– Era Elle. Lena había vuelto.
– Lena había vuelto y se había llevado a Elle a la heladería. La profesora me llevó allí corriendo, pero ya era demasiado tarde. Vi a Katherine llorando. -Sophie exhaló un hondo suspiro-. Estaba cerrando la bolsa del cadáver cuando yo llegué, aún con mi vestido de noche. Levantó la cabeza, y al verme…
Sophie se estremeció.
– Ocurrió lo mismo que el domingo pasado -aventuró Vito, y ella asintió.
– Lo mismo. Lo siguiente que recuerdo es haberme despertado aquí. Mi tío Harry estaba durmiendo ahí. -Señaló una silla-. Elle había muerto. Lena le había pedido una copa de helado con doble acompañamiento de frutos secos. Se le hinchó la garganta y se ahogó. Lena la mató. -Sophie levantó la cabeza, tenía la mirada llena de amarga ira-. Te dije que tenía buenos motivos para odiar a mi madre, Vito.
– ¿Sabía Lena lo de su alergia?
Los ojos de Sophie echaban chispas.
– Para eso tendría que haber pasado un poco más de tiempo con ella. Mira, no sé qué sabía Lena, lo que sé es que no podía aparecer y llevarse a Elle tan alegremente. Elle era mía.
Vito recordó las palabras pronunciadas por Katherine el domingo anterior en el escenario del crimen. «Fue un accidente», dijo. Vito estaba de acuerdo, pero no cometió el error de decirle lo mismo a Sophie.
– Lo siento, cariño.
Ella tomó aire y luego lo soltó.
– Gracias. El hecho de compartirlo ayuda. Después de su muerte me deprimí mucho. No podía soportar vivir más tiempo en esta casa, todo me recordaba a Elle, así que Harry me envió con mi padre. Alex me convenció para que me quedara en Francia y fuera a la universidad de París. Allí conocí a Étienne Moraux. Alex tenía contactos y dinero para pagarme los estudios. Yo conseguí un buen expediente, aprender a hablar francés con fluidez y la doble nacionalidad. Me convertí en una buena ayudante para Étienne, uno de los arqueólogos más prominentes de Francia.
– ¿Y cómo conociste a Brewster?
– Anna quería que regresara a casa, así que envié una solicitud a la Universidad Shelton para cursar allí el doctorado. Alan Brewster ya era toda una leyenda y hacerlo con él suponía mucho, mucho prestigio. -Se estremeció-. Lo de «hacerlo con él» no va con segundas.
– No lo pensaba -dijo Vito-. O sea que cursaste el doctorado con Brewster. ¿Y luego?
– Nos enamoramos locamente. Siempre que salía con alguien de mi edad me acordaba de Mickey DeGrace, y de Elle, así que dejé de ir con chicos. Hasta que conocí a Alan. Era el primer hombre que no me recordaba a Mickey. Creía que me amaba. Fuimos a trabajar a una excavación de Francia y Alan empezó a mostrarse atento conmigo. Al cabo de muy poco ya hacíamos salir humo de su tienda de campaña. Más tarde descubrí que estaba casado y que siempre se acostaba con sus ayudantes, y que… luego lo iba aireando por ahí. De todas formas, me puso un excelente -añadió con amargura-. Dijo que era una de las ayudantes más «hábiles» que había tenido.
Vito recordó esas mismas palabras pronunciadas por Brewster y pensó que ojalá le hubiera pegado un puñetazo a aquel traidor cuando tuvo la oportunidad. Ahora había desaparecido. Tal vez debiera haberlo vigilado más, reflexionó.
– Y yo te dije que era un imbécil y que lo mejor que podías hacer era olvidarlo.
– Y eso hice, más o menos. Regresé con Étienne. Me ofreció una plaza en su programa de doctorado. Por fin me doctoré y Anna quiso que regresara a casa. Conseguí un puesto en una universidad de Filadelfia, pero entonces Amanda y Alan entraron en acción y todo el mundo me rehuía o se burlaba de mí. Así que volví a Francia, me evitaba problemas. Trabajé durante meses para que me aceptaran en la excavación del castillo de Mont Vert, y cuando por fin lo había conseguido Harry me telefoneó para decirme que Anna había sufrido un derrame. Lo dejé todo y regresé a casa. -Arqueó las cejas-. Luego Ted me ofreció trabajo en el museo y me salieron las clases en Whitman. Y te conocí a ti.
