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– Yo no he hecho nada de eso.

– Esto estaba junto con la pistola -dijo Vito. Depositó una fotografía sobre la mesa y disfrutó del placer adicional de ver estremecerse a Van Zandt-. Ese es el coche de Derek Harrington y su responsable de seguridad asomado a la ventanilla. En el cristal se ve lo usted reflejado. Estaba detrás. -Vito volvió a recostarse en la silla-. Ayer, cuando nos dio la dirección de Derek, ya sabía que había desaparecido.

– No. -Van Zandt escupió la palabra entre sus apretadísimos dientes.

– Derek se encaró con usted y le mostró fotografías de Zachary Webber -prosiguió Nick-. Es el chico al que en su… juego le disparan con una pistola Luger. Usted hizo que siguieran a Derek y luego lo secuestró, lo mató y lo escondió en el maletero de su coche, y abandonó el vehículo en un área de servicio.

– No pueden saber cuándo fue tomada esa fotografía -se mofó Musgrove.

– Sí que lo sabemos. El fotógrafo es bastante listo -dijo Nick.

Vito deslizó otra fotografía sobre la mesa.

– Esta es una ampliación del rótulo del banco que hay detrás del coche de Harrington. Indica la temperatura, la hora y la fecha.

Van Zandt se puso más tieso que el palo de una escoba, pero seguía teniendo un color ceniciento.

– Cualquier chaval de diez años podría haber retocado esas fotos con el Photoshop. No quieren decir nada.

De hecho Jen creía que las fotos habían sido retocadas, pero no pensaba decírselo a Van Zandt.

– A lo mejor tiene razón, pero su secretaria ya lo ha delatado -dijo Nick.

Vito asintió.

– Sí, es cierto. El Departamento de Policía de Nueva York le ha tomado declaración esta misma mañana. Al correr el riesgo de que se la acusara de obstrucción a la justicia, confesó que Harrington y usted discutieron hace tres días y que él se marchó de la empresa. Y que usted avisó enseguida al responsable de seguridad.

– Eso son pruebas circunstanciales -dijo Musgrove, pero su tono revelaba que no estaba convencido.

Vito se encogió de hombros.

– Tal vez, pero hay más. Junto con la pistola también encontramos recibos bancarios que demuestran que le entregó dinero a Zachary Webber, Brittany Bellamy y Warren Keyes. -Vito colocó las fotografías de las víctimas sobre la mesa-. Los reconoce, ¿no?

– Hemos encontrado sus CD -dijo Nick, esta vez con suavidad-. Es un hijo de la gran puta, Van Zandt. ¿Cómo ha podido idear semejante mierda?

Van Zandt ladeó la mandíbula.

– No es más que un montaje.

– Lo hemos encontrado gracias a un delator… VZ -explicó Nick, y los ojos de Van Zandt centellearon-. Nos pidió que le dijéramos una cosa. ¿Cómo era, Chick?

– Jaque mate -dijo Vito, y la cara que se le quedó a Van Zandt fue indescriptible.

– Ha jugado con fuego, Jager -prosiguió Nick-, y se ha quemado. Ahora está acusado de asesinato.

Van Zandt se quedó mirando la mesa, uno de los músculos de su mandíbula temblaba de vez en cuando. Cuando levantó la cabeza, Vito supo que se habían salido con la suya.

– ¿Qué quieren? -preguntó Van Zandt.

– Jager -empezó Musgrove, y Van Zandt lo miró con mala cara.

– Haz el favor de callarte y traerme a un abogado de verdad -gruñó-. Repito, detectives, ¿qué quieren?

– A Frasier Lewis -dijo Vito-. Queremos al hombre a quien llama Frasier Lewis.

Dutton, Georgia,

viernes, 19 de enero, 14:45 horas

De no ser porque casi le estaba rompiendo la mano, Daniel habría dicho que Susannah estaba muy tranquila. Su expresión era circunspecta y sus gestos, relajados; se la veía igual que si estuviera trabajando en el juzgado. Pero aquello no era ningún juicio. Tras ellos se apostaba un muro de cámaras que no paraban de emitir destellos; daba la impresión de que prácticamente la provincia en pleno había salido a la calle para ver qué había en la tumba de Simon. Daniel estaba convencido de que no era su hermano.

