera podido caer tan bajo. El maestro Yehudi me había derrotado de nuevo. Me había convertido en una marioneta, y cuanto más luchaba por vencerle, más tiraba él de los hilos.

Pasé un mes infernal antes de encontrar el valor necesario para volver a intentarlo. Esta vez la suerte parecía estar de mi parte. Unos diez minutos después de echar a andar por la carretera, me recogió un automovilista que pasaba y me llevó hasta Wichita. Era uno de los tipos más simpáticos que había conocido, un universitario que iba a ver a su prometida, y nos llevamos bien desde el principio; no paramos de contarnos cosas durante las dos horas y media de viaje. ¡Ojalá pudiera recordar su nombre! Era un muchacho rubio con pecas en la nariz y una bonita gorra de cuero. Por alguna razón, recuerdo que el nombre de su novia era Francine, pero eso debe ser por lo mucho que me habló de ella, explayándose detalladamente acerca de los rosados pezones de sus pechos y los volantes de encaje de su ropa interior. Gorra de Cuero tenía un Ford nuevo y brillante y corría por aquella vacía carretera como si le fuera en ello la vida. Me entró la risa por lo libre y feliz que me sentía, y cuanto más parloteábamos de una cosa y otra, mayor era mi sensación de libertad y felicidad. Esta vez lo había conseguido, me dije. Realmente me había escapado de allí, y a partir de ahora no habría forma de detenerme.

No sabría decir qué esperaba exactamente de Wichita, pero ciertamente no el deprimente poblacho ganadero que descubrí aquella tarde de 1925. Aquello parecía la meca del aburrimiento. ¿Dónde estaban los bares, los pistoleros y los jugadores profesionales? ¿Dónde estaba Wyatt Earp? Al margen de lo que hubiera sido Wichita en el pasado, por aquel entonces era una sobria y triste mezcolanza de tiendas y casas, una ciudad construida tan pegada a la tierra que tu codo chocaba contra el cielo cada vez que te detenías a rascarte la cabeza. Había pensado montarme algún asuntillo, quedarme por allí unos días mientras reunía algún dinero y luego volver a Saint Louis lujosamente. Un rápido recorrido de las calles me convenció de abandonar la idea, y media hora después de haber llegado ya estaba buscando un tren para salir de allí.

Me sentía tan triste y desanimado, que ni siquiera me di cuenta de que había empezado a nevar. Marzo era el peor mes para las tormentas en aquella región, pero el día había amanecido tan soleado y claro que ni siquiera se me había ocurrido pensar que el tiempo pudiera cambiar. Empezó con una pequeña nevisca, unas cuantas rociadas de blancura que se escurrían de las nubes, pero mientras que yo continuaba mi paseo por la ciudad en busca de la estación de ferrocarril, los copos se hicieron más gruesos y más intensos, y cuando me detuve para orientarme cinco o diez minutos después, la nieve me llegaba hasta los tobillos. Nevaba mucho. Antes de que pudiera decir tempestad de nieve, el viento se levantó y empezó a arremolinar la nieve en todas direcciones a la vez. Era extraño lo rápido que sucedió. Un minuto yo iba caminando por las calles del centro de Wichita y al minuto siguiente estaba perdido, tropezando ciegamente en una tormenta blanca. Ya no tenía ni idea de dónde estaba. Tiritaba dentro de mi ropa mojada, el viento era un torbellino y yo estaba atrapado en medio, dando vueltas en circulo.

No estoy seguro de cuánto tiempo anduve dando tumbos bajo aquella nevada. No menos de tres horas, diría yo, quizá cinco o seis. Había llegado a la ciudad a primera hora de la tarde y seguía andando después de que cayera la noche, abriéndome paso a través de montañas de nieve, hundido en ella hasta las rodillas, luego hasta la cintura, luego hasta el cuello, buscando frenéticamente un refugio antes de que la nieve se tragara todo mi cuerpo. Tenía que continuar moviéndome. La más ligera pausa me enterraría, y antes de que pudiese salir habría muerto congelado o sofocado. Así que seguía avanzando con gran esfuerzo, aunque sabía que era inútil, aunque sabía que cada paso me llevaba más cerca de mi fin. ¿Dónde están las luces?, me preguntaba insistentemente. Me estaba alejando cada vez más del pueblo, saliendo al campo, donde no vivía nadie, y, sin embargo, cada vez que cambiaba de rumbo, me encontraba en la misma oscuridad, rodeado por una noche y un frío sin fisuras.

Al cabo de algún tiempo ya nada me parecía real. Mi mente había dejado de funcionar y si mi cuerpo continuaba arrastrándose era sólo porque no sabía qué otra cosa hacer. Cuando vi el débil brillo de una luz en la distancia, apenas me di cuenta. Fui tambaleándome hacia ella, no más consciente de lo que hacía que una falena cuando se lanza contra una vela. Como máximo, me parecía un sueño, una ilusión producida por las sombras de la muerte, y aunque permanecía delante de mí todo el tiempo, intuía que desaparecería antes de que llegara a ella.

No recuerdo haber subido a gatas los escalones de la casa ni estar de pie en el porche delantero, pero aún veo mi mano alargándose hacia el esférico tirador de porcelana blanca y recuerdo mi sorpresa cuando noté que giraba y la puerta se abría con un clic. Entré en el vestíbulo, y todo era tan luminoso allí, tan intolerablemente radiante, que tuve que cerrar los ojos. Cuando los abrí de nuevo había una mujer de pie ante mí, una hermosa mujer de cabello rojo. Llevaba un vestido blanco largo, y sus ojos azules me miraban con tal asombro, con tal expresión de alarma, que casi me eché a llorar. Durante un segundo o dos cruzó por mi mente la idea de que era mi madre, y cuando recordé que mi madre había muerto, imaginé que yo también debía de estar muerto y acababa de cruzar las puertas del más allá.

– ¡Qué aspecto tienes! -exclamó la mujer-. ¡Pobrecito! ¡Hay que ver cómo te has puesto!

– Perdone la intromisión, señora -dije-. Mi nombre es Walter Rawley y tengo nueve años. Sé que esto puede sonarle extraño, pero le agradecería que me dijera dónde estoy. Tengo la sensación de que esto es el cielo y eso no me parece correcto. Después de todas las cosas malas que he hecho, siempre pensé que acabaría en el infierno.

– ¡Dios mío! -dijo la mujer-. ¡Vaya facha tienes! Estás medio congelado. Entra en la sala y caliéntate junto al fuego.

Antes de que pudiera repetir mi pregunta, me cogió de la mano y me guió rodeando las escaleras hasta la sala. Justo cuando ella abría la puerta, le oí decir:

– Querido, quítale la ropa a este niño y siéntale junto al fuego. Yo voy arriba a coger unas mantas.

Así que crucé el umbral yo solo y entré en el calor de la sala al tiempo que puñados de nieve caían de mi cuerpo y empezaban a derretirse a mis pies. Había un hombre sentado junto a una mesita en un rincón bebiendo café en una delicada taza de porcelana china. Iba esmeradamente vestido con un traje gris perla y su pelo estaba peinado hacia atrás, sin raya, reluciente de brillantina bajo la luz amarilla de las lámparas. Estaba a punto de decirle algo cuando levantó la cabeza y me sonrió, y en ese mismo momento pensé que debía de haber muerto y había ido derecho al infierno. De todos los sustos que he sufrido en mi larga carrera, ninguno ha sido mayor que la electrocución que recibí aquella noche.