– Pero tu padre era rico. ¿Por qué te hacía tanta falta el dinero?
– Alex me dejó una buena herencia, pero me lo he gastado casi todo en las residencias de ancianos. Y esto es todo.
– Gracias por explicármelo. -Extendió el brazo y ella se arrimó.
– Gracias a ti también. Pase lo que pase con lo nuestro, Vito, no le contaré a nadie lo de Andrea, aunque no tienes que avergonzarte de nada. Ella hizo su elección. Y tú hiciste tu trabajo.
Vito frunció el entrecejo. Él ya había decidido qué quería que pasara con aquella relación. Deseaba a Sophie desde el momento en que la vio por primera vez, pero su deseo se transformó en ganas de quedarse junto a ella para siempre al darse cuenta de cómo había conseguido hacer reír a sus sobrinos gracias a una catapulta que lanzaba granos de maíz y estaba fabricada con una cuchara de madera y un pincho, y el contrapeso que había tallado su padre.
Le preocupaba que ella no lo tuviera tan claro. Pero ya tendría tiempo de pensar en eso. Le dio un beso en la sien y apagó la luz.
– Vamos a dormir.
– Oh, tío Viiito -protestó ella en la oscuridad-. ¿No podemos quedarnos despiertos un ratito más?
Él se echó a reír.
– Solo cinco minutos. -Y ahogó un gemido cuando ella deslizó la mano por su cuerpo y le rodeó con ella el miembro.
– O diez.
Sophie ocultó la cabeza bajo las sábanas y él cerró los ojos expectante.
– Bueno, tómate el tiempo que necesites.
Viernes, 19 de enero, 7:15 horas
– ¿Hola? -gritó Sophie al entrar en el Albright-. ¿Hay alguien en casa?
– Este lugar sin luz resulta muy tétrico con todas esas espadas y armaduras -susurró Vito-. No me sorprendería que en cualquier momento aparecieran Fred, Velma y Scooby-Doo.
Ella le clavó un codazo en las costillas y se alegró al oírlo gruñir.
– Silencio.
Darla salió de su despacho y, al ver a Vito, abrió los ojos como platos.
– ¿Quién es este?
Sophie se bajó la cremallera de chaqueta y encendió la luz.
– Darla, el detective Ciccotelli. Vito, Darla Albright, la esposa de Ted. Por favor, dile que no estoy metida en ningún lío.
Vito y Darla se estrecharon la mano.
– Encantado de conocerla, señora Albright. -La saludó con la cabeza, bajándola un poco más de lo habitual-. Sophie no está metida en ningún lío. Siempre lía las cosas, pero eso es distinto.
Darla se echó a reír.
– Qué me va a contar. Sophie, ¿por qué siempre vienes acompañada?
– Tengo problemas con el coche -respondió, y Darla la miró con tan poco convencimiento como Ted.
– Ya. Bueno, encantada de conocerle, detective. Sophie, has recibido un paquete. Al llegar lo he encontrado en la puerta. -Señaló el mostrador y regresó a su despacho.
Sophie miró la cajita marrón y luego a Vito.
– Esta semana he recibido un regalo agradable y otro desagradable. ¿Qué hago? ¿Abro esa caja o miro qué hay detrás de la segunda cortina?
– Yo la abriré -dijo Vito, y se puso unos guantes muy finos. Al leer la tarjeta se quedó perplejo-. O es un código secreto o es ruso.
Sophie sonrió al leer la nota.
– Son letras cirílicas. El paquete es de Yuri Petrovich. «Para tu exposición.» Ábrelo, por favor. -Vito lo hizo y Sophie ahogó un grito de sorpresa y alegría-. ¡Vito!
– Es una muñeca -dijo él.
– Es una matrioshka. Un juego de muñecas que van una dentro de otra.
– ¿Tiene valor?
– ¿Material? No. -Abrió la primera muñeca y encontró otra nota que hizo que se le hiciera un nudo en la garganta-. Pero su valor sentimental es inestimable. Pertenecía a su madre, es una de las pocas cosas que se llevó de Georgia. Quiere cedérmela para la exposición sobre la Guerra Fría. Ayer estuvo aquí, quería darme las gracias. Nunca se me habría ocurrido pensar que me regalaría una cosa así.