– Daniel -musitó Susannah-. He estado pensando en lo que dijo la arqueóloga, que papá no quería que mamá supiera que había encontrado a Simon.

– Yo también lo he pensado. Papá tenía que saber que Simon estaba vivo, y no debía de querer que mamá supiera lo que había hecho. Me pregunto por qué se llevaría los dibujos a Filadelfia.

Susannah dejó escapar una triste risita.

– Papá estaba chantajeando a Simon. Piénsalo bien. Si sabía que Simon estaba vivo, ¿para qué todo esto? -Señaló con la cabeza la grúa que se estaba situando para empezar-. Y si todo esto fue un montaje, ¿cómo podía estar seguro de que Simon no volvería?

– Se guardó los dibujos como garantía -dijo Daniel con hastío-. Pero ¿por qué tuvo que hacer todo esto? Suze, si sabes algo, dímelo; por favor.

Susannah guardó silencio tanto rato que Daniel creyó que no iba a contestar. Entonces suspiró.

– En casa las cosas ya iban mal cuando tú vivías con nosotros, Daniel, pero cuando te marchaste a la universidad empeoraron mucho. Papá y Simon discutían todo el tiempo. Y mamá siempre se metía por medio. Era espantoso.

– ¿Y tú? -Daniel le habló en tono amable-. ¿Tú qué hacías cuando discutían?

Ella tragó saliva.

– Me apunté a todas las actividades extraescolares que pude, y cuando volvía a casa me encerraba en mi habitación. Era lo más sencillo. Pero justo al día siguiente de que Simon terminara el instituto, la situación llegó a un punto crítico. Era miércoles y mamá tenía cita en la peluquería. Yo estaba en mi habitación y oí a papá abrir de golpe la puerta de la de Simon. Se armó.

Cerró los ojos.

– Empezaron a hablar de unos dibujos. En ese momento pensé que se referían a los que guardaba debajo de la cama, pero ahora creo que lo más probable es que fueran los que tú dices. A papá tenían que reelegirlo juez y le dijo a Simon que le estaba arruinando la carrera con tanta mierda, que ya le había pasado por alto muchas cosas pero que esa vez se había pasado de la raya. Y todo quedó en silencio.

– ¿Qué más pasó?

Susannah abrió los ojos y miró la grúa.

– Siguieron discutiendo, pero hablaban demasiado bajo y yo no podía oírlos. De repente Simon gritó: «Antes de que tú me metas en la cárcel, yo te mandaré al infierno, carcamal.» Y papá respondió: «En el infierno es donde tendrías que estar tú.» Y Simon le contestó: «La culpa es tuya. Llevamos la misma sangre.» Luego añadió: «Algún día tendré una pistola más grande que la tuya.»

Daniel soltó el aire que había estado reteniendo.

– Santo Dios.

Ella asintió.

– Se oyó un portazo y… no sé por qué, pero algo hizo que me escondiera. Me metí en el armario. Al cabo de un minuto, la puerta de mi habitación se abrió y volvió a cerrarse. Supongo que papá quería saber si los había oído.

Daniel sacudió la cabeza, pero eso no lo sacó de su perplejidad.

– Dios mío, Suze.

– Nunca he estado segura de qué habría hecho de haberme encontrado. Esa noche Simon no volvió a casa a la hora de cenar. Mamá estaba consternada. Papá le dijo que seguramente habría salido con sus amigos, que no se preocupara. Al cabo de unos días, nos anunció que había recibido una llamada y que Simon estaba muerto.

Lo miró llena de pesar.

– Durante todos estos años he pensado que papá lo había matado.

– ¿Por qué no dijiste nada?

– Por el mismo motivo que no lo dijiste tú cuando papá quemó los dibujos. Era mi palabra contra la suya. Yo solo tenía dieciséis años y él era todo un señor juez. Además, como ya dije, en algún momento tenía que dormir.

Daniel notó el estómago revuelto.

– Y yo te dejé allí. Dios mío, Suze. Lo siento. Si hubiera sabido que corrías peligro… o que tenías miedo, te habría llevado conmigo. Por favor, créeme.

Ella volvió a mirar la grúa.